Los militares norteamericanos habrán triunfado en Irak, pero los problemas ahora están empezando a acumularse, como explica Chris Harman.
Derrotar a las fuerzas armadas de Saddam Hussein fue la parte fácil para el imperialismo norteamericano, incluso aunque la victoria no fuera tan rápida como la Casa Blanca había esperado. Sus dificultades reales empiezan a partir de ahora.
Ya hay señales de una resistencia de masas a la ocupación norteamericana de Irak por un lado, y de diferencias en el seno de la administración norteamericana acerca de qué hacer a partir de ahora, por el otro. Para entender por qué sucede esto, es necesario aclarar cuál era el propósito de la guerra.
El movimiento antiguerra decía, muy correctamente, que la guerra era por el petróleo y el poderío norteamericano. ¿Pero por qué sintió la administración norteamericana la necesidad de reafirmar su poder de esa manera? La respuesta se halla en la trayectoria de largo plazo recorrida por el capitalismo norteamericano en más de medio siglo.
¿Un nuevo siglo norteamericano?
A finales de la segunda guerra mundial, Estados Unidos era por lejos la potencia económica más poderosa, y daba cuenta de cerca de la mitad de la producción económica mundial. Llegados los ’90, esto había cambiado. El capitalismo norteamericano había crecido en el ínterin, pero sus rivales japoneses y europeos habían crecido incluso más. Y China, con una tasa de crecimiento tres veces mayor que la de los países avanzados, estaba empezando a alcanzarlos. Algunas personas, como Paul Kennedy, comenzaron a hablar de la declinación a largo plazo del poderío norteamericano. Henry Kissinger, criminal de guerra y asesor de los sucesivos gobiernos republicanos, no llegó tan lejos, pero insistía que: “El final de la guerra fría ha creado lo que algunos observadores llaman un mundo “unipolar” o de una “única superpotencia”. Pero Estados Unidos, en realidad, no está en una posición mejor que el comienzo de la guerra fría, como para dictar la agenda global unilateralmente...Estados Unidos enfrentará una competencia económica de un tipo nunca visto durante la guerra fría.”
Empezó a surgir una presión en el seno del establishment político norteamericano, para que Estados Unidos recurra a la única gran ventaja que tenía sobre las otras grandes potencias: su superioridad militar. La administración Clinton comenzó a tomar iniciativas en este sentido con la expansión de la OTAN hacia Europa del Este, al retomar la investigación para un Sistema de Defensa Misilístico (dirigido principalmente contra China), con su intervención militar en Bosnia y su guerra contra Serbia.
Esto no era suficiente para el Proyecto para un Nuevo Siglo Norteamericano pergeñado por Rumsfeld, Wolfowitz, Cheney, y por sus mentores, Richard Perle y William Kristol. Este sostenía en su declaración fundacional: “La política exterior y de defensa norteamericana está a la deriva. Cuando el siglo XX toca a su fin, Estados Unidos se destaca como la potencia preeminente del mundo...Estamos en peligro de desperdiciar la oportunidad y fracasar en el desafío que tenemos planteado.”
Estados Unidos debe aumentar su gasto en armamentos, sostenían ellos, e invertir el dinero en los sistemas de armas tecnológicamente más avanzados, de modo tal de estar en condiciones de intervenir fácilmente en cualquier parte -y en todas partes- que quisiera, rápidamente y con pocas bajas. Al tope de la lista de intervenciones debía estar Irak. Estuvieron en condiciones de comenzar a implementar esta agenda, atrincherados en la Casa Blanca, cuando el pánico se apoderó de Estados Unidos luego de los atentados del 11 de septiembre del 2001.
A esta altura, los problemas económicos del capitalismo norteamericano eran mucho más claros que a mediados de los años ’90. El colapso del boom de las nuevas tecnologías reveló que las compañías norteamericanas habían estado inflando sus ganancias reales, presentándolas un 50% más altas de lo que en realidad eran. Y el capitalismo norteamericano se había vuelto dependiente, para funcionar normalmente, en los préstamos provenientes del resto del mundo (principalmente del este de Asia), que sumaban unos 400 mil millones de dólares por año.
