Teoria,
cultura y genero
Feminismo latinoamericano
Entre la insolencia de las luchas populares y
la mesura de la institucionalización *
por Andrea D'Atri
“Elegir entre la mesura y la
insolencia tiene que ver con estrategias políticas (...).
La exigencia desde la dominación de ‘buenas maneras’
va más allá de una exigencia de cortesía,
es un modo muy frecuente, por el contrario, de imponerle inautenticidad
al rebelde, de hacerlo renunciar a su contra-cultura, a su ilegalidad
y a su contra-lenguaje.”
Julieta Kirkwood, 1990
A fines de la década del ’60, una nueva generación
de mujeres jóvenes dio origen a los movimientos feministas
en las grandes metrópolis de Estados Unidos y Europa, que
se conocieron como la “segunda ola”. Influenciadas
por estas experiencias y por el contacto con literatura que provenía
de los países centrales, muchas latinoamericanas –fundamentalmente
de clase media- iniciaron la formación de grupos de reflexión
(concienciación) y activismo por los derechos de las mujeres.
Pero el movimiento en su conjunto nunca llegó a alcanzar
la masividad que tuviera en los países centrales. “Inicialmente
eran mujeres del amplio espectro de clase media; una parte significativa
provenía de la amplia vertiente de las izquierdas, entrando
rápidamente en confrontación con ellas por la resistencia
para asumir una mirada más compleja de las múltiples
subordinaciones de las personas y las específicas subordinaciones
de las mujeres.” (Vargas, 2002).
El surgimiento de estos grupos se dio en el marco de una aguda
radicalización de la lucha de clases que, en el continente,
se manifestó en el ascenso obrero y popular cuyas expresiones
más destacadas fueron los cordones industriales chilenos,
la semiinsurrección del Cordobazo en Argentina, las movilizaciones
estudiantiles de las que Tlatelolco (México) puede considerarse
la experiencia más aguda y la entrada en escena de numerosos
movimientos de guerrilla urbana y campesina.
Los grupos feministas, por tanto, se vieron envueltos rápidamente
por la aguda lucha de clases en el continente que exigía
definiciones y compromisos. Como señala Leonor Calvera
en su historia del feminismo argentino: “En el sentido de
los enfrentamientos, la marea de partidismo que nos circundaba
no dejó de golpear fuertemente en el interior del grupo:
reprodujimos viejos antagonismos tradicionales e inventamos otros.
Los análisis tomaban cada vez menos a la mujer como eje
y se desplazaban hacia esquemas de clase.” (Calvera, 1990).
A mediados de los ’70, sin embargo, la derrota de ese ascenso
a través de la contrarrevolución sangrienta en los
países latinoamericanos, abrió el curso a una nueva
ofensiva imperialista en la región que luego se conoció
con el nombre de “neoliberalismo”.
Los regímenes dictatoriales que se asentaron en gran parte
del continente, impidieron el desarrollo del movimiento feminista,
no sólo por la instauración de una ideología
reaccionaria basada en la defensa de la tradición y la
familia, sino también por la persecución política
y el terrorismo de Estado con sus secuelas de torturas, exilios
forzados, cárcel, desapariciones y asesinatos de activistas
sociales, gremiales y políticos.
La polarización social que vivían nuestros países
también se traducía en las visiones que se tenían
del feminismo: la derecha consideraba a las feministas como subversivas
y contestatarias; la izquierda, por el contrario las tildaba de
“pequeñoburguesas”.
Si bien, algunos grupos feministas realizaron acciones durante
los regímenes totalitarios y otras mujeres mantuvieron
reuniones de reflexión y estudio en un clima de hostilidad,
lo cierto es que el movimiento feminista recupera protagonismo
recién a principios de los ’80, con la caída
de las dictaduras y la instauración de los nuevos regímenes
democráticos burgueses en toda la región. La dictadura
logró cortar, en gran medida, los hilos de continuidad
con la etapa anterior. Muchos de los planteos iniciales del feminismo
de los ’70 volvieron a rediscutirse. En cierto sentido,
los años del terror obligaron a que, una vez instalados
los regímenes democráticos, las feministas tuvieran
que “volver a empezar”.
