Latinoamérica

El destino sudamericano se cumple en Bolivia

 

Autor: Oscar Raúl Cardoso

Fecha: 18/10/2003

Fuente: Diario Clarin (Argentina)



Las renuncias forzadas de los presidentes se están convirtiendo en uno de los nuevos flagelos institucionales de la democracia en la América latina del nuevo siglo. Después de la dimisión del hoy casi olvidado Jamil Mahuad en Ecuador en enero del 2000, de la huida cinematográfica al exterior del peruano Alberto Fujimori en noviembre del mismo año y del opaco final de Fernando de la Rúa en medio de las llamas del incendio social argentino en diciembre del 2001, parece apropiado pensar si esta nueva enfermedad no es reemplazo del virus de los golpes militares que fue castigo hasta hace poco más de dos décadas.

Esta es la dimensión más inquietante del nuevo desarrollo en la tendencia, la renuncia del boliviano Gonzalo Sánchez de Lozada después de haber cumplido muy poco más del primer año de su mandato constitucional y de haberse dado de bruces con una censura popular que le llegaba desde casi todos los costados de la sociedad que intentó gobernar.

El desenlace de ésta, la más reciente crisis boliviana, es también revelador porque sugiere con nitidez los límites en la capacidad de los actores del proceso y ofrece enseñanzas que pueden ser empleadas para entender muchos problemas de la región.

Bolivia tiene un cuerpo social que es más sufrido y combativo que el promedio latinoamericano —no se contenta con batir cacerolas, precisamente— y que mostró estos días a los protagonistas del enfrentamiento con las fuerzas de seguridad como herederos de los tozudos mineros que, en la segunda mitad del siglo pasado, no temían atrincherarse en los socavones para resistir a las tropas del gobierno, armados sólo con cartuchos de dinamita y sus cigarros para encenderlos.

No es verdad, como sostiene el discurso predominante hoy, que los alzamientos populares y la paz social deban ser valorados sólo y siempre desde la perspectiva de las "fuerzas del orden". Hay momentos en que la contestación social —y los agravios que la materializan— deben ser apreciados también por el coraje que encarnan y, ciertamente, por la justicia de lo que demandan.

En Bolivia toda la convulsión puede haberse desatado ocasionalmente por la oposición al proyecto de un gasoducto, en especial cuando la propuesta de Sánchez de Lozada quería dejar en el país apenas el 18% de las utilidades que arrojaría la venta al exterior del último de los grandes recursos naturales de un país en el que los otros —plata, estaño, etcétera— fueron sistemáticamente depredados.

Pero en el corazón de la protesta está también el hecho de que, aun con más intensidad que en otros lados, las políticas de privatización y de deserción del Estado del proceso social, comunes en las dos décadas pasadas en América latina, se han probado ineficientes y socialmente dañinas.

¿Quién puede negar datos básicos? Más de la mitad de los ocho millones de bolivianos subsisten con dos dólares —o menos— de ingreso diario; dos tercios de la sociedad tiene origen étnico indígena, pero el proceso político parece diseñado para limitar su participación en el destino nacional. Salvo cuando como en estos días ganan las calles con ira.

La víctima aparente de esta hora, Sánchez de Lozada, conoce bien esta realidad porque fue uno de sus principales arquitectos. Primero como ministro en los 80 y una vez antes de esta fallida gestión como presidente, en los 90, el septuagenario Goñi se convirtió en adalid del modelo de organización neoliberal con una fuerza que hace palidecer a pares contemporáneos como el mexicano Carlos Salinas, el argentino Carlos Menem o el brasileño Fernando Collor de Mello, por citar sólo a algunos.

Sólo el hecho de que Bolivia sea un país más pequeño y pobre le quitó algo de la relevancia de los otros; pero no conviene equivocarse, Goñi fue también una luminaria del Consenso de Washington. Como los otros, no fue sólo la visión de una Bolivia "moderna" la que alimentó su fe: Gonzalo Sánchez de Lozada desarticuló el sector estatal minero —sumiendo en el desamparo a decenas de miles de trabajadores del sector— y hoy su familia opera al menos tres de los grandes yacimientos minerales que fueron a manos privadas.

Ahora bien, en paralelo con esta realidad, Bolivia tiene un sistema político apto para la componenda. Esto es lo que le permitió llegar al Palacio Quemado por segunda vez. En comicios de voluntad fraccionaria —once fórmulas compitieron— recibió menos del 23% de los votos al frente de una virtual coalición encabezada por su partido, el Movimiento Nacional Revolucionario, de engañoso nombre. En tanto el dirigente cocalero Evo Morales obtuvo apenas un uno por ciento menos, propuesto por una única agrupación: el Movimiento al Socialismo. El Congreso, que absorbe la capacidad de arbitrar en estas circunstancias, hizo del previsible Goñi un presidente.

El descontento con sistemas democráticos demasiado imperfectos y la ilusión de componendas de dirigencias que prefieren obviar lo evidente son elementos comunes que se pueden rastrear hasta las crisis de los otros renunciantes ya citados y de otras en ciernes, como la que amaga cada tanto, por ejemplo, en el Perú de Alejandro Toledo.

La idea misma de la democracia —y ciertamente su estabilidad— está en serios problemas y no tenemos certeza de entender la cuestión. Porque no importa cuán detestables puedan parecer los presidentes tumbados por la ira popular —como Fujimori o el propio Sánchez de Lozada— o cuán irrelevantes los consideremos para el destino de sus sociedades —fue el caso de De la Rúa—, los mandatos constitucionales son contratos que demandan cumplimiento. Si la salida institucional en Bolivia termina siendo —y hay ya algunos indicios— una que intente perpetuar el modelo de estas décadas habrá seguramente que enfrentar más fracasos.


     

 

   
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