Es frecuente que en los medios de izquierda
se estudie la realidad nacional abstrayendo algún elemento
constitutivo de la crisis, ya sea el elemento de la crisis
económica, el del régimen político o el de la lucha de clases,
y se le dé a cada uno de ellos el poder de explicar, por
sí mismo y unilateralmente, la totalidad de las relaciones
que hacen a la crisis y a la dinámica de la situación. Aquí
pretendemos explicarla analizando la totalidad compleja
que le dio origen y que define su carácter.
Para ello hemos hecho una utilización
crítica de categorías teóricas del marxista italiano Antonio
Gramsci, como la de crisis orgánica, el concepto de hegemonía,
o el de transformismo. Como vamos a aplicar algunos de estos
conceptos a la realidad argentina, es imprescindible hacer
ciertas aclaraciones. A pesar de que fueron articulados
por Gramsci dentro de una matriz teórica revolucionaria,
ésta fue por momentos ambigua y no exenta de lagunas, algunas
de las cuales se subrayan en este trabajo. Más aún, desde
la posguerra, el comunista italiano ha sido utilizado, en
parte gracias a esas ambigüedades, para fundamentar todo
tipo de estrategias reformistas, desde el llamado eurocomunismo
hasta el nacionalismo burgués en los años 60 y 70, y hoy
mismo por un seudo marxismo socialdemocratizado, carente
de cualquier objetivo revolucionario. El reformismo argentino,
identificado en estos años con el llamado “progresismo”
de intelectuales y periodistas ligados a la Central de Trabajadores
Argentinos y al Frente Nacional contra la Pobreza, es un
ejemplo de este contrabando ideológico.
Con Gramsci sucede lo que el mismo comunista
italiano señalaba en Maquiavelo, es decir, que de él son
posibles dos lecturas. Una, la de quienes toman nota de
la “crisis de hegemonía” y la “crisis orgánica” de la clase
dominante sólo para tratar de encontrar alguna forma de
supervivencia del régimen burgués. Otra, su utilización
dentro de un perspectiva marxista revolucionaria, que identifica
tales crisis en función de avanzar en la comprensión de
las tareas para la revolución proletaria. El pensamiento
de Gramsci, con sus aciertos y errores, fue siempre el de
un político comunista, y sus elaboraciones partieron del
antagonismo fundamental entre la burguesía y el proletariado,
y de las perspectivas de la revolución socialista, particularmente
en los países capitalistas avanzados. Intentamos rescatar
hoy sus aportes que van en ese sentido. Pero al momento
de comprender la crisis y la dinámica de la revolución socialista
en un país semicolonial donde juega un rol determinante
el capital extranjero y la opresión imperialista, como en
Argentina, es insustituible el andamiaje teórico de León
Trotsky, por ejemplo sobre los bonapartismos sui géneris1,
norma característica de los países atrasados. Es decir,
incorporamos conceptos de Gramsci al poder explicativo y
predictivo de la teoría-programa de la revolución permanente,
una teoría general de la revolución que Gramsci no poseía.
Creemos que sólo partiendo de ella, las formulaciones de
Trotsky pueden verse favorecidas y enriquecidas por los
aportes gramscianos antes mencionados.
1- ¿De qué “crisis
orgánica” hablamos?
Decir que Argentina está atravesando
una crisis orgánica era ya un cierto lugar común
antes de las jornadas revolucionarias del 19 y 20 de diciembre.
Hoy el uso de esta definición se ha generalizado aún más
y la emplean académicos, periodistas y hasta diputados en
sus discursos en el Congreso, en particular quienes pertenecen
a la alicaída centroizquierda local. Es evidente que el
concepto gramsciano parece venido como anillo al dedo a
la hora de pensar una situación en la cual se conjugan una
crisis económica monumental con una aguda “crisis social”
y del régimen político de la clase dominante. Estamos en
presencia en nuestro país de una de esas crisis que involucran
a la totalidad de la estructura estatal capitalista.