Esta historia reciente de los últimos veinte años
del feminismo latinoamericano está cruzada por numerosas
discusiones políticas y teóricas. Sin embargo, aunque
los documentos de los Encuentros Feministas de Latinoamérica
y el Caribe están disponibles y destacadas protagonistas
del movimiento han escrito diversas “historias” parciales
de su propia práctica colectiva, no existe una historia
crítica del feminismo latinoamericano que intente vincular
estas discusiones políticas y teóricas, sus fragmentaciones,
encuentros y desencuentros, alianzas, rupturas y nuevas prácticas
con la situación de la lucha de clases en el continente
durante el mismo período, en la cual muchas veces las mujeres
son protagonistas indiscutibles.
Su realización excede los límites y las posibilidades
de este artículo. Sin embargo, consideramos necesaria la
reflexión sobre la práctica feminista y los períodos
en que se desarrolla, incorporando un análisis de la política
del imperialismo hacia nuestro continente, los regímenes,
los distintos flujos y reflujos de la lucha de clases, y su relación
con la opresión de las mujeres latinoamericanas. Consideramos
que el objetivo que debiera trazarse para esa revisión
crítica tendría que ser, recuperando la historia
y sus lecciones, la construcción de un movimiento feminista
que, junto a las mejores tradiciones de su batalla contra la opresión
patriarcal, soldara su destino –de manera práctica
y efectiva- con el de los millones de mujeres obreras y campesinas
que luchan contra la explotación en este continente permanentemente
expoliado y avasallado.
Feminismo, democracia y derechos humanos
“Democracia en el país
y en la casa”
Feministas chilenas, década del ‘80
En los ’80, la derrota de Argentina en la guerra de Malvinas
ya había actuado como un disciplinador para el continente
y todo el mundo semicolonial. La lección aprendida fue
la de que no había que enfrentarse al imperialismo, que
éste era invencible. Además, la guerra sucia de
la “contra” armada por EE.UU. en Nicaragua y la desarticulación
de la revolución a través de pactos y la cooptación
de algunos sectores de la guerrilla, terminaron de cerrar el cuadro
de esta ofensiva imperialista que fragmentó y puso a la
defensiva al movimiento obrero y popular. Ese fue el telón
de fondo de las “transiciones a la democracia”, que
se convirtió, entonces, en la política privilegiada
del imperialismo norteamericano hacia nuestro continente, como
respuesta defensiva frente a la emergencia de la movilización
independiente de las masas contra estos mismos regímenes
dictatoriales, que ya se encontraban profundamente desprestigiados.
Las democracias del continente fueron, finalmente, los regímenes
que garantizaron la continuidad de los planes económicos
que significaron la pérdida de enormes conquistas del movimiento
de masas. Con el desparpajo que le es característico, el
ideólogo del imperialismo Henry Kissinger sostiene en su
libro La diplomacia: “Los Estados Unidos no aguardarían
pasivamente a que evolucionaran las instituciones libres, ni se
limitarían a resistir a las amenazas directas a su seguridad.
En cambio, promoverían activamente la democracia, recompensando
a aquellos países que cumplieran con sus ideales, y castigando
a los que no cumplieran (aún si no presentaban un desafío
o una amenaza para los Estados Unidos). (...) Y el equipo de Reagan
fue congruente: hizo presión sobre el régimen de
Pinochet en Chile y sobre el régimen autoritario de Marcos
en Filipinas a favor de una reforma; el primero fue obligado a
aceptar un referéndum y unas elecciones libres, en las
que fue reemplazado; el segundo fue derrocado con ayuda de los
Estados Unidos.”
Durante el período represivo y particularmente durante
los primeros años de la democracia, los grupos de derechos
humanos tuvieron un gran protagonismo en nuestro continente. Estos
movimientos, organizados para denunciar las torturas, las desapariciones
y los crímenes de las dictaduras, fueron protagonizados
fundamentalmente por mujeres (madres, abuelas, viudas). Por un
lado, el que hayan sido mujeres quienes visiblemente encabezaron
esta denuncia y las luchas posteriores por el castigo a los responsables
del terrorismo de Estado, y por otro lado, la política
–especialmente de los EE.UU.- de priorizar los derechos
humanos en la agenda internacional, fueron dos elementos claves
para entender el cambio producido en el lenguaje y las formas
del reclamo feminista.
