La coyuntura es muy a menudo la clave de los debates teóricos. Por
eso, el giro al cual asistimos es apasionante: permite aclarar
con una luz nueva algunas cuestiones sobre la evolución
del capitalismo concreto.
El ciclo «high tech» no es ni eterno,
ni universal
La primera de estas cuestiones trata sobre la fase de crecimiento de
los Estados Unidos que, es lo que se supone, anunciaría
una «Nueva Era» que debería: 1) instalarse en el tiempo
y 2)
extender sus beneficios al conjunto del mundo. Es
manifiesto que este ciclo «high tech» no estaba destinado
a durar, y todavía menos a generalizarse.
El fundamento objetivo de estos pronósticos eufóricos fue el crecimiento
de la productividad del trabajo en Estados Unidos. Esta
evolución es indiscutible, pero todo nos lleva hoy a pensar
que este aumento de la productividad fue un salto cíclico,
logrado con un esfuerzo masivo de inversiones. La «Nueva
Era» a la cual se hace referencia en Estados Unidos es en
realidad muy joven. En efecto, el ciclo actual no es para
nada excepcional en su primera mitad (1991-1995) y su configuración
inédita proviene de un salto que produjo un dinamismo acrecentado
del crecimiento entre 1996 y hoy en día.
Este período es demasiado corto para discernir lo efectivamente nuevo
en el desarrollo de este ciclo. Y nada, por el momento,
permite decir que esta fase, ciertamente excepcional, prefigura
otra cosa que un ciclo que parece acabarse a principios
de 2001.
Si tomamos en cuenta el crecimiento de la productividad como variable
que sintetiza esta novedad, esta puede ser explicada por
las determinaciones habituales, como el alza de la tasa
de inversiones. Por otro lado, la aceleración de la productividad
remite también al ciclo de productividad. ¿De qué se trata?
En Estados Unidos como en todas partes, la productividad
aumenta más rápido cuando el crecimiento es más fuerte,
porque es la ocasión de volver a tomar mano de obra y de
introducir más rápido los equipamientos portadores de innovación.
En el periodo reciente, este vínculo entre productividad
y crecimiento es muy estrecho. Pero esto quiere decir que
las ganancias productividad deben desacelerarse si el crecimiento
disminuye al mismo tiempo que las inversiones. En pocas
palabras, de ahora en adelante, la interpretación más verosímil
consiste en decir que el aumento de productividad actual
es el producto de circunstancias peculiares (crecimiento
sostenido y esfuerzo de inversión) y que podría evaporarse
si el ritmo de crecimiento se vuelve más moderado, y si
se pone de manifiesto que el esfuerzo de inversiones no
puede ser mantenido en forma perdurable con un ritmo tan
elevado.
Composición orgánica y disminución del
precio relativo
Llegamos entonces a una segunda cuestión decisiva que apunta a una
eventual sobreacumulación de capital. Si hay que hacer inversiones
masivas para obtener ganancias de productividad superiores,
¿no será el resultado positivo compensado por una sobrecarga
de capital? Uno de los argumentos puestos de relieve por
los optimistas es la baja del precio relativo de los
equipamientos que permite invertir más pagando menos.
Esta distinción merece ciertas explicaciones ya que aborda
una esfera que es causa de muchas controversias y que remite
a la doble naturaleza del capital. Este es, a fin de cuentas,
una relación social, diría Marx. Pero, hasta considerado
desde el ángulo del sentido común, la noción de capital
es compleja. En tanto factor de producción, como dicen los
neoclásicos, es un conjunto de medios de producción, digamos
un parque de máquinas. Pero no es solamente eso, porque
las máquinas fueron compradas para producir, no mercancías
(que no son otra cosa que un intermediario) sino una ganancia
para el capitalista que las posee. El capital es entonces
una inversión, una cantidad de dinero que debe ser valorizada,
es decir producir una ganancia. La regla del juego supone
que esa ganancia sea, más o menos, proporcional al monto
comprometido, en función de una tasa de ganancia general.
Pero eso depende de la eficacia y de la capacidad productiva
de las máquinas que no se mide en dólares o en francos.
El progreso técnico permite, en efecto, poner en funcionamiento
nuevas máquinas (o nuevos procesos de producción) que permiten un mismo nivel
de producción con una inversión de capital inferior.
El problema planteado ahora es un problema conceptual: para analizar
la evolución de la tasa de ganancia, hay que descomponer
el valor invertido entre volumen de capital y precio. Si
el capital estuviese compuesto de máquinas totalmente idénticas,
esta descomposición no sería un problema. En la contabilidad
de cada empresa figuraría la cantidad de máquinas, valorizadas
en función del precio de compra. Las cosas son más complicadas
porque la naturaleza de las máquinas cambia: las máquinas
de escribir son reemplazadas por computadoras, las máquinas
se perfeccionan, son cada vez más precisas y más eficientes.