Para la centroizquierda esta “crisis
orgánica” se limita a una “crisis de modelo” y de
“representación política”; no es una manifestación particularmente
aguda de la crisis capitalista mundial, sino apenas la de
un “tipo de capitalismo”. No es tampoco una crisis
del régimen democrático burgués, sino el de “un tipo
de democracia”. Esta crisis está vinculada estrictamente
a la “crisis de un modelo de acumulación rentístico-financiero”
o la “crisis de un régimen centrado en la valorización
financiera”. Esto lo comparten, con matices, los Calcagno,
Eduardo Basualdo, José Nun y otros. La salida pasa por desarrollar
un “modelo de redistribución de riqueza” con “eje
en la producción”, y la “participación” en las
decisiones del Estado. Algunos son los nostálgicos de la
“sustitución de importaciones”, embellecedores de
una burguesía nacional que mostró a lo largo de todo el
siglo su incapacidad intrínseca para lograr la liberación
nacional. Otros quieren que este Estado, sin alterar
las relaciones de clase, sea el encargado de “redistribuir
la riqueza”.
Como se desarrolla en otro artículo de
esta misma revista, el patrón de acumulación capitalista
de los últimos 25 años se impuso, en primer lugar, por las
leyes mismas de la valorización capitalista, una vez que
estas pudieron desenvolverse más o menos libremente sobre
la base de la derrota de la resistencia de la clase trabajadora.
La crisis actual no consiste por lo tanto en la crisis de
“un modelo”, sino de las fuerzas vitales del capitalismo
mismo y del régimen político que la clase dominante ha utilizado
para imponer su voluntad contra las masas.
Crisis de
hegemonía y “empate hegemónico”
Los ideólogos de la CTA definen la crisis
argentina como un “empate hegemónico” entre las dos
fracciones burguesas en pugna en el país: los grupos económicos
locales versus las privatizadas, las petroleras y los bancos.“Ambos
sectores han demostrado sobrada capacidad para vetar las
propuestas del otro (...) Se reproduce así el empate hegemónico
descripto por la literatura política para las dos décadas
previas al golpe de 1976. Con una diferencia que lo empeora
todo: ninguno de los bandos enfrentados representa ahora
interés alguno que pueda ser llamado nacional o popular,
aunque para mejorar su situación relativa lo invoquen ,
como la alianza que sustenta Duhalde”2
En este comentario el publicista Horacio
Verbitsky sigue los análisis del libro de Eduardo Basualdo3,
quien desmenuza y honestamente reconoce el carácter reaccionario
de ambos bloques burgueses en disputa. El progresismo argentino,
al menos en sus trabajos analíticos más serios, no encuentra
ya nada de progresivo en la burguesía nacional que en los
70 disfrazaba de aliada para constituir un “contrapoder
hegemónico” junto a los trabajadores y el pueblo pobre.
La vieja política de conciliación de clases encontraría,
así, un límite infranqueable.
Para salir de la encerrona el sociólogo
José Nun les alerta: “Si se aceptan estos supuestos,
al progresismo le quedarían muy pocas alternativas: o patear
el tablero mediante una revolución de tipo “jacobino” (que
se que a Basualdo, con toda lógica, no se le ocurre proponer)
o quedar condenado a trabajar en los márgenes del sistema
que poco o nada tiene para brindarle en materia de alianzas
o apoyos”. Y, por el contrario, aconseja lo que, en
definitiva, es la actual orientación de la práctica política
de la CTA y el Frente Nacional contra la Pobreza: “Para
que pueda haber un cambio, es hoy necesaria la unidad de
amplios sectores; y para que pueda haber unidad, es indispensable
diferenciar, negociar, establecer compromisos. Lo cual incluye
distinguir entre niveles de acción. Aliarse con representantes
de las fracciones no financieras del capital, que dependen
de la economía real, del desarrollo del mercado interno,
de las exportaciones con valor agregado, etc., no significa
abandonar sino potenciar al mismo tiempo el Frente Nacional
contra la Pobreza, los movimientos de protestas que se expanden
en el país y la vigorosa acción de democratización que llevan
adelante organizaciones como la Central de Trabajadores
Argentinos” 4.
La estrategia de
Nun lleva (al igual que la CGT lo hará bajo el viejo lema
de apoyar al “campo nacional y popular”) a una política
de presión sobre el gobierno de Duhalde que busque “desempatar”
a favor de uno de los dos bloques detrás de las banderas
de: “distribución de la riqueza y democratización”.
Su teoría vuelve por donde vino. No hace
mucho los “progresistas” sostuvieron que la “defección”
de la burguesía local dejaba en manos de una fantasmática
“sociedad civil” (nombre bajo el que designan la
soberanía del ciudadano de clase media por sobre la “acción
corporativa” de los sindicatos, en particular de los
sindicatos de la CGT) y de un no menos fantasmático “gobierno
democrático” (la Alianza) las tareas históricas pendientes.
