En el número de septiembre / octubre del 2002 de la nueva
New Left Review, en un importante artículo editorial llamado
"Fuerza y consenso", Perry Anderson analiza los cambios
de la política norteamericana y el estado de las relaciones
entre EE.UU. y Europa, despejando la retórica que ha acompañado
las divergencias a uno y otro lado del Atlántico, para determinar
"los parámetros subyacentes de la situación internacional
actual." Para esto se plantea tres preguntas analíticas:
"¿En qué medida la línea de la administración
Republicana en Washington hoy representa una discontinuidad con
políticas americanas anteriores? Dentro de esta medida, qué
es lo que explica esta discontinuidad? ¿Cuáles son
las consecuencias probables del cambio?" Buscando contestar
todo esto, Anderson trata de ir más allá de la coyuntura,
en una perspectiva a largo plazo y de determinar cuáles fueron
las bases de la hegemonía norteamericana establecidas al
final de la Segunda Guerra Mundial.
Así, afirma que: "Desde el comienzo, Washington persiguió
dos objetivos estratégicos integralmente conectados. Por
un lado, los norteamericanos se propusieron hacer del mundo un lugar
seguro para el capitalismo. Eso significó como prioridad
No. 1 contener a la URSS y detener la difusión de la revolución
más allá de sus fronteras... Por otro lado, Washington
se determinó a asegurar una primacía americana incontestada
dentro del capitalismo mundial... Una vez que este armazón
estuvo en su lugar, el boom del tiempo de guerra del capitalismo
americano se extendió con éxito tanto a las potencias
aliadas como a las derrotadas, para beneficio común de todos
los estados de la OCDE."
Siguiendo en su argumento, más adelante plantea que: "Durante
los años de la Guerra Fría, hubo poca o ninguna tensión
entre estos dos objetivos fundamentales de la política americana.
El peligro del comunismo hacia las clases capitalistas en todo el
mundo, incrementado en Asia por la Revolución China, significó
que virtualmente todos estaban contentos de ser protegidos, asistidos
y vigilados por Washington."
"La desaparición de la URSS marcó la victoria
completa de los EE.UU. en la Guerra Fría. Pero, de la misma
manera, el nudo que ligaba los objetivos básicos de la estrategia
global americana se volvió más laxo. La misma lógica
ya no integró sus dos metas en un sólo sistema hegemónico.
Una vez que el peligro comunista fue barrido del tablero, la primacía
americana dejó de ser un requisito automático de la
seguridad del orden establecido tout court. Potencialmente, el campo
de las rivalidades inter-capitalistas, no ya solamente al nivel
de las empresas sino de estados, volvió a resurgir, mientras
-en teoría- los regímenes europeos de Asia oriental
podrían ahora contemplar grados de independencia inconcebibles
durante la época del peligro totalitario. Había otro
aspecto todavía para este cambio. Si la estructura consensual
del dominio americano ahora carecía de las mismas vigas externas,
su superioridad coercitiva, de un solo golpe, se reforzó
abrupta y masivamente. Porque con la desaparición de la URSS,
ya no había ninguna fuerza compensatoria en la tierra capaz
de resistir el poderío del ejército americano. Estos
cambios interrelacionados eventualmente se ligaron para alterar
el papel de los Estados Unidos en el mundo."
Efectivamente, como planteamos en otro artículo de esta revista,
la liquidación de la ex URSS ha potenciado la rivalidad entre
las potencias imperialistas, al mismo tiempo que la abrumadora supremacía
militar norteamericana, sin el contrapeso del poderío nuclear
soviético, ha ampliado los márgenes de maniobra de
EE.UU. en la escena internacional, reforzando su "superioridad
coercitiva". Pero, ¿responde sólo a esto la alteración
del papel de EE.UU. en el mundo?
¿Está o no declinando la hegemonía
norteamericana?
Perry Anderson señala correctamente las "vigas externas"
que constreñían al poderío norteamericano.
Pero pasa por alto, las constricciones económicas e internas
que inclinan su dominio hacia una forma menos "consensual".
