Intelectuales y Académicos

Lula: ¿llegó el posneoliberalismo?

 

Autor: Emir Sader

Fecha: 8/7/2003

Fuente: America Libre


Cuba, Chile, Nicaragua ¿Brasil?


Cuba, 1959; Chile, 1970; Nicaragua, 1979. Las fechas vienen a la cabeza –principalmente del exterior- cuando se busca analizar la victoria de Lula y su ascenso como líder de origen obrero a la cabeza del Partido de los Trabajadores; pero ninguna de ellas da cuenta del significado de la elección de Lula a la presidencia del Brasil, en el 2002. No tanto por las particularidades de Brasil -enormes distancias separaban a Cuba de Chile-. Ni por las vías de triunfo de la izquierda -entre Cuba y Nicaragua, por un lado, con la vía insurreccional, y el Chile, por la vía electoral, las distancias no eran menores-.


Las diferencias principales vienen de los períodos históricos diferenciados en que ellas se dan, y de las situaciones muy diferentes que vive América Latina. La Revolución Cubana se daba en plena «guerra fría», en su período áureo aún, como una ruptura brusca con las zonas de influencia rigurosamente delimitadas, en un marco aún estrechamente respetado, que había permitido que los Estados Unidos hubiesen intervenido en Guatemala cinco años antes, en 1954, sin cualquier esbozo de reacción internacional. El triunfo cubano se daba igualmente, a pesar de esto, en un marco de expansión del llamado «campo socialista»: a menos de una década y media, la URSS salía fortalecida políticamente de la segunda guerra, se alzaba como potencia atómica, los países del este europeo se incorporaban a este campo, y a apenas diez años de la entrada de Fidel Castro y sus compañeros en La Habana, triunfaba la revolución en China. El clima de «desestalinización» aparecía como una «renovación democrática» de la URSS, como contrapunto -y eventual antídoto-, de las intervenciones militares en Hungría, Polonia, y en Alemania Oriental.


En la propia América Latina, a pesar de la «sorpresa» de la irrupción revolucionaria en el Caribe, el clima de efervescencia era creciente, desde la revolución boliviana de 1952, los gobiernos progresistas de Guatemala, iniciados en 1944 e interrumpidos por el golpe pro-norteamericano de 1954, las agitaciones contra las dictaduras de Trujillo en la República Dominicana, y en la Nicaragua de Somoza. En la América del Sur, la caída de Vargas y de Perón había cerrado un ciclo nacionalista, aunque las movilizaciones sociales se ampliaban, especialmente en el caso brasilero, que desembocaron en el golpe de 1964. La propia lucha armada se desarrollaba antes del triunfo cubano, en Colombia y en Nicaragua.


El período histórico de la bipolaridad EE.UU./URSS era al mismo tiempo, el de la polarización capitalismo-imperialismo/socialismo para los partidos, movimientos y frentes que luchaban en torno de la cuestión nacional o directamente anticapitalista. La revolución soviética había abierto el horizonte del socialismo y de la revolución como actualidades históricas. La propia revolución cubana, nacida de un movimiento antidictatorial, que rápidamente asumió una postura antiimperialsita, se transformó en poco tiempo en un régimen anticapitalista, como resultado de las opciones históricas de la época.


Lo mismo se puede decir del período en que se dio la victoria de Allende en Chile (1973), pero en un marco diferenciado para América Latina, envuelta en regímenes de terror, después de la derrota de la izquierda. Derrota de la izquierda tradicional, particularmente en el caso del gobierno Goulart en Brasil, apoyado por el Partido Comunista, y derrota de la vía insurreccional, con la muerte del Che en Bolivia en 1967, y los reveses en Venezuela, Perú, Guatemala. El gobierno de Allende se vio cercado por la agresiva actuación de la dictadura militar brasilera, en pleno apogeo, y por las articulaciones golpistas que inspiraba y alimentaba en otros países de la región -Argentina, Uruguay, el propio Chile-, como se revelaría un poco más tarde en forma clara.


Aún así el gobierno de Allende podría -teóricamente- contar con la URSS, y los países del este europeo, apoyo que nunca se terminó de materializar. China, como subproducto de la «diplomacia del ping-pong» a la que había adherido a partir de 1971, no sólo no apoyó, sino incluso se opuso al gobierno de Allende, como una experiencia más «pro-soviética». Cuba apoyó abiertamente al gobierno chileno, que pudo contar también con las simpatías del gobierno nacionalista militar de Velazco Alvarado y del gobierno mexicano de Luis Echeverría. Como producto de la época y de la coalición que lo apoyaba -partidos comunista y socialista-, el gobierno de Allende se proponía una ruptura con el capitalismo, a partir de la expropiación de los 150 principales monopolios existentes en la economía, lo que configuraría una forma de socialización o de estatización de los grandes medios de producción.