Durante los dos años de gestión de la Alianza gastaron ríos
de tinta tratando de demostrar que la deuda externa era
un problema secundario, en un país que finalmente cayó en
cesación de pagos y en el que hubo una insubordinación general
contra la Ley de Déficit Cero del FMI que aplicaban De la
Rúa y Cavallo. Particularmente, Horacio Verbitsky sostenía
que el planteo de no pago de la deuda externa era agitado
por “la derecha populista, la paleoizquierda y la iglesia
apostólica romana”5, y que la demanda de romper
con uno de los mecanismos de opresión imperialista supuestamente
trataba de “salvar”, decían, la responsabilidad fundamental
en la crisis de los grandes grupos económicos locales. Pero
resulta que, cuando la generalización teórica debe ser contrastada
con la irrupción concreta de la crisis actual, nuestros
progresistas, que descartan la salida “jacobina”
a la que temen por sobre todas las cosas, vuelven al redil
de intentar reconciliar a la “sociedad civil” con
la decrépita burguesía nacional, con la cual y pese a todo,
se deben establecer “alianzas y compromisos”.
Esa es toda su ciencia: una mezcla de teoría seudo
marxista con un pusilánime programa de colaboración de clases.
Lejos de la utilización que le pretenden
dar los intelectuales del progresismo, las herramientas
teóricas del marxismo han sido elaboradas justamente para
lo inverso a lo que ellos pretenden: como guía para la acción
de la clase trabajadora en lucha por su emancipación. El
concepto de hegemonía ya había sido utilizado por Plejanov
y el marxismo ruso a principios de siglo, y luego por la
Tercera Internacional de Lenin y Trotsky, para señalar el
rol dirigente del proletariado en la alianza revolucionaria
con los campesinos. El proletariado debía luchar por imponer
su dictadura sobre las clases enemigas, y, en esa
lucha, conquistar hegemonía sobre las clases aliadas.
Gramsci extendió el concepto a la utilización de las formas
democráticas de dominio burgués: la hegemonía burguesa,
combinación entre coerción y consenso, sobre las clases
subalternas. Pero jamás Gramsci planteó que un contrapoder
hegemónico podía surgir de las propias filas de la clase
dominante, como hacen sus epígonos centroizquierdistas,
sino, por el contrario, de una alianza entre el proletariado
y los campesinos, o las masas pobres del pueblo, contra
la burguesía. “El contenido es la crisis de la hegemonía
de la clase dirigente, producida o bien porque la clase
dirigente ha fallado en alguna gran empresa política suya
en la que ha pedido o impuesto por la fuerza el consenso
de las grandes masas (como en el caso de una guerra) o bien
porque vastas masas (especialmente de campesinos y de pequeño
burgueses intelectuales) han pasado súbitamente de la pasividad
política a una cierta actividad y plantean reivindicaciones
que en su inorgánico conjunto constituyen una revolución.
Se habla de ‘crisis de autoridad’ y en esto consiste precisamente
la crisis de la hegemonía, o la crisis del Estado en su
conjunto”6.
El actual “empate hegemónico”
, es decir la imposibilidad de una fracción burguesa de
imponerse sobre la otra, significa, por lo mismo, una crisis
de hegemonía “o la crisis del Estado en su conjunto”
para imponer su voluntad a las masas. La definición de “empate
hegemónico”, tal como la plantea el progresismo, descarta
el tercer actor, las masas como factor independiente, o
limita la acción popular a un rol auxiliar y subordinado
a la decadente burguesía nacional o a una mera presión sobre
el régimen democrático burgués. Pero son las masas quienes
han comenzado un curso de acciones históricas independientes
con las jornadas de diciembre.
Gobierno de
coalición, participacionismo y “democratización”
A contramano de las acciones de las masas, la CTA y el progresismo
tienen por norte buscar espacios de “participación” en
el Estado. Esta estrategia participacionista del gobierno
cualquiera es común a la del PT de Brasil y otras corrientes
reformistas continentales nucleadas en el Foro de Porto
Alegre: la llamada “democracia participativa”. Se
trata de “ocupar posiciones” en el Estado para “profundizar
la democracia”. El repudiable secuestro y asesinato
del alcalde brasileño Celso Daniel, asesor político del
máximo líder petista Lula Da Silva, debería ser al menos
un límite a esta orientación. ¿Puede ser aplicada en Argentina
con un gobierno que configura un serio intento reaccionario
de reconstruir el poder burgués después de las jornadas
de diciembre?