En el cenit de su hegemonía y a la salida de la Segunda Guerra
Mundial, cuando los imperialismos competidores y aliados habían
quedado destruidos o extenuados por la guerra, la economía
de EE.UU. daba cuenta de casi el 50% del Producto Bruto Mundial,
siendo a su vez abrumadoramente más avanzada y eficiente.
Esto le otorgó un enorme poder de atracción que fue
la base, junto a la necesidad de nuevas fuentes de valorización
para el capital norteamericano, para la extensión del americanismo.
Desde los '70 hasta hoy, la realidad insoslayable es la división
del mundo en tres bloques imperialistas con un poder económico
más o menos equivalente, más allá de las alteraciones
parciales en la relación de fuerzas entre dichos bloques
a lo largo de estas últimas décadas.
A su vez, en el plano interno, la declinación de la economía
de EE.UU. se expresó en un aumento de la desigualdad social
comparado con los años del "boom", siendo el país
desarrollado que tiene la brecha más aguda en la distribución
del ingreso entre el sector más alto de su población
y el sector más empobrecido. Hoy en día, hay más
de cuarenta millones de personas que viven por debajo de los niveles
de pobreza mientras ha aumentado la explotación de la fuerza
de trabajo como demuestran los ritmos extenuantes y el aumento de
las horas trabajadas anualmente por la población trabajadora.
Estos dos elementos, el retroceso relativo de la posición
dominante de EE.UU. en la economía internacional y la fuerte
regresión social que vino aparejada en el plano interno,
son la fuente central de los impulsos reaccionarios del rol de los
EE.UU. en la arena internacional, que intenta conservar la posición
de éstos en el mundo, a pesar de las tendencias a su declinación
histórica, más allá del fortalecimiento relativo
que le implicó la década del '90. Esta perspectiva
histórica, que escuelas no marxistas como los teóricos
del sistema mundial, I. Wallerstein y G. Arrighi, vienen señalando
desde hace años, está ausente sorprendentemente en
el análisis de un historiador de la talla de Anderson.
¿Se ha roto el equilibrio inestable
de los '90?
Brillantemente, Anderson describe las condiciones que posibilitaron
el fortalecimiento relativo de EE.UU. con respecto a sus competidores
durante los '901, comparado con las décadas pasadas desde
el inicio de la crisis de acumulación capitalista a principios
de los '70. "Dos años después, la escena parece
muy diferente... ¿en qué aspectos?", se pregunta.
Delimitándose de los análisis impresionistas que hacen
una separación absoluta entre la política imperialista
del actual gobierno de Bush y la de la década pasada con
Clinton, como por ejemplo el de Toni Negri que criticamos en esta
revista, Anderson señala que "... tales mutaciones de
estilo no significaron ningún cambio en los objetivos fundamentales
de la estrategia global americana que han permanecido completamente
estables durante medio siglo. Dos procesos, sin embargo, han modificado
radicalmente las formas en las que actualmente se desempeñan."
Reseñando estas modificaciones señala que: "...dos
cambios de circunstancia -la inflamación del nacionalismo
popular luego del 11 de septiembre fronteras adentro, y la nueva
latitud abierta por la RAA [revolución en los asuntos militares,
N. de R.] fronteras afuera- han sido acompañadas por un cambio
ideológico. Éste es el elemento principal de discontinuidad
en la estrategia global americana actual. Donde la retórica
del régimen de Clinton hablaba de la causa de la justicia
internacional y la construcción de una paz democrática,
la administración Bush ha enarbolado el estandarte de la
guerra contra el terrorismo. Éstas no son ideas incompatibles,
pero el orden de énfasis asignado a cada una se ha alterado.
El resultado es un pronunciado contraste de atmósfera. La
guerra contra el terrorismo orquestada por Cheney y Rumsfeld es
un aglutinador más estridente, si acaso también más
frágil, que las empalagosas piedades de los años de
Clinton-Albright. El rédito político inmediato de
cada uno también es diferente. La nueva y más afilada
línea de Washington ha caído mal en Europa, donde
el discurso de los derechos humanos era y es especialmente apreciado.
Aquí la línea anterior es claramente superior como
modismo hegemónico."