Así como lo explica muy bien Patrick Artus, “la ‘nueva economía’
no se transformará en ciclo tecnológico a largo plazo a
menos que la aceleración de la productividad global de estos
factores prosiga”2. Ahora bien, este fenómeno no está
muy definido, porque el escalón franqueado por la productividad
del trabajo fue en parte compensado por el incremento de
capital. Desde este punto de vista, el ciclo high tech presenta
una combinación que no es necesariamente óptima desde el
punto de vista de la ganancia.
Desde la mitad de los años 80, la economía de los Estados Unidos está
marcada por un aumento regular de la «productividad» del
capital, es decir por una disminución del volumen de capital
por unidad producida. Durante este mismo período, el salario
real y la productividad del trabajo progresaban a un ritmo
bastante débil, ligeramente inferior al 1%. En estas condiciones,
la tasa de ganancia se restablece regularmente debido al
ahorro de capital3. La «nueva economía» turba este esquema
introduciendo un suplemento de productividad del trabajo;
pero este último resulta costoso desde el punto de vista
del incremento de capital, y es acompañado por crecientes
riesgos de reivindicaciones salariales. Al contrario de
las teorizaciones apresuradas e impresionistas de un Aglietta4,
no queda establecido que el ahorro de capital sea una característica
duradera de la «nueva economía».
El consumo de los hogares
El crecimiento registrado en Estados Unidos entre 1995 y 2000 se apoya
antes que nada, en una progresión sostenida del consumo
privado. Este notable dinamismo plantea, sin embargo, varios
problemas, y el primero es la disminución considerable de
la tasa de ahorro de las familias. En efecto, el consumo
de las familias no aumenta sólo porque los ingresos aumentan,
sino también porque les dedican una parte creciente de los
ingresos disponibles al consumo. En 1993, las familias americanas
consumían el 91% de sus ingresos, y el 100% en el 2000.
Como comparación, la tasa de ahorro, definida de la misma
manera, es del orden del 15% en Francia.
Viéndolo más de cerca, dos fenómenos simétricos pueden explicar el
buen mantenimiento del consumo. Del lado de las familias
más ricas, el consumo está incentivado o estimulado por
el despegue de la Bolsa y de los ingresos financieros. Podemos
distinguir un efecto de riqueza y un efecto de ingresos.
El efecto de riqueza se basa en un elemento virtual: se
consume una mayor parte de sus ingresos, en la medida en
que se ve que el patrimonio financiero toma valor. Este
efecto puede combinarse con un efecto de ingresos, si los
intereses y dividendos completan las otras formas de ingresos
para dinamizar el consumo; en este último caso, no hay obligatoriamente
aumento de la proporción de los ingresos consumidos. Finalmente,
en la otra punta de la escala de los ingresos, las familias
más pobres no están totalmente mantenidas aisladas del boom
del consumo. El endeudamiento global de las familias aumenta
rápidamente, ya que pasó del 85% al 100% de sus ingresos
durante los años 90; en 1999, representa tres veces más
que la deuda de los países del Sur y del Este. En estas
condiciones, el vigor del crecimiento no es para nada sorprendente
pero tendría que quedar en claro que no mantiene más que
una ligazón indirecta con la «nueva economía». La ausencia
de inflación, obedece a factores clásicos: baja de los costos
unitarios (las ganancias de productividad sobrepasan la
débil progresión del salario real) y la baja del precio
de las importaciones, gracias al incremento del dólar.
Nuestra investigación desemboca entonces en un nuevo enigma: ¿si las
familias no ahorran más, quién financia la acumulación?
Esta pregunta es aún más turbadora porque el despegue del
consumo coincide con un boom de inversiones. Llegamos aquí
a los limites de la «nueva economía», que por más nueva
que uno quiera que sea, no puede sin embargo permitir que
una economía pueda vivir por encima de sus medios, consumiendo
e invirtiendo más de lo que produce. Aquí, otra vez, no
es muy difícil de encontrar la explicación: el flujo de
capitales europeos o japoneses que financió el salto adelante
de las inversiones. Este estimuló las ganancias de productividad
y permitió que Estados Unidos reafirmara su supremacía tecnológica.
La buena salud de la economía americana sirvió después para
atraer todavía más capitales. La bomba está activada y este
proceso crea un impresionante déficit de la balanza corriente:
200 mil millones de dólares en 1998, 300 en 1999, 400 en
2000. Todo esto no impide que el dólar se aprecie, provocando
el retroceso del euro. El dominio imperial que ejercen los
Estados Unidos sobre el resto del mundo convalida a posteriori
los déficits que ningún otro país hubiera podido soportar.
¿Donde está la «nueva economía» en este esquema? Las cosas hubieran
sido diferentes si, efectivamente, las nuevas tecnologías
se autofinanciaran por ganancias de productividad inmediatas.
Además, si tal fuera el caso, ¿por qué no se asistió a un fenómeno idéntico
en Europa? Esta diferencia muy marcada -boom de las inversiones
en Estados Unidos, simple recuperación cíclica en Europa-
no puede entenderse sin remarcar que son los beneficios
europeos los que financian las inversiones en Estados Unidos.