El nuevo presidente Duhalde se define así mismo como “un gobierno
de transición” cuyo primer objetivo es “terminar
con la anarquía y el caos”, y evitar “la guerra civil”,
nombres que le da la burguesía a los gérmenes de revolución.
Para esta archireaccionaria tarea llaman a la “concertación
nacional” y al “Diálogo Argentino”. El gobierno
peronista busca liderar una coalición con los restos de
los desgastados partidos del régimen, con las corporaciones
patronales como la Unión Industrial Argentina liderada por
el monopolio Techint y concitar el apoyo de la burocracia
de los sindicatos. ¿Es posible que nuestros progresistas
de la CTA y el Frenapo, que se reúnen asiduamente con el
gobierno, no caigan en la cuenta que esto es lo contrario
siquiera a una “democratización” del viejo régimen,
si esta fuera posible? Por el contrario, siguiendo al propio
Gramsci a quien tanto citan, es un retroceso al “cesarismo”:
“Todo gobierno de coalición
es un grado inicial de cesarismo, que puede desarrollarse
o no hasta grados más significativos (naturalmente la opinión
vulgar es que los gobiernos de coalición son, al contrario,
el “baluarte más sólido” contra el cesarismo). En el mundo
moderno, con sus grandes coaliciones de carácter económico-social
y político de partido, el mecanismo del fenómeno cesarista
es muy distinto al que funcionó hasta Napoleón III (cuando)
...las fuerzas militares eran un elemento decisivo para
la aparición del cesarismo que se verificaba con golpes
de Estado precisos, con acciones militares, etc. En el mundo
moderno, las fuerzas sindicales y políticas, con medios
financieros incalculables, de los que pueden disponer pequeños
grupos de ciudadanos complican el problema. Los funcionarios
de los partidos y de los sindicatos económicos pueden ser
corrompidos o aterrorizados sin recurrir a acciones militares
(...)7
Esta especie de “bonapartismo sin
bonaparte”, sin una figura fuerte, es acorde a la definición
del gobierno de Duhalde que, tan es así, ha renunciado a
postular su candidatura para las elecciones del 2003: un
presidente que renuncia de antemano a seguir siendo presidente.
A falta de autoridad propia el gobierno esgrime “la autoridad
moral de la Iglesia” y utiliza a la jerarquía del clero.
Desenmascarado ya el principio demoburgués de que “todos
somos iguales ante la ley”, a la clase dirigente invoca
principios tales como el de la “la Doctrina Social de
la Iglesia, que pretende hacer iguales a quienes se encuentran
desiguales”. No obstante, esta “concertación”
mediante las viejas instituciones de dominio aparece, cada
día más, destinada al fracaso.
El problema de fondo que hace extremadamente débil este intento
de arbitraje del nuevo gobierno, proviene de las tendencia
a choques cada vez más violentos entre la insubordinación
de las masas, de un lado, y el imperialismo y los sectores
más concentrados del capital del otro. De allí que la democracia
burguesa, tal como la conocimos hasta hoy en la Argentina,
régimen que se mantiene estable en situaciones no revolucionarias,
ya no podrá contener dentro de sus límites actuales todas
las tensiones de clase existentes. Esto es lo que empuja
a la vieja partidocracia, aconsejada por la propia Iglesia
que pide a los políticos y jueces un “renunciamiento
histórico”, a ensayar autoreformas cosméticas,
como las que en México pusiera en práctica el PRI o el proceso
de mani pulite en Italia, para preservar lo esencial
del régimen de dominio. Algo de esto estamos presenciando
en el enfrentamiento de poderes entre el Ejecutivo de Duhalde
con la Corte Suprema de justicia, una de las instituciones
más odiadas por la población, contra la que el Congreso
alienta un “juicio político”, o los aprestos de reforma
política que significaría “bajar los costos” de
la burocracia estatal, tal como viene reclamando EE.UU,
y reducir el número de parlamentarios de ambas cámaras.