La respuesta de la pandilla de Bush fue usar su política militar para solucionar sus debilidades económicas. En el plano interno, iba a haber un retorno a las “reaganomics” de los años ’80, un masivo incremento en el gasto de armamentos y enormes recortes impositivos para los ricos, como forma de escapar de la recesión. En el plano externo, una seguidilla de intervenciones militares iban a reafirmar el poderío global de Estados Unidos, otorgándole el control sobre las reservas de petróleo, de las cuales dependen todos los estados capitalistas avanzados, e iban a reforzar la idea que Estados Unidos era el refugio más seguro para los inversores extranjeros. Estos son los motivos de la administración Bush para ir a la guerra. Es una justificación que hace agua por todos lados.
El primer agujero tiene que ver con Irak mismo. La doctrina militar Rumsfeld se apoya en un armamento de alta tecnología, recurriendo a cantidades relativamente pequeñas de tropas de tierra (alrededor de 200.000 fueron usadas en esta guerra, en contraposición a la cantidad usada en la Guerra del Golfo de 1991, cuando era casi el triple) que se abren camino violentamente hacia las ciudades capitales y que expulsa a los gobiernos enemigos. Si hubiera que usar cantidades mayores de soldados, sería más difícil amenazar con lanzar nuevas guerras contra otros estados díscolos.
Pero el éxito en el campo de batalla no se traduce automáticamente en un objetivo más amplio de digitar, mediante el control del petróleo, al resto del mundo capitalista. Es difícil ver cómo alguna otra cosa que no sea una ocupación sangrienta a largo plazo de Irak puede lograr eso. Y esto en razón de que cualquier gobierno iraquí con alguna base de apoyo propia en el país se vería tentado a manipular el precio del petróleo según convenga a sus intereses, en lugar de actuar según la conveniencia de los intereses del capitalismo norteamericano.
Pero las ocupaciones sostenidas a sangre y fuego requieren muchas más tropas y son mucho más costosas que las incursiones relámpago. Rusia, por ejemplo, usó el doble de tropas, comparadas con la cantidad que Estados Unidos tiene en Irak, para sofocar a Hungría en 1956, y a Checoslovaquia en 1968, aunque la población de Irak es el doble de la cada uno de esos dos países.
La era del imperio
Vale la pena recordar porqué las potencias europeas se retiraron de sus colonias en los años ’50 y los ’60 luego de más de un siglo de repartirse el mundo entre ellas. Se les hizo cada vez más difícil y costoso aferrarse a ellas, una vez que surgieron los movimientos de liberación nacional, y todas las penurias de todas las clases se tradujeron en odio hacia la ocupación extranjera.
Al mismo tiempo, la dinámica económica del capitalismo empezó a ir en contra de la posesión directa de colonias. Las áreas de crecimiento más importantes para los mercados y para la inversión redituable se hallaban cada vez más en el seno de los países avanzados mismos. África, que fuera el centro de los conflictos inter-imperialistas motivados por divisiones de territorios hace un siglo, da cuenta hoy en día de alrededor del 0.6 por ciento de la inversión extranjera directa total, y América Latina sólo da cuenta de alrededor del 6 por ciento de ésta. El colonialismo europeo había dejado de ser un negocio redituable desde el momento mismo en que se topó con alguna resistencia incluso mínima.
Esto nos conduce al segundo agujero de la estrategia de la pandilla de Bush. El Medio Oriente es más importante para el capitalismo mundial que la mayor parte de África y que América Latina. Pero incluso aún así, no es para nada seguro que el capitalismo norteamericano gane más de lo que pierda si decide seguir el camino que lleva a una ocupación a sangre y fuego. El control del petróleo podría no llegar a costear automáticamente los gastos acarreados por la ocupación. Los expertos estiman que podría llevar hasta cinco para que la producción iraquí alcance sus niveles óptimos, e incluso entonces los bajos precios del petróleo deseados por los intereses internos norteamericanos para mantenerlos felices redundarían en limitados ingresos petroleros para las fuerzas de ocupación.