El acercamiento militante de las feministas, muchas de ellas llegadas
del exilio, a las mujeres que incluso bajo los regímenes
del terror ya se habían organizado en el reclamo de sus
familiares desparecidos, presos y torturados más los términos
de Democracia y Derechos Humanos instalados en la agenda pública
permitieron el trasvasamiento de las demandas feministas a un
lenguaje novedoso, a través de la política partidaria,
los organismos internacionales y los grupos de trabajo local.
Fue el período de las conquistas de derechos civiles fundamentales,
lucha en la que el feminismo tuvo un evidente compromiso: el divorcio
vincular, la patria potestad compartida, las leyes relativas a
la violencia doméstica, aspectos parciales relativos a
derechos sexuales y salud reproductiva, etc.
En la década del ’80, muchos de los grupos que se
habían formado en la etapa anterior ya se habían
disuelto, otros recién comenzaban a formarse en medio de
la apertura democrática y al calor de estas luchas por
los derechos humanos y la ampliación de derechos civiles.
En comparación con el período de principios de los
’70, en este resurgimiento del feminismo en el continente
se visualiza una redefinición de las relaciones con el
Estado, con los partidos políticos y con el resto de las
organizaciones sociales. Las feministas incluyeron sus reclamos
particulares en esta situación iniciando la creación
de nuevos grupos, presionando a los políticos y parlamentarios,
exigiendo al Estado la implementación de una nueva legalidad
que contemplara esas básicas demandas nunca resueltas.
A partir de 1981, además, se suceden los Encuentros Feministas
de Latinoamérica y el Caribe, que cada dos y tres años
reúne a las feministas del continente en la reflexión
política sobre la situación del movimiento y la
elaboración de nuevas líneas de acción.
Sin embargo, la academización, la incorporación
a las instituciones de los regímenes políticos y
los distintos estamentos de gobierno y la “oenegización”
(Bellotti y Fontenla, 1997) son las operaciones más importantes
que comienzan a reconfigurar al movimiento feminista en este período,
produciendo también, junto con una multiplicidad de nuevas
experiencias, acciones y saberes, su incipiente fragmentación
y creciente cooptación. Durante este período, el
feminismo latinoamericano comenzó a recorrer el camino
de la insubordinación a la institucionalización
(Collin, 1999).
Las críticas y las diferencias en relación con las
concepciones teóricas, con los fundamentos y las prácticas
al interior del mismo movimiento feminista no tardaron en aparecer.
La escisión entre “autónomas” e “institucionalizadas”
es una de las expresiones más agudas que adquirió
esta crítica interna. Pero ese extremo de la situación
de tensión, de casi una década, entre dos alas del
movimiento que se produjo en el VIIº Encuentro realizado
en Cartagena en 1996, fue sólo la culminación de
un largo proceso de discusiones al interior del movimiento cuyo
origen puede situarse en el mismísimo primer Encuentro
de Bogotá.
En un principio, la cuestión de la “doble militancia”
entendida como el compromiso con el feminismo, por un lado, y
organizaciones o movimientos políticos no específicamente
feministas, fue uno de los debates fundamentales. (Vargas, 2002).
Los encuentros que se prolongaron durante la década del
’80 estuvieron signados por estas discusiones: además
de la doble militancia, las pertenencias a distintas corrientes
dentro del feminismo que expresaban distintas herencias ideológicas
y políticas; la discusión acerca de la práctica
de los grupos de autoconciencia o la de “llevar” la
conciencia a otros grupos de mujeres de sectores populares, etc.
