EL atentado suicida que ayer provocó la muerte de 16 israelíes en la ciudad de Jerusalén se produjo en una de las zonas más vigiladas por la policía y el ejército judíos, lo que pone en evidencia la enorme vulnerabilidad de la sociedad israelita y la no menos grande incapacidad de las autoridades de Israel para impedir este tipo de acciones.
Dicho en otras palabras, contra la estrategia de los atentados suicidas no hay defensa posible. Así lo revelan los 36 años de historia de la ocupación judía del territorio palestino. Y por ello, asimismo, la única salida posible a esta situación de horror es dar cumplimiento a las resoluciones de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) que ordenan el retiro de Israel de las tierras ocupadas.
Pero más allá de la obligación de los estados miembros de la ONU de acatar los ordenamientos emanados del organismo mundial, parece claro que en tanto no se cumplan éstos, las autoridades judías no podrán cumplir con su principal deber, que es dar seguridad y tranquilidad a su población. De modo que el retiro de los territorios ocupados significaría no sólo dar cumplimiento a la ley internacional, sino lo que es mucho más importante, sería el camino para lograr que, por fin, los habitantes de Israel puedan vivir con seguridad y tranquilidad.
Porque es cosa de imaginar cómo puede ser la vida para las familias judías sabiendo que la salida a la escuela o al trabajo, la diaria realización de las compras, la visita al dentista o los momentos de ocio en un café o en un bar pueden significar la pérdida de la vida, la mutilación, la orfandad o la viudez y el trauma sicológico de las víctimas directas e indirectas de los atentados suicidas que ha de padecerse por el resto de la existencia.
Contra esta cadena de sufrimientos no sirven de nada las represalias armadas y la eliminación física selectiva de los dirigentes palestinos que pone en práctica el gobierno de Israel. Más bien ocurre lo contrario: cada represalia es el anuncio anticipado de un nuevo atentado suicida. O, si se quiere, es igualmente válida la inversa: cada atentado suicida anuncia anticipadamente una nueva represalia.
Proseguir con la ocupación de Palestina podría encontrar alguna justificación desde el punto de vista del gobierno de Israel si las autoridades de este país fueran capaces de garantizar la seguridad y la tranquilidad espiritual de sus connacionales. Pero como lo demostró por enésima ocasión el atentado de ayer contra el autobús en Jerusalén, garantizar esa seguridad y esa tranquilidad es sencillamente imposible.
Como lo enseña la historia de otras ocupaciones, la resistencia es consustancial a la propia ocupación. Es el caso, por poner un ejemplo muy conocido, de la presencia colonial de Francia en Argelia. Es cierto que el gobierno del general Charles de Gaulle logró derrotar al Frente de Liberación Nacional de los argelinos, pero no es menos verdadero que la derrota de la resistencia no condujo a la continuación del régimen colonial, sino justamente a la extinción de éste y a la independencia de Argelia.
De estas enseñanzas históricas puede colegirse que los regímenes de ocupación no tienen futuro, pues producen su propio anticuerpo: la resistencia, lo que conduce a la interminable cadena de sufrimientos, como ésta de que es testigo el mundo, o al fin de la ocupación.
Vivir en la eterna angustia no es propiamente vivir. La sociedad israelita tiene derecho a una existencia tranquila y segura. Y es obligación de su gobierno lograr este propósito. Si por más de tres décadas la actual estrategia no ha dado esos frutos, ¿no es hora de intentar otras vías para lograr las anheladas seguridad y tranquilidad espiritual del pueblo judío?
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