Las tropas norteamericanos estaban enfrentándose a una nueva resistencia por parte de los chiítas y los sunitas por igual a sólo 24 horas del colapso del régimen de Saddam. Si las tropas todavía están allí, en grandes cantidades, dentro de cinco años, cuando el petróleo mane en abundancia, es difícil ver cómo van a hacer para evitar una resistencia que será mucho más intensa. De hecho, incluso cantidades pequeñas de soldados pueden provocar un resentimiento inmenso, no sólo en Irak sino en toda la región. Después de todo, no hay más que 5.000 soldados estacionados de forma permanente en Arabia Saudita, y eso fue suficiente para hacer surgir a Al Qaeda.
Estos factores explican por qué la administración norteamericana, habiendo tomado Bagdad, está dividida por el eje en cuanto a cuál es el siguiente paso a dar. Un sector cree que la misión de Estados Unidos es reformular toda la región en función de sus propios intereses, no importa el tiempo que lleve. Se imagina que puede establecer regímenes pro-norteamericanos estables, gobernados por elites privilegiadas que sean capaces de obtener algún tipo de legitimidad a través de elecciones, como sucediera en América Central a finales de las guerras civiles y de las intervenciones norteamericanos de los años ’80. Otro sector insiste con que semejante tarea de “construcción de naciones” es demasiado onerosa, y que Estados Unidos debe salir de Irak tan rápido como sea posible, dejando en su lugar a un gobierno dócil, no importa cuán arbitrariamente sea constituido éste. Cualquier otro curso, sostiene este sector, plantea el riesgo de empantanarse como en Vietnam, y de tener que enviar cada vez más soldados sólo para mantener lo que ya tienen.
Con toda probabilidad terminará desembocando en lo peor de los dos escenarios planteados, ocupando el país con demasiados pocos soldados para hacerlo en forma efectiva, con sus soldados atacando a diestra y siniestra en su intento por mantener el control de una población cada vez más hostil, y aumentando cada vez más la hostilidad de ésta última. En su intento por establecer gobiernos dóciles, la ruta más fácil sería apoyarse en los mismos sunitas de clase alta y media en los cuales se apoyaba Saddam, y probablemente también en la mayor parte del aparato baatista que actuaría ahora con un nuevo nombre. Esto, por supuesto, alimentaría la oposición de los líderes religiosos chiítas y de las clases más bajas, oponiéndolas cada vez más a la presencia norteamericana, tornando a la retirada norteamericana difícil, pero haciendo al mismo tiempo más costoso para Estados Unidos mantener la ocupación, tanto económica como políticamente.
El tercer agujero en la estrategia norteamericana radica en su incapacidad para hacer otra cosa que no sea apenas arañar la superficie de los problemas más profundos que afectan al capitalismo norteamericano. Se le va a volver muy difícil traducir su poderío militar aumentado en cifras más favorables en las cuentas de las corporaciones norteamericanas. Sin lugar a dudas, va a ser más fácil para el gobierno norteamericano asustar a los gobiernos del tercer mundo para hacer que abran sus economías a las firmas norteamericanas, para hacer que sigan pagando sus deudas y para obligarlos a hacer lo que el FMI les diga. Sin lugar a dudas, habrá alguna mejoría en las ganancias de las compañías petroleras, de las de armamentos y de las contratistas, las cuales se han beneficiado directamente con la guerra. Pero esto no será suficiente como para exprimir al resto del mundo y así obtener las enormes sumas de plusvalía adicional que son necesarias para aumentar las tasas de ganancias en Estados Unidos al nivel en que supuestamente estaban hace cinco años. Y, sin un aumento en la rentabilidad, el gasto en armas y los recortes de impuestos no harán más que empeorar los problemas de la economía norteamericana, en lugar de mejorarlos.
Habrá una dependencia mayor de los flujos de préstamos provenientes del resto del mundo, un flujo interno que es muy fácil predecir que se interrumpirá, con resultados catastróficos, por la crisis interna o externa. Esta perspectiva aumentará las peleas internas en el seno de la clase dominante norteamericana, en cuanto a cómo solucionarla, con la pandilla del Proyecto para el predominio norteamericano en el siglo XXI tentada a lanzarse a más demostraciones de fuerza militar, con un malestar más profundo en los otros sectores alimentado por los resultados a que esto conduce.
La pandilla de Bush y sus generales necesitan reponerse de sus festejos por la victoria rápidamente, ya que es probable que tengan algo que celebrar dentro de un año o dos.
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