La victoria sandinista se da aún en este período histórico, pero inserta en la dinámica de victorias internacionales de los años 70, que se habían dislocado desde América Latina para Asia y África, con el triunfo vietnamita y en el conjunto de Indochina, con la independencia de las ex-colonias portuguesas en África, con la victoria de la revolución iraní, y aún en el Caribe, con el surgimiento de un régimen izquierdista en Granada. Las guerrillas habían resurgido en Guatemala y se habían desarrollado en El Salvador, revelando un cuadro diferenciado de América Central, en relación al reflujo en América del Sur. La entrada victoriosa de los sandinistas en Managua se volvió posible también, porque las derrotas norteamericanas en el plano externo -Indochina- e interno -movimiento por los derechos civiles, de rechazo a la participación en la guerra, la crisis de Watergate- produjeron un hiato, por el reflujo momentáneo de las políticas intervencionistas norteamericanas durante la presidencia de Jimmy Carter.


Desde entonces se dieron cambios radicales en el mundo, que alteraron no sólo la correlación de fuerzas dentro del período histórico, sino el propio período que pasamos a vivir, con reflejos directos en América Latina. Sin entrar en la extensión y en la profundidad de los cambios en las dos últimas décadas, basta citar que con la desaparición del entonces llamado «campo socialista», desaparición del horizonte histórico del socialismo y la revolución anticapitalista como actualidades históricas -en el sentido en que Lukács había pensado la «actualidad histórica» del socialismo a partir de 1917, en su libro sobre Lenin. Bastaría esto para insertar los triunfos de la izquierda en un marco diferenciado de aquél en el que, por ejemplo, se insertaba la victoria chilena -que se proponía formar parte del movimiento histórico en desarrollo de construcción mundial del socialismo- o del triunfo sandinista -que pretendía ser parte componente del Movimiento de Países No Alineados y del entonces llamado «Tercer Mundo». Porque el fin del «campo socialista» formó parte del nuevo período histórico, dominado por la hegemonía unipolar de los Estados Unidos, y por las políticas neoliberales, con todas las transformaciones que ella introdujo en la economía, en las relaciones sociales, en la política y en la ideología contemporáneos.


Entre los cambios más significativos del nuevo período histórico, estuvieron la casi desaparición de los partidos comunistas, la reconversión neoliberal de la social-democracia y de muchos nacionalismos de la periferia capitalista, entre ellos notablemente el peronismo en Argentina y el PRI en México, el debilitamiento de los movimientos sindicales. Conforme el capitalismo asumía el neoliberalismo como su proyecto hegemónico, la izquierda pasó a definir su campo por la lucha antineoliberal. Los movimientos sociales surgidos en este período -como el movimiento zapatista, el MST, el propio Foro Social Mundial, así como las nuevas movilizaciones de masas iniciadas en Seattle, definieron como su objetivo la lucha contra el neoliberalismo.


Del antiimperialismo y del anticapitalismo al antineoliberalismo


Es en este horizonte en el que se da la victoria de Lula en el Brasil, en 2002. En un país como Brasil, con todas sus particularidades. Un país caracterizado, a lo largo del siglo XX por el atraso relativo de su estructura social y de su izquierda, en relación a países comparables en el continente como Argentina y México. Su economía permanece predominantemente agrícola y su estructura social mayoritariamente rural hasta entrada la segunda mitad del siglo 20. No dispone de nada comparable a la urbanización y a los niveles de escolaridad de Argentina, ni de un movimiento popular como aquel que había protagonizado la revolución mexicana y realizado la reforma agraria.


La modernización brasilera se da en América Latina de manera más o menos similar a aquella vivida por la Prusia bajo el régimen bismarquiano. Desatada por Getulio Vargas como reacción a la crisis de 1929 y sus consecuencias en el Brasil, ella tuvo otros dos ciclos, de forma significativa y coherente con su carácter conservador -tal cual la bismarquiana- tuvo en dos regímenes dictatoriales -el de Vargas (1930-1945) y en su retorno como presidente electo, pero con fuerte continuidad con el período anterior- y las dos dictaduras militares con la ideología de la «seguridad nacional» -entre 1964 y 1985-. El otro fue el período presidencial posterior al suicidio de Vargas (1954), dirigido por el «desarrollismo» de Juscelino Kubistchek.