Bedregal señala al respecto: “Todo esto eran manifestaciones
y expresiones de diferentes concepciones políticas expresadas
desde el primer encuentro, era lucha política de proyectos
políticos y filosóficos, pero se ocultaban en una
aparente homogeneidad y tras el deseo de una especie de romántica
hermandad de mujeres que ha dificultado siempre reconocernos,
más allá del discurso declarativo, como diversas,
pensantes y actuantes de distintos proyectos y tras una identidad
de género más fácilmente centrada en tanto
víctimas del sistema patriarcal que en tanto constructoras
de nuevas culturas.” (Bedregal, 2002)
La década del ’80 culmina con el IVº Encuentro
realizado en Taxco, México, donde un grupo de mujeres elabora
un documento crítico en el que, con agudeza, se describen
los “mitos” del movimiento feminista que, según
las firmantes, impiden un desarrollo del movimiento. Este documento
tiene gran repercusión. Allí se manifestaba que
“el feminismo tiene un largo camino a recorrer ya que, a
lo que aspira realmente, es a una transformación radical
de la sociedad, de la política y de la cultura. Hoy, el
desarrollo del movimiento feminista nos lleva a repensar ciertas
categorías de análisis y las prácticas políticas
con las que nos hemos estado manejando.” Más adelante,
enuncian los “mitos” que impiden valorar las diferencias
al interior del movimiento y dificultan la construcción
de un proyecto político feminista. Estos son: 1. a las
feministas no nos interesa el poder, 2. las feministas hacemos
política de otra manera, 3. todas las feministas somos
iguales, 4. existe una unidad natural por el solo hecho de ser
mujeres, 5. el feminismo sólo existe como una política
de mujeres hacia mujeres, 6. el pequeño grupo es el movimiento,
7. los espacios de mujeres garantizan por sí solos un proceso
positivo, 8. porque yo mujer lo siento, vale, 9. lo personal es
automáticamente político y 10. el consenso es democracia.
Para concluir que “Estos diez mitos han ido generando una
situación de frustración, autocomplacencia, desgaste,
ineficiencia y confusión que muchas feministas detectamos
y reconocemos que existe y que está presente en la inmensa
mayoría de los grupos que hoy hacen política feminista
en América Latina.”
Luego, proponen a las feministas latinoamericanas: “No neguemos
los conflictos, las contradicciones y las diferencias. Seamos
capaces de establecer una ética de las reglas de juego
del feminismo, logrando un pacto entre nosotras, que nos permita
avanzar en nuestra utopía de desarrollar en profundidad
y extensión el feminismo en América Latina.”
Estos mitos que se denuncian en el documento de Taxco impedían
el desarrollo de las discusiones políticas más profundas,
mientras el movimiento se iba reconfigurando de una manera que
no incluía a todas y que, sin embargo, no podía
criticarse. Sin embargo, a pesar de la repercusión que
tuvo el documento, los mitos se siguieron sosteniendo en gran
parte del movimiento, incluso hasta nuestros días. Muchos
años después, feministas autónomas de Argentina
escribían sobre los mecanismos con los que se procuraba
obturar cualquier intento de crítica social al interior
del movimiento: “Todo análisis cuestionador de las
‘democracias realmente existentes’ pretendía
ser clausurado con esta apelación a sólo dos opciones
aparentemente excluyentes [democracia o dictadura, N de la R],
recurso antidemocrático que suele ser usado por los gobiernos
de nuestros países para paralizar y desacreditar toda crítica
o movilización social por ‘desestabilizadoras’
y conducentes al pasado de golpes militares y genocidios. Pareciera
que estas democracias constituyen un punto de llegada y que, a
lo sumo, hay que perfeccionarlas un poco e incorporar a ellas
la ‘perspectiva de género’, es decir, incluir
a algunas mujeres en el excluyente modelo patriarcal capitalista
y neoliberal.” (Fontenla y Bellotti, 1997)
A fines de la década, ya estaban visibilizados los problemas
que impedían, según algunas, el avance del movimiento
feminista en el sentido de una “transformación radical
de la sociedad, la política y la cultura.” Las divergencias
que se esbozaban a pesar de los intentos de homogeneización,
de obturación de la crítica y de “romántica
hermandad” se hicieron más ineludibles al calor de
la aparente inevitabilidad de la ola de despidos, privatizaciones
y el ataque al nivel de vida de las masas en nuestro continente.