Dejando de lado la ponderación del avance técnico
militar, que indudablemente ha mejorado las capacidades de EE.UU.
para realizar la guerra, es evidente que el 11/09 fue un acontecimiento
fundamental. No sólo en el sentido que señala Anderson,
para posibilitar una recreación del patriotismo, sino principalmente
como catalizador y acelerador de las contradicciones que se venían
acumulando en la situación internacional y en los propios
EE.UU. El atentado a los símbolos del poder norteamericano,
en forma bárbara puso de manifiesto la vulnerabilidad externa
de EE.UU. y un cambio en la relación entre el centro y la
periferia, con un mayor impacto de la inestabilidad de ésta
sobre el primero. El mayor dominio de EE.UU. sobre el mundo, en
las últimas décadas ha redundado en importar a su
interior todas las contradicciones de la situación internacional.
El terrorismo de alcance internacional en el plano de seguridad
y las fuertes presiones deflacionarias que provienen de la crisis
de la economía mundial, son sus dos manifestaciones más
agudas en la actualidad.
En el plano interno, las bancarrotas corporativas y la crisis del
mercado bursátil, son expresión de la emergencia de
una crisis social en EE.UU., que golpea a la población con
rentas bajas y por lo tanto a grandes sectores de la comunidad,
con el potencial de afectar profundamente al débil sistema
político norteamericano, unido por uno y mil lazos al capital
financiero y basado en la manipulación de la opinión
pública por los medios de comunicación. La hegemonía
que el capital financiero gozó durante todas estas décadas
y que le permitió a EE.UU. exportar su crisis sobre el resto
de las potencias imperialistas y la periferia, causando estragos
en la economía internacional, hoy se vuelve contra sí
como producto de un efecto "boomerang".
Todos estos elementos señalan una ruptura del equilibrio
inestable de los '90. En este sentido, el bushismo no sólo
representa un cambio ideológico con respecto al anterior
gobierno como señala Anderson, sino que fundamentalmente
representa una respuesta con importantes rasgos bonapartistas al
cambio en las condiciones internas y externas en las que se apoyó
el relativo fortalecimiento de EE.UU. en la última década.
El gobierno de Bush busca abroquelar detrás de un enemigo
externo y un creciente militarismo, el temor de la población
frente a la incertidumbre económica y de seguridad que la
afecta. Esta política exterior agresiva, acompañada
en lo interno por toda una legislación represiva y de restricción
de las libertades democráticas, busca reeditar mediante golpes
de mando y una política de fuerza, las condiciones que posibilitaron
el poderío norteamericano durante los '90.
Una omisión: el control de las rutas
del petróleo, un arma estratégica de la disputa interimperialista
Coincidimos con los tres factores que Anderson señala como
los motivos principales para la proyectada guerra contra Irak. El
primero, la necesidad de un resultado más concluyente contra
el terrorismo que la victoria en Afganistán. El segundo,
responde a un cálculo de naturaleza más estratégica:
dar una lección al desafío por parte de otros países
del oligopolio nuclear tradicional, estableciendo la necesidad de
la guerra preventiva y su derecho a imponer "cambios de régimen"
contra quien se le antoje. Una tercera razón es más
directamente política y está ligada a la situación
del mundo árabe, donde un sistema de control demasiado externo
e indirecto, permite que germinen fuerzas y sentimientos aberrantes,
como lo demuestran los orígenes de los atacantes del 11/09.
Anderson concluye que "la conquista de Irak, por contraste,
le daría a Washington una enorme plataforma rica en petróleo
en el centro del mundo árabe, sobre la cual construir una
versión ampliada de la democracia al estilo afgano, diseñada
para cambiar todo el paisaje político de Medio Oriente."
Haciendo un balance de los pro y los contra de un eventual ataque
sobre Irak, más adelante señala que, aunque implica
un riesgo: "La operación está claramente dentro
de las potencialidades americanas, y sus costos inmediatos -indudablemente
habrá algunos- en esta etapa no aparecen como prohibitivos."
Más allá del mayor o menor énfasis que nosotros
podamos hacer en alguno de los aspectos que subyacen en relación
a la campaña norteamericana contra Irak, nos parece que tanto
los motivos como las perspectivas inmediatas que Anderson plantea
respecto a la misma resultan sensatos.