La fase de acumulación actual en Estados Unidos es, a fin
de cuentas, de naturaleza imperialista, porque es el resultado
de la capacidad de acumular en la potencia dominante el
plusvalor producido en otra parte.
Una cosa, en todo caso, tendría que ser evidente: este tipo de modelo
no es exportable y no puede definir una nueva y larga onda
para el conjunto de la economía mundial. Corresponde más
bien a una captación del crecimiento potencial por la potencia
dominante. El simple examen de Japón, ex-modelo, bastaría
para ilustrar esta tesis. No hay nada más falso y más ridículo,
en consecuencia, que la posición que consiste en esperar
la entrada de Europa en la «Nueva Era» y hacer que esa entrada
dependa solamente de un esfuerzo de recuperación
tecnológica.
Las contradicciones del capitalismo no
tienen soluciones tecnológicas
En la literatura de la nueva economía, la ligazón entre nuevas tecnologías
y productividad es obvia. Se hacen pseudo debates, por ejemplo,
sobre la llamada «ley de Moore» : el fundador de Intel había
previsto que la densidad de un chip de silicona se duplicaría
cada 12 meses. Es cada 18 meses, pero es seguramente fantástico.
¿Y después? El planteamiento de esta ley es típico de la
retórica sobre la nueva economía que mezcla alegremente
pseudo ciencia y argumento publicitario. La microcomputadora
aumenta de manera extraordinaria la productividad del trabajo
humano, particularmente del trabajo llamado intelectual.
Es totalmente exacto, pero ¿podemos por lo tanto decir que
la productividad de los usuarios de computadoras se duplica
cada 18 meses? Claro que no, aún más porque el desarrollo
de la potencia de las computadoras está acompañado por un
monopolio sobre los programas, destinado en el fondo a mantener
constante el precio real medio de un equipo standard. El
crítico informático de Business Week había tenido
sobre este tema una linda fórmula para saludar la velocidad
inútil del procesador Pentium III de Intel: «un chip más
rápido no lo hará tipear más rápido o pensar más rápido»5.
Con este tipo de ejemplo podemos ver qué tipo de deslizamiento
se opera: mezclamos la potencia productiva o la velocidad
de la máquina con la productividad del trabajo humano, como
si duplicando la primera se obtuviera un efecto proporcional
sobre la segunda. Es un fetichismo tecnológico que consiste
en proyectar mecánicamente sobre el ser humano la proeza
de la técnica.
Una de las características más llamativa de las ganancias de productividad
obtenidas en Estados Unidos es la manera en que se concentraron
extraordinariamente, no sólo en las industrias de tecnologías
de comunicación, sino también en la sola industria de la
informática que representa solamente el 1% del conjunto
de la economía. Los resultados de Robert Gordon muestran
que, fuera de este sector, la productividad no aumentó más
rápido entre 1995 y 1999 que entre 1972 y 19956. Gordon
da vuelta el argumento sobre la baja de los precios de equipamientos
para deducir de ello que la utilidad marginal de la potencia
suplementaria de las computadoras bajó. Los efectos de la
informatización irían disminuyendo y lo esencial estaría
ya detrás nuestro.
Internet no estimuló la venta de computadoras, cuya progresión se explica
por la baja de los precios relativos. Los servicios que
cumplió Internet son indiscutibles, pero se desarrollaron
tomando el lugar de actividades ya existentes, hasta duplicándolas.
Detrás de los bastidores de la tecnología
Otra manera de cuestionar la ligazón entre innovaciones tecnológicas
y ganancias de productividad es mostrando que estas últimas
son el resultado de métodos muy clásicos de intensificación
del trabajo y de aumento del grado de explotación de los
trabajadores. Tomemos el ejemplo del B2B (Business to Business)
que designa la utilización de Internet en las relaciones
entre empresas. Esta innovación tecnológica, emblema de
la «nueva economía», lograría ahorros en los gastos estimados
a una media del 5% en los sectores directamente involucrados
y del 3 o 4 % después de la difusión de estas reducciones
de precio al conjunto de la economía por el juego de intercambios
inter-ramas. Esto parece muy poco, sobretodo porque la reducción
de precio se obtiene solamente a largo plazo, en la práctica,
sobre la próxima década. «La montaña da a luz a una laucha»7
pero, como lo explican los analistas de Goldman Sachs8,
se trata solamente del efecto precio inicial, que después
va a estimular la demanda y, por lo tanto, el crecimiento.
Aquí otra vez, nada nuevo bajo el sol: en toda época, el capitalismo
basó su dinamismo sobre el ahorro de tiempo de trabajo.
No deja de bajar los gastos. Pero nada de esto crea automáticamente
crecimiento, contrariamente a los esquemas simplistas de
Goldman Sachs. Primero, es necesario que la disminución
de los gastos tenga repercusiones en los precios, lo que
no queda excluido sin ser, tampoco, automático. Después,
es necesario que estas disminuciones de precio provoquen
a su vez un crecimiento de la demanda, lo que depende de
la adecuación entre demanda efectiva y estructura de la
oferta. Una de las características del capitalismo contemporáneo
es precisamente la disminución de la elasticidad del consumo
del mercado en relación a los gastos: es necesario bajar
enormemente los gastos para ampliar las ventas.