Si el primer período introdujo el sindicalismo legal en el país, lo hizo de forma totalmente vinculada al Estado, en el modelo de la «Carta del Lavoro» de Mussolini, restringiendo su vigencia a los trabajadores urbanos de empresas privadas, generando un foso entre el destino de los trabajadores urbanos y el de los trabajadores rurales, dejando a estos relegados al dominio del latifundio, que políticamente formaba parte del bloque de fuerzas de apoyo a Vargas. La industrialización asumió así un carácter ambiguo: al mismo tiempo que promovió la mayor inmigración y ascenso social de la historia brasilera, llevando a millones de trabajadores del campo para las ciudades, de la informalidad del trabajo rural para el contrato formal del trabajo en la industria, en la construcción civil o en el sector de servicios, transformó la estructura productiva del país en pocas décadas, uniendo el Brasil a uno de los grandes fenómenos del siglo XX: la industrialización en países de la periferia del capitalismo.


Al mismo tiempo, sin embargo, al no ser acompañado de la reforma agraria, al dirigir la producción -especialmente en el ciclo de las dictaduras militares- para la esfera del consumo de lujo dentro del país y para la exportación, al restringir los derechos de las masas de trabajadores, la expansión económica reprodujo la peor distribución de renta del mundo. El Brasil se transformó en cinco décadas de país rural en país urbano, de una economía agrícola en una economía industrial y de servicios. El Brasil pasó a ser la mayor economía de América Latina, pero al mismo tiempo, la sociedad más injusta del continente. El atraso económico y social se reflejó en el atraso en la formación de las organizaciones sociales y políticas de la izquierda brasilera. La fundación de los partidos comunistas y socialista en el Brasil, datan más o menos de los mismos años que en otros países del continente, bajo el fuerte influjo de la victoria bolchevique. Sin embargo, el cuadro social en que surgen es mucho más rudimentario desde el punto de vista de la constitución de las clases y hasta incluso del sentimiento nacional en el Brasil. El país aún es una economía primario exportadora de tipo clásico en los años 20 del siglo pasado, el pensamiento social crítico aún da sus primeros pasos, la vida académica es muy incipiente, en comparación con México y con Argentina.


Esto se expresa también en la debilidad de los sindicatos y en la ausencia de formas de organización de los trabajadores en el campo, donde se concentra la gran mayoría de la fuerza de trabajo del país. Para medir el atraso relativo del proceso de constitución de las clases sociales, es preciso recordar que apenas en 1888 -dos décadas antes de la revolución mexicana, y tres décadas antes de la reforma universitaria de Córdoba y de la revolución bolchevique- termina formalmente en el país la esclavitud. Cuando se da la reforma universitaria en la Argentina, el Brasil está fundando su primer universidad. Brasil tendrá su primer central sindical apenas en la década del ochenta del siglo pasado, después de las dictaduras militares de los años 60 y 70. La primer elección presidencial mínimamente representativa, se dará casi en la mitad del siglo XX -en 1945-, pero la continuidad institucional demorará un poco -hasta 1064-. Cuando es retomada, en 1985, el Brasil tendrá un presidente civil -José Sarney, elegido de forma indirecta por el Congreso (1985-1990) con representantes nombrados por la dictadura militar en su composición- un presidente civil que será objeto de «impeachment» (juicio político NR) por corrupción, Fernando Collor de Mello (1990-1992), su vicepresidente para cumplir el mandato, Itamar Franco (1992-94)- y un presidente -Fernando Henrique Cardoso- que electo, impone su propia reelección, alterando la constitución, incluso con métodos comprobadamente ilícitos. Como resultado, Brasil tiene sólo un presidente civil -Juscelino Kubistchek (1955-1960), elegido por el voto directo de la población, que entrega regularmente la presidencia a su sucesor- en este caso un opositor, el populista de derecha Jânio Quadros, que renunciará siete meses después de su posesión (1961). Una vida democrática poco continua se combina -no por casualidad- con un capitalismo que reproduce como ningún otro en el mundo la concentración de renta y de patrimonio, con una burguesía acostumbrada a no correr riesgos electorales. Cuando el proceso político salió de su control -en 1961, con la renuncia del candidato que habían apoyado y su sucesor, de centro izquierda (João Goulart) asumió, apelaron tres años después a la dictadura militar, que duró más de dos décadas. Cuando en la primer elección directa para presidente de la república en el Brasil en tres décadas, presintieron la posibilidad de victoria de un candidato de izquierda -Lula-, se entregaron en brazos de un aventurero -Fernando Collor-que acabó siendo depuesto tres años después.