Mientras tanto, los organismos internacionales también
percibieron lo ineludible: el ataque despertaría probablemente
la respuesta de quienes lo perdieron todo. La gobernabilidad fue
entonces el nombre que los tecnócratas encontraron para
el problema que se avecinaba. La gobernabilidad que podría
traducirse como el conjunto de condiciones necesarias para sostener
el proceso de reformas evitando la irrupción de los movimientos
de masas y que incluía la necesidad de establecer relaciones
“fructíferas” para el desarrollo sustentable
con los movimientos sociales y sus organizaciones.
Feminismo, financiamiento y creciente institucionalización
“Mientras una parte del feminismo se pregunta,
individual y cómodamente recostada en el diván ‘¿quién
soy yo?’, y otra parte busca afanosamente la referencia
necesaria para una nota a pie de página que acredite como
fiable su trabajo (...), he aquí que el mundo revienta
de pobreza: millones de criaturas, nacidas de mujer, se asoman
a un modelo de sociedad que les reserva una cuna de espinas...”
Victoria Sánchez Sau, 2002
La década del ’90 comenzó con la derrota de
Irak en la Guerra del Golfo, en manos de una enorme coalición
militar de potencias imperialistas, lo que a su vez permitió
redoblar el ataque sobre el resto del mundo semicolonial. Se profundizaron
la “apertura” de las economías a los monopolios
internacionales y la transformación de nuestros países
en “mercados emergentes” que sirvieron sólo
para la rápida “emergencia” de capitales “golondrinas”.
Acompañando las privatizaciones de los servicios del Estado,
la creciente desocupación y precarización del trabajo,
tanto el Banco Mundial como otros organismos financieros internacionales,
comienzan a plantearse reformas en los objetivos de financiamiento
y en la relación con las organizaciones sociales. En cierto
modo, anticipándose a las consecuencias negativas derivadas
de la aplicación de sus propias recetas que aumentaron
los ajustes y por lo tanto, la pobreza en toda la región.
Cuando la mayor parte del programa “neoliberal” ya
se había implementado, el Banco Mundial priorizó
la financiación de programas sociales bajo los lemas de
la participación y la transparencia, reapropiándose
de los discursos críticos a su propio accionar. Las organizaciones
no gubernamentales fueron las ejecutoras privilegiadas de sus
proyectos asistencialistas y focalizados.
El Banco Mundial como el resto de las agencias de financiamiento
cumplieron, en este período, un papel político e
ideológico muy importante en relación con el control
social. Los intelectuales, antiguamente izquierdistas, se transformaron
en tecnócratas progresistas que asumieron la responsabilidad
de colaborar en estos proyectos de gobernabilidad, desarrollo
sustentable, etc. Estos “postmarxistas”, administrando
las ong’s no colaboraron en reducir el impacto económico
de una manera sustancial, pero sí ayudaron enormemente
en desviar a la población de la lucha por sus derechos
(Petras, 2002).
La cooptación tiene cifras indiscutibles: según
la información de la OECD, en 1970, las ong’s recibieron
914 millones de dólares; en 1980, la cifra ascendió
a 2.368 millones de dólares y en 1992, rondó los
5.200 millones. ¡En 20 años, el dinero destinado
a las ong’s se incrementó en más de un 500
%! A estos números habría que sumarles los subsidios
otorgados por los gobiernos “del norte”, que de los
270 millones que dispusieron a mediados de los ’70, elevaron
su cifra a 2.500 millones a comienzos de los ’90. En resumidas
cuentas, las estadísticas de la OECD nos hablan de un aporte
estatal y privado a las ong’s de alrededor de 10.000 millones
de dólares, lo que representa la cuarta parte de la ayuda
bilateral global.
Los ’90 –época de privatizaciones, aumento
de la desocupación en todo el continente y “relaciones
carnales” de los gobiernos latinoamericanos con los EE.UU.
– no fueron una etapa fructífera para quienes decidieron
mantener la autonomía financiera, política e ideológica.