Lo esencial de la crítica no reside en eso sin embargo. Si se analiza
más de cerca la lógica del B2B o de los pedidos directos
del consumidor a las empresas, vemos que Internet desempeña
sólo un papel accesorio en la génesis de ganancias de productividad.
Tomemos el ejemplo de la venta on line, que, por lo que
parece, tendería a generalizarse en la industria automotriz
en Estados Unidos. Por ejemplo, conectándose al portal de
Dell, uno puede definir el modelo de computadora deseado,
con todas las opciones posibles. Pero podríamos también
imaginar un formulario publicado en las revistas especializadas,
idéntico al que se encuentra en línea, y donde uno apuntaría
sus preferencias. Lo mandaríamos de vuelta por el correo,
o por fax. La diferencia con lo instantáneo de Internet
es de un día hábil.
Lo que sigue, depende esencialmente de la cadena de montaje y de la
capacidad de poner en práctica una fabricación modular.
Podemos admitir que el abastecimiento en piezas sueltas
se haga en B2B. Internet intervendría de nuevo, efectivamente,
pero la viabilidad del conjunto dependería, a fin de cuentas,
de circuitos de abastecimiento materiales, que deben permitir
entregar, cumpliendo con plazos muy cortos, los procesadores,
las pantallas y los teclados. La factibilidad del conjunto
no está garantizada por el uso de Internet que toma solamente
en cuenta los flujos de mercaderías. Estos deben circular
bien en el otro sentido, porque la inmaterialidad tiene
límites. Pero esto depende del grado de intensificación
del trabajo y de los transportes. Lo esencial de las ganancias
de productividad no procede entonces de la utilización de
Internet sino de la capacidad de hacer trabajar a los asalariados
en horarios ultraflexibles (en el día, la semana o el año,
en función del tipo de producto) y de intensificar y hacer
más fluidas las redes de abastecimiento, con primas para
el reparto individual y el transporte por ruta.
Aquí reside una hipótesis de trabajo esencial, que consiste en decir
que las nuevas tecnologías no son, en sí mismas, una fuente
de productividad cualitativamente nueva. Pero sí provocan
ganancias de productividad considerables, obtenidas por
un proceso de externalización de los gastos que no es tampoco
nuevo. El «stock cero» es una norma de gestión que fue introducida
hace unos 10 años y a la cual las nuevas tecnologías dieron
un nuevo impulso. Pero es en gran parte trasladando el costo
de almacenamiento a las condiciones de trabajo, que se alcanza
este objetivo.
Pasamos de una organización donde los horarios son fijos y donde los
«stocks» permiten ajustar los flujos de producción a las
fluctuaciones de la demanda a una organización efectivamente
nueva, donde los «stocks» están reducidos a lo mínimo y
donde el ajuste se hace por flexibilización o anualización
del tiempo de trabajo. Las nuevas tecnologías hacen más
fácil esta mutación, pero la fuente de economía de gastos
reside a fin de cuentas en la intensificación y la flexibilización
del trabajo.
La otra novedad que hace posible el «stock cero» y el «justo a tiempo»
es la intensificación de los transportes. Aquí también se
puede hablar de externalización: los plazos de abastecimiento,
o la menor variedad de elección asociados a una organización
clásica (grandes volúmenes de entrega y de almacenamiento)
están sobrepasados, pero, haciendo pagar las ventajas privadas
(para los productores pero también para los consumidores)
por gastos sociales más importantes: densificación de las
redes de rutas, embotellamiento, polución, etc. Aquí también
las nuevas tecnologías son totalmente accesorias como lo
demuestra la propia historia de estos principios de gestión,
ya que las fábricas japonesas donde se inventó el «stock
cero» utilizaban como vector de información unas fichas
de cartón que no se pueden calificar de «nueva tecnología».
Que una red electrónica sea más reactiva y más potente es
una cosa evidente; pero lo que importa es saber si la organización
productiva, logra continuar. Se puede tener confianza en
los nuevos empresarios para reducir al máximo sus gastos
y para imponer sus reivindicaciones extravagantes sobre
la organización del trabajo: es obvio que se debe funcionar
las 24 horas para estar realmente conectado y que hay que
adaptarse a las fluctuaciones bruscas de la demanda. Pero,
también en estas condiciones, parece evidente que muchos
proyectos no son rentables y terminarán como su famoso predecesor,
boo.com. Las entregas a domicilio de productos de almacén
sin sobreprecio, a partir de un catálogo bastante amplio
son, por ejemplo, un sin sentido económico, al menos de
imaginar que puedan irrumpir masivamente sobre la distribución
clásica, sin alza creciente de los precios. Este asalto
de escepticismo será probablemente, en parte, desmentido.