Llegado a este punto, Anderson se pregunta: "¿Por qué
entonces la perspectiva de la guerra despertó tal inquietud,
no tanto en Medio Oriente, donde las protestas de la Liga Árabe
son muy formales, sino en Europa?" En primer lugar, se responde
que la fuerte presencia de musulmanes en Europa hacen a los estados
del viejo continente más temerosos de los riesgos que puede
tener cualquier acción sobre el Medio Oriente. A su vez,
"los países de la UE, mucho más débiles
como actores políticos o militares a escala internacional,
son inherentemente más cautos que los Estados Unidos."
Ligado a esto, Anderson señala que: "En general, mientras
los estados europeos saben que son subalternos a EE.UU., y aceptan
su status, detestan que se lo refrieguen en la cara públicamente..."2
Coincidimos nuevamente con los fundamentos que Anderson plantea
sobre la rispidez entre EE.UU. y Europa con respecto a la eventual
guerra contra Irak. Sin embargo, a nuestro modo de ver, hay un punto
central que omite sorprendentemente al tratarse de un artículo
que analiza tan meticulosamente las relaciones entre las potencias
imperialistas. Nos referimos a las consecuencias ominosas que tendría
para Europa (y también para Japón o, según
el Departamento de Estado, para otro "competidor estratégico"
como China), el control directo por EE.UU. y el aumento de su influencia
político militar en esta zona del planeta rica en petróleo.
Este podría ser utilizado como un arma por EE.UU. para obtener
un poder de negociación mayor en sus disputas comerciales
con los otros centros de poder, buscando asegurarse una ventaja
geopolítica que le permita consolidar su posición
hegemónica y profundizar el carácter subalterno del
resto de las naciones imperialistas. Esta significativa omisión
por parte de Anderson, responde a una lógica más general.
Ultraimperialismo, Imperialismo y Hegemonía
al comienzo del siglo XXI
El meollo teórico del artículo de Anderson, está
cuando plantea que: "Librada a sí misma, la lógica
de tal anarquía (de la competencia capitalista, N. de R.)
sólo puede ser una guerra mutuamente destructiva, parecida
a la que describió Lenin en 1916. Kautsky, por contraste,
abstrayéndose de los intereses en lucha y de la dinámica
de los estados concretos de aquel tiempo, llegó a la conclusión
de que el futuro del sistema -por sus propios intereses- dependía
de la emergencia de mecanismos de coordinación capitalista
internacional capaces de trascender dichos conflictos, o lo que
él llamó 'ultra-imperialismo'. Esta era una perspectiva
que Lenin rechazó como utópica. La segunda mitad del
siglo produjo una solución que ninguno de los dos imaginó,
pero que fue vislumbrada intuitivamente por Gramsci. En su debido
tiempo se vio claramente que el problema de la coordinación
podía ser resuelto satisfactoriamente sólo por la
existencia de un poder superior, capaz de imponer la disciplina
en el sistema de conjunto, por los intereses comunes de todos los
partidos. Tal 'imposición' no puede ser un producto de la
fuerza bruta. También debe corresponder a una capacidad genuina
de persuasión -idealmente, una forma de dirección
que pueda ofrecer el modelo más avanzado de producción
y cultura de su tiempo, como un objeto de imitación para
todos el resto. Esa es la definición de hegemonía,
como una unificación general del campo del capital."
En otro artículo de esta revista, mostramos la enorme utilidad
que tiene el concepto gramsciano de hegemonía para comprender
el orden de dominio establecido por EE.UU. en la posguerra, cuando
una vez dirimida la disputa por la hegemonía mundial las
disputas interimperialistas se amortiguaron y EE.UU. fue capaces
de liderar las condiciones de reproducción del mundo capitalista
no sólo en su provecho, sino garantizando el interés
de sus antiguos rivales. Pero Anderson deshistoriza este concepto,
al extenderlo a toda la segunda mitad del siglo XX sin distinguir
los distintos periodos de la hegemonía norteamericana3 y
oponiéndolo a las tesis del imperialismo planteadas por Lenin.