Muchas feministas, con cierto prestigio en el movimiento, con
conocimientos específicos y una trayectoria política
en la reivindicación de los derechos de las mujeres, formaron
parte de esta tecnocracia que se sumó a los organismos
multilaterales, las agencias de financiamiento, el Banco Mundial
y las miles de ong’s, que se transformaron también
en plataformas para el lanzamiento de carreras personales. Otras,
se mantuvieron a la vera de los financiamientos y criticaron duramente
estas tendencias, pero su voz fue minoritaria y su lucha –aunque
reivindicable- sólo hizo eco en el vacío que las
rodeaba.
Las feministas autónomas de ATEM denunciaban el proceso
de oenegización que impregnó al movimiento con estas
palabras: “La mayoría de estas ong’s, formadas
por técnicas y profesionales, trabajan con las mujeres
de ‘sectores populares’, de barrios pobres. Se presentan
como mediadoras entre las agencias de financiamiento y los movimientos
de mujeres y formulan programas para los mismos, brindando servicios
que van desde talleres y cursos de todo tipo a la distribución
de comida, la organización de ollas populares, planificación
familiar (control de la natalidad), etc. Esta relación,
que implica diferencias de clase, de poder y de acceso al manejo
de recursos, genera vínculos jerárquicos y tensiones
entre las mujeres de las ong’s y las de los movimientos
con que trabajan, además de las competencias entre las
profesionales por los financiamientos.” (Fontenla, Bellotti,
1999).
El neoliberalismo, a través de estos y otros mecanismos,
despolitizó a los movimientos sociales (incluso al feminismo).
Como señalan muchas feministas autónomas, a las
ong’s se las terminó confundiendo con el movimiento
mismo, a sus proyectos financiados y sus trabajos rentados se
las confundió con “acciones”, como si se tratara
de las mismas acciones que los movimientos realizan como reclamos,
exigencias y denuncias en la lucha por un cambio radical. En síntesis,
las políticas neoliberales que se iniciaron en la década
del ’80 y alcanzaron su punto culminante en nuestro continente
durante la década del ’90, hicieron que el movimiento
feminista se fragmentara y privatizara (Fontenla, Bellotti, 1999).
Feminismo, movimiento de mujeres y lucha de clases
“Veo que la mujer puede. Puede hacer más
que lavar y planchar y cocinar en la casa a los hijos. Yo creo
que es real. Lo estoy sintiendo ahora y lo estoy viviendo. Descubrí
mi lado dormido y ahora que está despierto no pienso parar.”
Celia Martínez, obrera de Brukman, 2002
En nuestro sufrido continente latinoamericano, el aborto clandestino
sigue siendo la primera causa de muerte materna; son 6.000 las
mujeres que mueren anualmente por complicaciones relacionadas
con abortos inseguros. Contrariamente a lo que se podría
imaginar, a comienzos del siglo XXI vivimos una actitud cada vez
más beligerante del fundamentalismo católico en
alianza con los Estados y el poder político contra los
derechos sexuales, reproductivos y el derecho al aborto, mientras
salen a la luz cada vez más casos de abuso sexual contra
niños, niñas y jóvenes perpetrados por los
miembros de la Iglesia.
América Latina y el Caribe, por otra parte, registran los
índices más altos de violencia contra las mujeres:
el homicidio representa la quinta causa de muerte, el 70% de las
mujeres padece violencia doméstica y el 30% reportó
que su primera relación sexual fue forzada. Se calcula
que el 80% de las agresiones permanecen en el silencio ya que
no son denunciadas por temor o por la certeza de que la denuncia
no será tomada en cuenta. Más de 300 mujeres fueron
asesinadas durante los últimos años en Ciudad Juárez
(México), constituyéndose esa ciudad fronteriza
en un lamentable ejemplo de femicidio, impunidad, misoginia y
barbarie. En el otro extremo del continente, en la provincia de
Buenos Aires (Argentina), se calcula que en 120.000 hogares hay
mujeres que sufren maltrato, y en el lapso de un año se
cometen más de 50 homicidios de mujeres en manos de sus
parejas. En nuestro país, se calcula que se producen entre
5.000 y 8.000 violaciones por año. Según las especialistas
en violencia, en todo el mundo, uno de cada cinco días
de ausencia femenina en el ámbito laboral es consecuencia
de una violación o de la violencia doméstica.