Es posible que los negocios virtuales reemplacen poco a
poco a los supermercados y que nubes de repartidores sirvan
a domicilio. Pero una cosa queda en claro: son los argumentos
más clásicos de rentabilidad que decidirán la viabilidad
de estas nuevas empresas y no el recurso en sí de las nuevas
tecnologías. Por lo tanto, todo debate sobre la «nueva economía»
está sometido a una representación ideológica de la técnica,
que siempre se interpone al estudio razonado de lo que es
realmente nuevo. Esta ideología es tanto más poderosa en
cuanto se basa en la fascinación que ejercen las nuevas
tecnologías, efectivamente prodigiosas. Pero, entonces,
desvía todas las interpretaciones en un sentido de subestimación
sistemática del papel de los procesos de trabajo. Que sea
deliberado o no, el resultado está alcanzado cuando lo que
se pone en juego socialmente con las nuevas tecnologías
es empujado detrás de los bastidores, al mismo nivel que
viejos interrogantes sin ningún interés. Así se fabrica
una representación del mundo donde los trabajadores de lo
virtual devienen el arquetipo del asalariado del siglo XXI,
mientras que la puesta en pie por el capital de nuevas tecnologías
produce por lo menos tantos empleos de obreros especializados
como de informáticos. A pesar de todos los discursos grandilocuentes
sobre el “stock options” y la asociación de estos
nuevos héroes del trabajo intelectual a la propiedad del
capital, las relaciones de clase fundamentales son siempre
desfavorables al trabajo. La desvalorización permanente
del estatuto de las profesiones intelectuales, la descalificación
ininterrumpida de los oficios del conocimiento, tienden
a reproducir el estatuto de proletario más clásico, y se
oponen así totalmente a los esquemas ingenuos del aumento
universal de las calificaciones y de emergencia de un nuevo
tipo de trabajador.
No existe
«nuevo crecimiento»
El debate sobre la nueva economía coincide obviamente con el de la
nueva fase de crecimiento en la cual habríamos entrado.
Es difícil proponer un análisis del capitalismo contemporáneo
sin prestarse al juego de las previsiones. No huiremos pero
procederemos multiplicando los enfoques sobre esta cuestión.
El primero consiste en volver sobre los diagnósticos recientes.
Los principales errores de pronóstico conciernen principalmente al
salto del fin de los años 90. Este último evitó que la crisis
financiera de 1998 desemboque en una recesión generalizada
y permitió que el euro pase sin problemas el plazo del 1
de enero 1999. En relación con un escepticismo anterior
– por otro lado muy expandido – se trata de saber si esta
retractación significa la entrada en una nueva fase con
nuevas determinaciones estructurales o si se trata de un
concurso de circunstancias. Si este fuera el caso, la economía
mundial se habría beneficiado de una bocanada de aire fresco
pero, en lo esencial, las contradicciones y dificultades
no resueltas serían mantenidas y destinadas a reaparecer.
Es la segunda interpretación la que nos parece ser la exacta. Los factores
que permitieron evitar el hundimiento de la economía mundial
y fuertes tensiones alrededor del euro son, en realidad,
efectos paradójicos de la crisis financiera de 1998. La
vuelta de los capitales a las plazas financieras de Estados
Unidos y de Europa, por un lado, y la baja de los precios
(con la excepción más reciente del petróleo), por otro lado,
cambiaron el perfil coyuntural de Estados Unidos y de Europa.
El ciclo high tech americano fue estimulado por un flujo
masivo de capitales que explica porqué el dólar subió al
mismo tiempo que el déficit comercial se profundizaba, mientras
que la economía europea era estimulada por la baja de los
precios, y después por la ayuda que le dio la disminución
de la inflación a la demanda interna. Este ordenamiento
inesperado, que se refleja en la baja del euro en relación
con el dólar, no remite entonces a mutaciones estructurales,
sino al emplazamiento inesperado de una configuración, de
la cual se puede pensar que no será sostenible mucho tiempo.
Pero antes de explicar este pronóstico, conviene volver
sobre un marco teórico de conjunto.
Una crisis sistémica
Para que el capitalismo funcione con relativa armonía necesita ganancias
suficientes y poder vender sus mercancías. Pero esto no
es suficiente y una condición suplementaria sobre la forma
de esta venta debe ser satisfecha: tiene que corresponder
a sectores susceptibles, gracias a las ganancias de productividad
inducidas, de hacer compatibles un crecimiento sostenido
con una tasa de ganancias sostenida. Nuestra tesis de fondo
es que esta inadecuación es constantemente cuestionada por
la evolución de las necesidades sociales. En la medida en
que el congelamiento salarial se impuso como medio de restablecer
ganancias en Europa, el crecimiento posible de nuevos mercados
estaba a priori descartado. Pero no es la única razón: hay
que buscar más bien en los límites del volumen y del dinamismo
de estas nuevas ventas. La multiplicación de bienes innovadores
no fue suficiente para constituir un nuevo mercado de un
volumen tan considerable como la industria automotriz que
acarreaba con ella no solamente la industria del automóvil,
sino también los servicios de mantenimiento y las infraestructuras
de rutas y urbanas. La extensión relativamente limitada
de los mercados potenciales no fue tampoco compensada por
el crecimiento de la demanda. Faltaba, desde este punto
de vista, un elemento de cierre del círculo importante que
debía llevar las ganancias de productividad a progresiones
rápidas de la demanda en función de las bajas de precios
relativas inducidas por las ganancias de productividad.