En este paso va más allá del mismo Gramsci, que nunca
opuso sus conceptos a la teoría del imperialismo.
Hoy, la oposición a esta teoría proviene desde dos
ángulos. Los que frente a la mayor extensión geográfica
de las relaciones capitalistas y la mayor internacionalización
de las fuerzas productivas retoman el esquema del "ultraimperialismo"
planteado por Kautsky, hablando de una globalización armónica
o transnacionalismo. Por otro lado, los que basados en el fuerte
desequilibrio de poder presente en el actual sistema internacional,
entre EE.UU. y el resto de las potencias, plantean las tesis del
"superimperialismo".4 Anderson no plantea esta última
tesis, que sostienen abiertamente los que auguran un hiperpoder
norteamericano para el siglo XXI, pero al minimizar las divisiones
interimperialistas se desliza en esta dirección.
La operación teórica realizada por Anderson, lejos
de aumentar el poder explicativo de los conceptos gramscianos sobre
la realidad los vuelve más abstractos, capaces de dar cuenta
de muchas de las características exteriores del hegemón,
pero no de sus leyes del movimiento, de su dinámica y por
lo tanto de las posibilidades de subvertirlo. Anderson, no puede
apreciar que la mayor y más asidua apelación a la
fuerza no sólo es una expresión del aumento de su
margen de maniobra en el terreno militar y de su mayor confianza
después de su victoria contra la URSS como él plantea,
sino también de una potencial debilidad de largo plazo.
De esta manera las categorías de "fuerza" y consenso",
herramientas útiles para explicar las características
del dominio de la potencia hegemónica, en Anderson se vuelven
inertes e impiden apreciar los puntos de quiebre del sistema hegemónico
al no tomar en cuenta las tendencias a la declinación histórica
de EE.UU. y, en un plano más inmediato, la ruptura del equilibrio
inestable de los '90.
Esta unilateralidad de su análisis no es un error casual
en un observador tan agudo como Anderson, sino que es una expresión
del profundo escepticismo que embargó al autor después
de 1989, al considerar la caída del Muro de Berlín
y el colapso de la URSS como una "derrota final" que eliminó
del horizonte toda perspectiva revolucionaria.
¿"Chisporroteos" en la economía
norteamericana o tendencias a la ruptura del equilibrio capitalista?
Anderson plantea que la cuestión política relevante
en relación a las divergencias entre Europa y EE.UU., es
si éstas pronostican alguna fisura o modificación
mayor en el equilibrio de poder interimperialista. Basado en el
hecho de que "...hoy la UE no está en posición
alguna de desviar o desafiar cualquier iniciativa americana importante",
cuestión con la que coincidimos, Anderson pronostica que
después de la invasión a Irak y con la instauración
de una tibia "democracia" árabe en ese país,
al igual que ayer en Yugoslavia y en Afganistán, "la
tormenta en la taza de té atlántica no durará
mucho tiempo. La reconciliación (entre Europa y EE.UU.) es
muy predecible, desde que el cambio actual del énfasis sobre
lo que es 'cooperativamente aliado' de lo que es 'distintivamente
americano' dentro de la ideología imperial es, por su naturaleza,
probablemente efímero."
No negamos un escenario de este tipo, que frente al peligro que
significaría la manifestación de una falla abierta
entre los dos bloques aliados más importantes de Occidente,
tanto EE.UU. como Europa intenten algún camino hacia la conciliación,
como imploran sectores a uno y otro lado del Atlántico temerosos
por las consecuencias que el "unilateralismo" norteamericano
podría acarrear para el sistema mundial. Pero la clave de
un análisis marxista es ubicar las crecientes divergencias
entre EE.UU. y Europa, así como su posible dinámica
en el marco de la totalidad de las relaciones del sistema capitalista
mundial. Llegado a este punto, la ausencia de un análisis
profundo del estado de salud de la economía norteamericana
y mundial es una debilidad del artículo que transforma el
análisis en excesivamente político y geopolítico,
desligándolo de las tendencias de la economía capitalista
que son las que determinarán junto a las operaciones militares
y diplomáticas y el nivel de la lucha de clases, el grado
y la probable evolución de las divergencias entre EE.UU.
y Europa, así como de las demás potencias.