La izquierda brasilera, a su vez, es hija directa del desarrollo desigual y combinado del capitalismo brasilero. Se apoya en el fuerte ciclo de desarrollo industrial llevado a cabo por la dictadura militar, aprovechándose que habían tomado el poder aún durante la vigencia del largo ciclo expansivo del capitalismo internacional, que al mismo tiempo extendió y renovó a la clase trabajadora brasilera. Fue del sindicalismo de base de la industria automovilística de la periferia de su mayor metrópoli -Sao Paulo-, que nació el eje original del PT y el propio Lula como principal líder sindical que desafió a la dictadura militar. Se apoya también en la no realización de la reforma agraria en el segundo país mayor productor de granos del mundo, con una brutal concentración de la propiedad rural, y niveles alarmantes de hambre y de miseria. Fue apoyado en la explosividad de la cuestión agraria en el Brasil -en el que la cuestión de la esclavitud derivó en la cuestión agraria- que la izquierda pasó a contar con el principal movimiento campesino de su historia, el Movimiento de los Sin Tierra (MST). Se apoya en una intelectualidad crítica con gran capacidad creativa, que generó un pensamiento social en condiciones de colocar las bases para una interpretación alternativa de la historia y de la cultura brasilera -en la cual se des-tacan, entre otros, Caio Prado Jr., Celso Furtado, Florestan Fernandes, Darcy Ribeiro, Antonio Cândido, Sergio Buarque de Holanda-. Cuenta también con técnicos y cientistas forjados en la investigación pública, paralelamente al desarrollo industrial y universitario del país.


La caída de la dictadura fue seguida por un período político decisivo en la configuración actual de la historia brasilera -la contradictoria década del 80. Si ésta fue caracterizada como una «década perdida» en términos económicos -cuando en realidad se trata del inicio de décadas de bajo crecimiento y de pérdida del impulso económico de las décadas anteriores y no apenas de una década excepcionalmente negativa-, tuvo un fuerte movimiento de construcción, por primera vez en la historia brasilera, de una izquierda independiente, con gran fuerza de masas. Se fundaron el Partido de los Trabajadores (PT), la Central Única de Trabajadores (CUT), el Movimiento de los Sin Tierra (MST), entre otras. El fuerte impulso antineoliberal de esa década -que incluyó una «constitución ciudadana», como la bautizó su presidente, Ulisses Guimarães, para destacar su carácter de afirmación de derechos- desembocó en la casi elección de Lula presidente del Brasil en 1989, en un reñido segundo turno contra Collor de Mello, menos de diez años después de la fundación del PT y a apenas cuatro años del final de la dictadura militar.


La fuerza acumulada en esta década fue suficiente para inviabilizar el gobierno de Collor de Mello, golpeándolo en su lado más frágil -el patrimonialismo tradicional de las élites políticas brasileras, en este caso representada en un joven político de origen de partidos de la dictadura, del nordeste del país, región más fuertemente marcada por estos trazos de atraso político. Las denuncias de corrupción acabaron derribando a Collor de Mello, que fue sucedido por la versión brasilera de la conversión neoliberal de la socialdemocracia, con Fernando Henrique Cardoso.


Fue el fracaso del neoliberalismo tardío de Cardoso el que propició el favoritismo de Lula en las elecciones presidenciales de 2002. La izquierda brasilera, expresada en su partido más fuerte y representativo, el PT, había nacido con una propuesta programática general de «socialismo democrático», -sin por esto identificarse con la socialdemocracia y su proyecto de «democratización del capitalismo» -, sino buscando diferenciarse del modelo soviético. Este modelo, que nunca fue especificado en términos políticos o programáticos, refleja una voluntad general de ruptura con el capitalismo.


Al poco tiempo el PT, nacido de los movimientos sociales de resistencia a la dictadura y de la denuncia del carácter conservador de la transición a la democracia, se fue institucionalizando, al participar sistemáticamente de las elecciones, elegir bancadas de parlamentarios y a los pocos prefectos e incluso a gobernadores de estado. El fracaso prematuro del proceso de democratización conservadora, proyectó al PT precozmente al centro de la lucha hegemónica. Su proyecto de radicalización de la nueva democracia, con la profundización de su contenido social, a través del cual pretendía fortalecer los derechos de los trabajadores y de otros contingentes sociales postergados, incorporó modalidades de gobierno basadas en el presupuesto participativo -a partir de la experiencia pionera de Porto Alegre- y de moralidad en la administración pública.