Hay que citar aquí los trabajos de Appelbaum y Schettkat9
que muestran de manera convincente que el pasaje del pleno
empleo al desempleo es el producto del «mismo proceso de
desarrollo endógeno». Su análisis se basa en el hecho que
la elasticidad de la demanda de numerosos bienes de consumo
durables en relación a los precios, se aflojó con el tiempo
a medida que las familias se volvían más prósperas y, por
lo tanto, habían acumulado más de esos bienes.
Asistimos después a un desvío de la demanda social, desde los bienes
manufacturados hacia los servicios, que no se corresponde
a las exigencias de acumulación del capital. El desplazamiento
se hace hacia zonas de producción (de bienes y de servicios)
con débil potencialidad de productividad. En la trastienda
del aparato productivo también los inputs (entradas) en
servicios ven aumentar su proporción. Nuestra tesis es que
esta modificación estructural de la demanda social es una
de las causas esenciales de la disminución de la productividad
y que ésta hace más excepcional las oportunidades de inversiones
rentables. No es porque la acumulación disminuyó que la
productividad se desaceleró. Al contrario, es porque la
productividad -como indicador de ganancias anticipadas-
disminuyó que la acumulación, a su vez, es desalentada y
que el crecimiento está contenido, con, a su vez, efectos
suplementarios sobre la productividad. Otro elemento a tener
en cuenta es también la formación de una economía realmente
mundializada que, confrontando las necesidades sociales
elementales del Sur con las normas de competitividad del
Norte, tiende a eliminar a los productores (y por lo tanto
las necesidades) del Sur. En estas condiciones, la distribución
de ingresos no es suficiente, si estos se gastan en sectores
en los cuales la productividad – inferior o menos rápidamente
creciente – viene a pesar sobre las condiciones generales
de la rentabilidad. Como la transferencia no es frenada
o compensada en razón de una relativa saturación de la demanda
adecuada, el salario deja en parte de ser una salida de
acompañamiento, y tiene, entonces, que estar congelado.
La desigualdad de la repartición, a beneficio de capas sociales
acomodadas (a nivel mundial igualmente) representa entonces,
hasta cierto punto, una salida para la cuestión de la realización
de la ganancia.
Si el hundimiento del capitalismo en una fase depresiva es el resultado
de un alejamiento creciente entre la transformación de las
necesidades sociales y el modo capitalista de reconocimiento
y de satisfacción de estas necesidades, entonces el perfil
particular de la fase actual moviliza, a lo mejor por primera
vez en su historia, los elementos de una crisis sistémica
del capitalismo. A lo mejor este último ¿agotó su carácter
progresista en el sentido que su reproducción pasaría de
hoy en adelante por una involución social generalizada?
Podemos en efecto hacer la hipótesis que el capitalismo
ve restringirse – al menos de manera provisoria– sus posibilidades
de ajuste, en sus diversas dimensiones, tecnológica, social
y geográfica.
En el plano tecnológico, la interpretación propuesta aquí de la «paradoja
de Solow» sugiere que existe un progreso técnico autónomo
latente acompañado por importantes ganancias de productividad
virtuales. Pero la movilización de estas potencialidades
choca contra un triple límite: insuficiencia de acumulación,
imbricación creciente entre industria y servicios e insuficiente
dinamismo de la demanda. La tecnología, no permitiendo más
modelar la satisfacción de las necesidades sociales bajo
la especie de mercancía con fuerte productividad, la adecuación
con las necesidades sociales está cada vez más amenazada
y la realización es solamente posible con una desigualdad
creciente de los ingresos. Es por eso que, en su dimensión
social, el capitalismo es incapaz de proponer un «compromiso
institucionalizado» aceptable, es decir un reparto equilibrado
de los frutos del crecimiento. Reivindica, de una manera
totalmente contradictoria en relación con el discurso elaborado
durante la «Edad de oro», la necesidad de la regresión social
para sostener el dinamismo de acumulación. Parece ser incapaz,
sin modificación profunda de las relaciones de fuerza, de
volver, por él mismo, a un reparto equilibrado de la riqueza.
En fin, desde el punto de vista geográfico, el capitalismo perdió su
vocación de expansión sin limites. La apertura de los mercados
potenciales después de la caída del Muro de Berlín, no constituyó
el nuevo Eldorado imaginado, y, por lo tanto, tampoco el
«choque exógeno» salvador. La estructuración de la economía
mundial tiende a reforzar los mecanismos de selección y
eliminación, obligando a los países del Sur a un
imposible alineamiento sobre las normas de hiper-competitividad.
Cada vez más, la figura armoniosa de la Tríada fue remplazada
por relaciones conflictivas entre los tres polos dominantes.