Anderson al pasar señala la existencia de "chisporroteos"
en la economía norteamericana. Si este fuera el caso, una
victoria rápida en Irak podría restablecer o extender
el equilibrio inestable de la década pasada y que las divergencias
interimperialistas se vayan absorbiendo. No lo descartamos. Pero
no lo vemos como más probable. Llamar "chisporroteos"
a una economía que ha venido sufriendo la pérdida
accionaria más importante de su historia, con bancarrotas
de grandes colosos corporativos como Enron o World Com y en el marco
de que la economía mundial está sometida a las presiones
deflacionarias más importantes desde los años '30,
es un término poco feliz y una perspectiva muy facilista
de las vías en que la economía capitalista puede reencontrar
un nuevo equilibrio.
Lejos de una salida fácil a la crisis mundial, las tendencias
de la economía pronostican una mayor probabilidad de la incursión
del elemento catastrófico y una tendencia a la ruptura del
equilibrio capitalista. Si este fuera el caso, el aumento de las
tensiones geopolíticas en el enrarecido clima de la economía
mundial no harían más que exacerbarse, modificando
radicalmente las relaciones entre la economía, los estados
y la lucha de clases que caracterizan al sistema mundial actual.
El "pesimismo histórico" de Anderson, como lo llamó
Gilbert Achcar, le impide abrirse mínimamente a esta perspectiva.
NOTAS
1 Anderson sostiene que: "A finales de la década, los
planificadores estratégicos en Washington tenían muchas
razones para estar satisfechos con el balance global de los noventas.
La URSS había quedado fuera del cuadrilátero, Europa
y Japón mantenidas en jaque, China cada vez más integrada
en las relaciones comerciales, la ONU reducida a poco más
que una oficina de permisos; y todos esto cumplido en sintonía
con la más suavizante de las ideologías cuya eterna
segunda palabra era el entendimiento y la buena voluntad democrática
internacional. La paz, la justicia y la libertad se estaban extendiendo
por todo el mundo."
2 Un elemento menor pero importante es también señalado
al decir que: "Un ingrediente adicional en la recepción
hostil al plan para atacar Irak que también ha surgido entre
la intelligentsia europea -y en menor magnitud entre la liberal
americana- es el justificado temor de que pudiera despojarle el
velo humanitario que cubrió a las operaciones en los Balcanes
y Afganistán, para revelar demasiado brutalmente la realidad
imperial detrás del nuevo militarismo. Este sector ha invertido
mucho en la retórica de los derechos humanos, y se siente
incómodamente expuesta por la grosería del golpe que
está en ciernes."
3 Nos referimos a la "era dorada" del boom, el comienzo
de la declinación norteamericana a principios de los '70,
el equilibrio inestable de los '90 -donde EE.UU. se fortaleció
relativamente con respecto a las décadas pasadas- y el periodo
actual, que tal vez marque un nuevo momento para su hegemonía.
4 Como planteaba Mandel: "En este modelo, una sola superpotencia
imperialista posee tal hegemonía que las otras potencias
imperialistas pierden toda independencia real frente a ella y quedan
reducidas a las condiciones de pequeñas potencias semicoloniales."
Y agrega la siguiente cuestión, muy sugerente para analizar
el actual intento de rediseñar el mundo por parte de EE.UU.
basado en su potencia militar: "A la larga, un proceso así
no puede apoyarse sólo en la supremacía militar de
la potencia superimperialista -un predominio que sólo podría
lograr el imperialismo norteamericano-, sino que debe proponerse
la propiedad y el control directo de los centros de producción
y las concentraciones de capital más importantes, de los
bancos y otras instituciones financieras en otros lugares. Sin ese
control directo, es decir, sin el poder inmediato para disponer
del capital, nada puede garantizar que a la larga la ley del desarrollo
desigual no haya de alterar la relación de fuerzas económicas
entre los principales Estados capitalistas de tal manera que la
supremacía militar de la potencia imperialista más
importante se vea socavada ella misma." (Ernest Mandel, El
capitalismo tardío).
|