Esta plataforma no fue suficiente para resistir a la avalancha representada por la versión brasilera del Consenso de Washington -el Plan Real, plan de estabilización monetaria del gobierno Cardoso- con sus promesas de ingreso a la modernidad vía ajuste fiscal. Así Cardoso fue elegido en el primer turno de las elecciones presidenciales de 1994 y reelecto 1998 -de la misma forma que lo fueron Menem y Fujimori-, consiguiendo esconder que su modelo económico se agotaba y el Brasil se encontraba al borde de la quiebra económica, lo que se reveló un mes después de las elecciones, desembocando en la crisis brasilera de enero de 1991 y el nuevo préstamo del FMI, paralelamente a la desvalorización de la moneda brasilera.


El rechazo por más de tres cuartos del electorado ya en la primer vuelta de las elecciones presidenciales re-veló el fracaso del proyecto del gobierno de Cardoso. Su candidato, el ex-ministro de planeamiento y de salud de su gobierno y viejo correligionario de Cardoso por más de tres décadas, José Serra, obtuvo apenas el 23% de los votos. La coalición gubernamental se dividió -como resultado más del fracaso y de la impopularidad del gobierno, que de los métodos virulentos de imposición de la candidatura de Serra aunque éstos hayan contado-. Serra representaría la retomada de un proyecto de desarrollo, intentando -en el estilo de la fracasada «tercera vía» de Fernando de la Rúa- compatibilizar el modelo del FMI de ajuste fiscal con el desarrollo económico, anclado en la gran burguesía industrial paulista. Con esto, se acabó incompatibilizando con el partido que representa básicamente a la oligarquía agraria del nordeste -el Partido del Frente Liberal-, que se dividió y se distanció del candidato del gobierno. Estas condiciones facilitaron el éxito de Lula. Este optó por un programa de salida del neoliberalismo, basado en la alianza del capital productivo contra el especulativo. Para esto eligió a un gran empresario industrial, senador por el segundo gran estado del país -Minas Gerais- como candidato a vice-presidente, y un programa de reactivación económica centrado en la caída de la tasa de intereses, para incentivar el crédito a la inversión y al consumo, generando así una espiral virtuosa en la economía, en el estilo keynesiano clásico. Con la recuperación del crecimiento, sería posible contemplar la reactivación del mercado interno de consumo de masas, con distribución de la renta, fortalecimento del nivel de empleo, elevación de la renta de los trabajadores, favorecimiento de las pequeñas y medianas empresas, extensión de la reforma agraria y, con ella, de la producción de alimentos para el mercado interno, reforma tributaria para incentivar la producción y las exportaciones. Buscando excitar una fuga aún más acentuada de capitales, Lula se comprometió a cumplir los compromisos vigentes y se pronunció a favor del nuevo préstamo del FMI, para aumentar las reservas del país, a pesar de criticar los condicionamientos en relación a los límites del déficit presupuestario.


¿Un posneoliberalismo a la brasilera?


En estos términos, ¿qué significa o puede significar la elección de Lula para la presidencia del Brasil?


Se trata de la primer tentativa concreta de ruptura con el neoliberalismo, aún cuando el programa de Lula es de una salida gradual de la lógica neoliberal prevaleciente en el país durante más de una década. ¿Qué condiciones Lula, el PT y el Brasil tienen para protagonizar el posneoliberalismo?


Cuentan, en primer lugar, con una izquierda -en los planos social, político, institucional y cultural- con fuerza acumulada en las décadas anteriores, como ningún otro país del mundo puede contar. Cuentan, además de esto, con una economía menos debilitada que las de los otros países similares del continente- Argentina y México-, menos desnacionalizada, con mayor capacidad de resistencia, sea en la producción para el mercado interno, sea en la competitividad externa.


Cuentan también con una crisis de legitimidad del neoliberalismo en el plano internacional y un agotamiento de sus políticas, de lo que la crisis argentina es la expresión más aguda. Según el propio ejemplo del gobierno norteamericano, el modelo de desregulación es adaptado o modificado, y los organismos internacionales se declaran condescendientes con la reestructuración de las deudas. Cuentan con un deseo de cambios ampliamente expresado en la población brasilera, y la expectativa de cambios en la opinión pública internacional.