El dinamismo reciente en Estados Unidos no constituye las
bases de un régimen de crecimiento que podría después ser
reforzado extendiéndose al resto del mundo. Sus contrapartidas
son cada vez más evidentes y aparecen bajo formas de ahogamiento
del crecimiento en Europa y, todavía más, en Japón. Es por
eso que el próximo retorno cíclico será probablemente acompañado
de un aumento de las tensiones entre los polos dominantes
de la economía mundial, y de una inestabilidad más importante
de ésta.
En pocas palabras, las posibilidades de remodelación de estas tres
dimensiones (tecnológica, social, geográfica) susceptibles
de ofrecer el marco institucional de una nueva fase expansiva
parecen ser limitadas y esta larga onda está destinada a
estirarse en el débil crecimiento. Para retomar una famosa
fórmula, el fordismo representó seguramente «el estadio
supremo del capitalismo», lo mejor que tenía para ofrecer.
El hecho que retire ostensiblemente esta oferta es una muestra
de su parte, de la reivindicación de un verdadero derecho
a la regresión social. Esta identificación de los obstáculos
lleva a pensar que la recuperación económica reciente tiene
una naturaleza cíclica y no prefigura por lo tanto una nueva
fase de expansión sostenida.
¿El crack
que llega?
Pudimos ver porqué el modelo americano es difícilmente generalizable.
La verdadera pregunta es si es duradero. Sobre este punto,
la respuesta debería ser claramente negativa: ni la diferencia
entre cursos de la bolsa y ganancias reales, ni la diferencia
entre consumo e ingresos, ni la diferencia entre importaciones
y exportaciones, pueden durar de manera eterna. El modelo
no es estable en el sentido que cada una de estas tres diferencias
tiene que profundizarse a medida que se confirma el crecimiento.
En efecto, no se trata solamente de mantenerlos en su nivel
actual sino de permitir que se profundicen constantemente.
Pero más el tiempo pasa, más estas diferencias serán difíciles
de tolerar, y después de reabsorber. Esta es una de las
paradojas más impactantes de la supuesta «nueva economía»:
más registra logros, más hace plausible el escenario de
catástrofe de la corrección severa, del aterrizaje brutal
(hard landing) contrapuesto al aterrizaje suave (soft landing).
A fin de cuentas, la euforia alrededor de la «nueva economía»
tiende a relativizar la importancia de estos derroteros
a la deriva. Se pueden pensar dos tipos de escenarios para
el giro. El primero es el de un agotamiento del ciclo high
tech en los mismos Estados Unidos. Es la tesis de Michael
Mandel10 que merece ser tomada en cuenta más aún porque
proviene de un economista que había contribuido a lanzar
el concepto de «nueva economía» en Business Week. El ciclo
de crecimiento en Estados Unidos se aparenta a una huida
hacia delante, de manera que la más mínima inflexión hace
correr el riesgo de poner en cuestión la prolongación de
los dispositivos actuales. Los tres puntos de ruptura posibles
corresponden a las tres diferencias señaladas más arriba
y que pueden dar lugar al encadenamiento siguiente:
1) si las ganancias reales empiezan a disminuir, la huida hacia adelante
de Wall Street no tiene la más mínima justificación y la
corrección de la bolsa tiene que intervenir con un riesgo
que las correcciones hacia abajo se conviertan en una bola
de nieve;
2) si los ingresos financieros retroceden al mismo tiempo que las tasas
de interés aumentan, el consumo de las familias va a derrumbarse
y una parte de ellos, literalmente, va a caer en quiebra;
3) la desaceleración de la economía de USA va a disuadir la llegada
de capitales y poner en cuestión el nivel del dólar.
¿Esperando
la «Gran noche»?
Los análisis precedentes no tienen que ser entendidos como un «catastrofismo»
que consiste en esperar una nueva Gran Crisis redentora
ni a ligar las perspectivas de transformación social con
el funcionamiento caótico del modelo. Nuestro pronóstico
no es el de un crack final, sino más bien el de un hundimiento
progresivo, a la manera japonesa.
Sin embargo, todo el mundo puede equivocarse. Admitamos que el capitalismo
se instala de manera duradera sobre el camino de un fuerte
crecimiento, claramente desigual y antisocial, pero que,
desde su punto de vista y sus criterios, representa una
fase expansiva con ganancias elevadas y acumulación de capital
dinámico. Como economistas, tendremos que soportar el descrédito
del error, pero eso no cambiará en nada nuestras convicciones
anticapitalistas. Estas no dependen de que el capitalismo
no funciona bien, sino de que representa un sistema económico,
social y ecológico detestable.