Las mujeres constituyen el 70% de los 1.500 millones de personas
que viven en la pobreza absoluta en todo el mundo. Las campesinas
son jefas de una quinta parte de los hogares rurales, y en algunas
regiones hasta de más de un tercio de los mismos, pero
sólo son propietarias de alrededor del 1% de las tierras,
mientras el 80% de los alimentos básicos para consumo los
producen las mujeres. En Latinoamérica, son 154 millones
de mujeres las más pobres de entre los pobres.
En el último año, 13 millones de niños murieron
por hambre en el mundo: es un número seis veces mayor al
total de víctimas que provocó la Primera Guerra
Mundial entre 1914 y 1918. La mayoría de esos niños,
son niñas. Muchas y muchos son latinoamericanos.
El valor y volumen del trabajo doméstico no remunerado
equivale entre el 35 y 55% del producto bruto interno de los países.
La producción doméstica representa hasta un 60%
del consumo privado. Este trabajo no remunerado recae casi absolutamente
en las mujeres y las niñas.
Según un informe de la OIT, la tasa de desempleo urbano
en el continente alcanzó hacia fines del 2002 a 17 millones
de personas, afectando de manera especial a las mujeres. Por otra
parte, las mujeres que trabajan lo hacen en situación cada
vez más precarizada: no sólo cobran un salario entre
30 y 40% menor al de los varones por el mismo trabajo, sino que
en su mayoría, no tienen obra social ni derechos jubilatorios.
Si bien las feministas participaron y consiguieron introducir
modificaciones en las legislaciones de nuestros países
en relación con el divorcio, la patria potestad compartida,
el cupo en los cargos públicos electivos, etc, la realidad
indica que aún estamos muy por detrás de haber solucionado
con las leyes las situaciones concretas que vivimos las mujeres
del continente.
Pero así como las espeluznantes cifras del horror y los
relatos de la barbarie que aún siguen sufriendo millones
de mujeres latinoamericanas son siniestras realidades, no es menos
cierto que las mujeres estamos de pie y seguimos siendo, en muchos
casos, protagonistas indiscutibles de la resistencia y el enfrentamiento
contra esta misma barbarie, como lo demostraron recientemente,
las mujeres campesinas, las mujeres aymaras y las trabajadoras
mineras de Bolivia.
La eclosión de los modelos económicos “neoliberales”,
a principios del siglo XXI, dieron lugar a un resurgimiento de
la movilización en el mundo que fue acompañado por
un intento de diálogo del feminismo con otros movimientos
sociales. La participación de las feministas en las movilizaciones
mundiales contra cada una de las cumbres de gobiernos imperialistas,
organizaciones multilaterales y otras reuniones donde se definen,
en gran medida, los destinos de la humanidad, son un hecho novedoso
de los años recientes. Lo mismo pudimos apreciar en nuestro
país, durante las jornadas de diciembre del 2001 –que
fueron una de las expresiones más agudas de la lucha de
clases del período-, donde las feministas volvieron a aparecer
con sus banderas distintivas en medio de las movilizaciones populares.
Por otra parte, la “conversión” y autocrítica
de muchas feministas “institucionalizadas”, replanteándose
los fundamentos de su práctica, fueron –más
allá de la autenticidad o el oportunismo de sus nuevas
posiciones- parte de las novedades del último período
que no han pasado inadvertidas.
Si el feminismo latinoamericano no ambiciona transformar la realidad
del continente, padecida por millones de mujeres que desconocen
sus premisas pero enfrentan cotidianamente el hambre, la explotación,
la violencia, el abuso y las humillaciones, entonces quedará
reducido a las elaboraciones académicas, a los lobbys políticos
y a proveer de “cuadros” a la tecnocracia de género
que se ha incorporado a los estamentos gubernamentales y los organismos
multilaterales.