Sin embargo, se tienen que enfrentar a una herencia dramática, en los planos económico, financiero y social. El grado de financierización de la economía brasilera representa grados de compromiso económico inmediato, y de restricción de los márgenes de acción del nuevo gobierno muy graves. En las condiciones actuales, ningún tipo de ruptura con el FMI es posible de inmediato, obligando a duras renegociaciones de las deudas, especialmente con los bancos Morgan y City Bank, principales detentadores de los papeles de las deudas latinoamericanas.


El gobierno Lula tendrá un primer año muy difícil, por la herencia que recibe. No podrá presumiblemente contar, por lo tanto, por mucho tiempo, con la luna de miel que ciertamente se instalará en el país después de su victoria. Tendrá que oponerse a las tendencias recesivas mediante el incentivo a la pequeña y mediana empresa, al mercado interno de consumo popular, a la expansión de la producción alimentaria, por el apoyo a la reforma agraria, para poder avanzar en el plano social, ya desde el comienzo de su gobierno.


La baja de la tasa de intereses, con que arranca Lula, se enfrentará de inicio con la fuga de capitales y con los déficits de la balanza de pagos, que requieren la continuidad del ingreso de capitales, atraídos por las tasas de intereses reales más altas del mundo mantenidas por el gobierno de Cardoso. Será un juego difícil e inestable en la política cambiaria, entre la manutención de la estabilidad -eminentemente recesiva, en los moldes actuales- y la recuperación del desarrollo y la expansión de las políticas sociales preconizados por Lula. De cualquier manera, el efecto simbólico de su elección, por sí sólo, constituye un marco inigualable en la política brasilera y acerca la posibilidad del ingreso del país, y tal vez de América Latina, en una era posneoliberal. Por su origen social, por su trayectoria, por las características de su partido y de los movimientos que lo apoyan, la elección de Lula puede ser un marco tan importante, como aquellos enunciados en el comienzo de este artículo, aún con ambiciones de transformaciones menos ambiciosas que ellos. Esta importancia se da, en primer lugar, porque aún vivimos un período histórico muy desfavorable para la izquierda en el continente y en el plano internacional en general. Hay señales de recuperación de movimientos sociales y cívicos de resistencia, hay articulaciones importantes como el Fórum Social Mundial, pero el de Lula sería el primer gobierno que encarne un programa de salida del neoliberalismo de forma articulada en los planos interno y externo. (La política económica de Hugo Chavez, en Venezuela, no puede ser caracterizada como una política antineoliberal, aunque sus pronunciamientos y posiciones políticas internacionales inequívocamente lo sean.) Sería un paso adelante, nuevo, en un cuadro aún muy negativo y por esto la novedad tendría un mayor destaque, por el contraste con el paño de fondo de la hegemonía casi absoluta del neoliberalismo en las dos décadas pasadas.


En segundo lugar, porque se dará en un país de más peso internacional que Cuba, Chile o Nicaragua y en un marco en el que la posición internacional del Brasil -por ejemplo, en relación al Alca y también a la crisis argentina- puede tener un peso considerable.

En tercer lugar, porque la recuperación de las movilizaciones internacionales contra el neoliberalismo y la crisis de legitimidad de éste, generaron un espacio de liderazgo que puede ser ocupado por Lula, en el caso de que consiga desarrollar una política internacional activa, creativa y diversificada, teniendo sus acciones potencializadas por la ausencia de liderazgos de países de cierto peso que se opongan al consenso neoliberal. Se discute la posibilidad del posneoliberalismo hace algún tiempo, se vive la contradicción entre la fuerza de las transformaciones regresivas producidas por él y sus consecuencias sociales negativas, con claros reflejos en una crisis ideológica de legitimidad. Lula tiene la posibilidad de inaugurar el posneoliberalismo y una nueva etapa histórica de la izquierda en América Latina y en el plano internacional, superando la crisis de identidad de un país, al mismo tiempo idolatrado en la música y en los deportes y demonizado por su crueldad social. Brasil ya nunca más será el mismo después del gobierno Lula. Tal es la dimensión de su victoria para el país. La cara con que el Brasil saldrá de la presidencia de un migrante nordestino, obrero de la construcción, líder sindical y dirigente izquierdista, es el mayor test para la izquierda en las últimas décadas, el primer gran desafío del nuevo siglo.


     

 

   
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