Una proposición como ésta se distingue de otra, claramente formulada
por François Chesnais: «Si las fuerzas productivas siguen
creciendo, a pesar de todas las exhortaciones morales, las
razones por las cuales comprometerse en la acción política
revolucionaria son excesivamente débiles. Algunos contestarán
que la realidad de la explotación es una razón suficiente,
pero esto no es algo para nada seguro. Si el capitalismo
es todavía capaz de desarrollar las fuerzas productivas,
la explotación es entonces solamente la contrapartida del
progreso, y sobretodo se convierte en aprovechable. Aquí
está el fundamento de las nuevas formas del reformismo que
conocemos hoy, a las cuales el menor embellecimiento de
la coyuntura da un gran vigor»11. No compartimos esta
apreciación. En un principio, no permite entender porqué
los años de expansión pueden haber sido marcados por un
incontestable desarrollo de las fuerzas productivas y, a
la vez, por episodios revolucionarios o prerrevolucionarios.
Si aceptamos el principio de Chesnais, no podemos entender
porqué era más fácil ser anticapitalista en la época de
la «Edad de oro» que hoy cuando, es manifiesto, el capitalismo
no está funcionando muy bien. O si no, habría que demostrar
que se «pudre» desde el fin de los años treinta. Esto, por
otro lado, lleva lógicamente a Chesnais a negar la disminución
de la productividad como fenómeno mayor de la periodización
del capitalismo12 y a darle el papel principal al parasitismo
financiero.
Pero es tomar el efecto por la causa: la financierización es el síntoma
de un funcionamiento regresivo del capitalismo contemporáneo
y no un atributo del cual se lo podría librar.
No nos oponemos al capitalismo
solamente en la medida en que es ineficaz y esta gangrenado
por las finanzas. Es más o menos exactamente lo contrario:
estamos opuestos al capitalismo porque es para nosotros
un obstáculo para el tipo de desarrollo que nos parece deseable
y sostenible. Estamos en contra de los principios de eficacia
del capitalismo, por otros principios de eficacia que reúnan
criterios más amplios que la sola rentabilidad. Las críticas
que hacemos en contra del capitalismo y el proyecto que
llevamos no están indexados por la coyuntura. La gran cuestión
de saber si el capitalismo puede o no entrar en una nueva
fase de expansión sostenida es importante, pero nuestro
anticapitalismo no depende de esa respuesta. No tenemos
que fabricar pronósticos pesimistas porque serían necesarios
para una postura radical. Nuestra crítica es todavía más
profunda. Lo que parece ser seguro es que, recesiones sucesivas
o expansión duradera, el capitalismo contemporáneo es por
esencia un sistema socialmente regresivo, en el cual las
desigualdades son una pieza maestra, y que no puede ser
un éxito si no divide y excluye. El capitalismo puede desarrollar
las fuerzas productivas, hacer ganancias e invertirlas y
reconciliarse con la buena salud, y, sin embargo, no introducir
más justicia social. Al mismo tiempo, un economista radical
tiene que, obviamente, insistir sobre las contradicciones
que están en juego, mostrar el otro lado siniestro del éxito
y de la euforia. Ya hay aquí razones suficientes para sugerir
que cambiar el sistema sería una buena idea en la cual tenemos
que pensar. Son estas razones las que animan nuestra posición,
que orientan nuestro proyecto, independientemente de los
índices de las bolsas. Nuestra tesis, se habrá entendido,
no es que el capitalismo va inevitablemente a derrumbarse.
Es que su modo de funcionamiento actual es por esencia antisocial
y que sus logros futuros serán exactamente proporcionales
a su capacidad de imponer un modelo basado sobre las desigualdades
crecientes. Esto es suficiente, así nos parece, para ser
anticapitalistas.
1 Esta contribución sintetiza y actualiza el análisis presentado en
Michel Husson, Le grand bluff capitaliste, Editions La Dispute,
2001.
2 Patrick Artus, La nouvelle Economie, La Découverte, 2001.
3 Gérard Duménil y Dominique Lévy, Crise et sorties de crise, PUF,
2000.
4 Ver por ejemplo el postfacio de la reedición de 1997 de su libro
(editado en 1976) : Régulations et crises du capitalisme,
Odile Jacob.
5 Stephen Wildstrom, «Pentium III:
Enough Already?», Business Week, 22 de marzo 1999.
6 «Work in progress», The Economist,
24 de julio 1999.
7 Expresión francesa que se utiliza para decir que grandes proyectos
no llegan a ningún resultado.
8 Goldman Sachs, Global Economics Weekly, 9 de febrero 2000.
9 Eileen Apelbaum y Ronald Schettkat, «Emploi et productivité dans
les pays industriels», Revue internationale du travail,
vol. 134 n° 4-5, 1995.
10 Michael Mandel, «The next downturn»,
Business Week, 9 de octubre 2000.
11 «Propositions pour un travail collectif de renouveau programmatique»,
Carré Rouge n°15-16, noviembre 2000.
12 Ver nuestro articulo : «Contre le fétichisme de la finance», Critique
communiste n° 149, 1997, y la respuesta de François Chesnais
: «Les dangereux mirages de la relative fonctionnalité de
la finance», Critique communiste, n° 151, 1998. Ver Michel
Husson, «Contra el fetichismo financiero», Razón y Revolución,
n° 5, otoño de 1999, Buenos Aires.
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