Emocionan las palabras de Silvia Rivera Cusicanqui sobre las mujeres
que participaron en la insurrección contra el gobierno
del “gringo Goni” Sánchez de Losada, recientemente,
en Bolivia: “Al organizar minuciosamente la rabia cotidiana,
al convertir en asunto público el tema privado del consumo,
al hacer de sus artes chismográficas un juego de rumores
‘desestabilizadores’ de la estrategia represiva, al
organizar circuitos de trueque y ollas populares para los marchistas,
lograron derrotar moralmente al ejército, dando no sólo
el sustento físico, sino el tejido ético y cultural
que permitió a todos y todas mantenernos furibundamente
activos, roto el muro doméstico y transformadas las calles
en el espacio de la socialización colectiva. Y así
se quebró de pronto el sentido común dominante,
que opone lo privado a lo público, la emocionalidad al
raciocinio, la ética a la política, pues aquí
todas y todos hemos pensado con el corazón y amado y odiado
–amado a esos 85 muertos, a esos 500 heridos, odiado a sus
victimarios y al sistema que representan- con toda la fuerza de
nuestra lucidez y de nuestro pensamiento.”
Allí las “feministas, putas y lesbianas” del
grupo Mujeres Creando tuvieron una participación codo a
codo con el resto del pueblo en las movilizaciones.
Importantes sectores del feminismo hoy rechazan aquel camino
de autoexclusión que ha dividido, en numerosas ocasiones,
con fortalezas inexpugnables al movimiento feminista del movimiento
de mujeres. ¿Podrá caminarse el camino de la unidad
y la comprensión de que no habrá emancipación
de las mujeres de esta barbarie en la que vivimos si no acabamos
con este sistema que explota y oprime a millones, reproduciendo
en su provecho al patriarcado? ¿Cuántas serán
las feministas que, como señalaba Alda Facio en el documento
del último Encuentro Feminista en el continente, piensen
que “tenemos que montarnos en el tren del futuro socialista”?
La respuesta está en las calles de un continente donde
las mujeres sufren la opresión con números y marcas
ineludibles. La respuesta está en las calles de un continente
donde esas mismas mujeres de la clase obrera y el pueblo pobre
cortan las rutas, toman las fábricas, llenan las plazas
y gritan su rebeldía.
Bibliografía consultada
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en su tránsito al nuevo milenio”; en AA.VV.: Feminismos
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Notas
1 La derrota de los EE.UU. en Vietnam, el
Mayo Francés, la Primavera de Praga y el Otoño Caliente
italiano son algunos de los acontecimientos fundamentales en los
que se observa este primer levantamiento de las masas de Oriente
y Occidente contra el orden impuesto por los acuerdos de Yalta
y Potsdam entre el imperialismo y la burocracia stalinista, a
la salida de la IIº Guerra Mundial. En este artículo
hacemos referencia a los fenómenos de la lucha de clases
que se dieron en nuestro continente en el marco de esa situación
internacional.
2 Kissinger, Henry: La diplomacia, s/r
3 A fines del 2002 se realizó el 9º Encuentro en Costa
Rica.
4 El documento “Del Amor a la Necesidad” fue elaborado
colectivamente durante el taller sobre Política Feminista
en América Latina Hoy, del IVº Encuentro Feminista
Latinoamericano y del Caribe, Taxco, México, 21 de octubre
de 1987. Participaron Haydée Birgin (Argentina), Celeste
Cambría (Perú), Fresia Carrasco (Perú), Viviana
Erazo (Chile), Marta Lamas (México), Margarita Pisano (Chile),
Adriana Santa Cruz (Chile), Estela Suárez (México),
Virginia Vargas (Perú) y Victoria Villanueva (Perú).
Lo suscribieron: Elena Tapia (México), Virginia Haurie
(Argentina), Verónica Matus (Chile), Ximena Bedregal (Bolivia),
Cecilia Torres (Ecuador) y Dolores Padilla (Ecuador).
5 Cifras de 1992
6 ATEM, Asociación de Trabajo y Estudio de la Mujer
* Una versión reducida de este artículo
fue enviada para la IIº Conferencia Internacional La Obra
de Carlos Marx y los Desafíos del Siglo XXI, que tendrá
lugar en La Habana, Cuba, del 4 al 8 de mayo de 2004. (www.nodo50.org/cubasigloXXI/) |