Esta política para resolver por derecha la demanda popular
de un “gobierno barato”, ya fue anticipada por el
gobernador peronista de la provincia de Córdoba, De la Sota,
y significó más restricciones antidemocráticas de la Legislatura
donde se acotaron las posibilidades de acceso para los partidos
obreros y de izquierda, reforzando el monopolio político
de los partidos burgueses tradicionales. Sin embargo después
de las jornadas de diciembre, es posible que, dada la dinámica
que ya tomó la movilización de masas que se ha adelantado
a los planes burgueses, este tipo de autoreformas “gatopardistas”
salidas de las entrañas del propio régimen lleguen tarde
o que, aplicadas por los personeros del peronismo y el radicalismo,
resulten increíbles para quienes reclaman en las calles
“que se vayan todos”.
Por ello, como segunda variante, en el margen izquierdo del régimen
madura la idea, aparentemente más radical, de sectores de
la centroizquierda encabezados por el ARI de Elisa Carrió,
integrante del Frenapo, de “refundar la república” incluyendo
para tal fin hasta la realización de una Asamblea Constituyente.
No olvidemos que Hugo Chávez en Venezuela utilizó la convocatoria
a una Constituyente amañada, y un sinnúmero de plebiscitos,
para terminar con las viejas formas del régimen basado durante
décadas en la AD y la Copei. En esto consistió buena parte
de la llamada “revolución en paz” venezolana: una gran reforma
impulsada desde arriba para evitar un genuino proceso revolucionario
donde la iniciativa sea tomada por las masas y vaya contra
la gran propiedad privada capitalista. En Argentina, a falta
de un bonaparte populista con peso de masas como Chávez,
es la centroizquierda la que plantea esta perspectiva para
poner una soga al cuello del naciente proceso revolucionario
y detenerlo en un estadío “democrático”. Incluso esta trampa
de la “nueva república” podría intentar establecer
la institucionalización de las asambleas vecinales
que se están desarrollando en la Capital Federal u otros
organismos de masas que surjan, permitiéndoles, por ejemplo,
presentar candidatos en las elecciones o atribuirles ciertas
facultades constitucionales, como ser protagonistas de mecanismos
de “consulta popular”. La actual composición social
de dichas Asambleas barriales, esencialmente de distintos
estratos de la clase media y asalariados sueltos que concurren
allí como “vecinos” o “ciudadanos” sin reconocerse
como clase, hace más viables las maniobras de los reformadores
del régimen para integrarlas a una “nueva democracia”.
De todas maneras, aún en el caso de surgir organismos propios
de la clase obrera que, en cierta medida, se contraponen
al poder burgués porque su mismo carácter de clase amenaza
la propiedad capitalista, debería lucharse denodadamente
dentro de ellos contra toda dirección política conciliadora
o reformista. Tampoco olvidemos que en la revolución obrera
de Alemania de 1919, después de la caída del Káiser y el
surgimiento de los Consejos de Trabajadores y Soldados,
el teórico reformista Hilferding, junto a dirigentes del
Partido Socialdemócrata Independiente, promovió la idea
del “estado combinado”, donde se intentaba integrar
los consejos obreros a la República burguesa, dándole rango
institucional para evitar que, tal como era la experiencia
de los soviets rusos dirigido por los bolcheviques, desarrollen
una perspectiva irreconciliable con el Estado burgués y
se hagan cargo de todo el poder. En la actualidad esta vieja
teoría del “estado combinado” es compatible con la
“novedad” planteada por el PT de Brasil, a la que adhiere
la CTA argentina y todos los reformistas del continente
agrupados en el Foro de Porto Alegre bajo el nombre de “democracia
participativa”. Si la situación revolucionaria se agudiza
en la Argentina, la bandera de la “segunda república”
puede convertirse en un serio intento de desvío del proceso
revolucionario abierto. De allí que la verdadera alternativa
empieza a ser: o reforma o revolución, y para dirimirla
a favor de la revolución es que luchamos tanto por la creación
de los organismos de doble poder obrero como por un partido
revolucionario que los lleve a la victoria. Por esto es
tan peligrosa la orientación de la izquierda parlamentarista
argentina, desde el diputado Luis Zamora hasta Izquierda
Unida y el PO, que plantean la demanda de Asamblea Constituyente
como una reforma de tipo constitucional, pacífica y evolutiva,
en lugar de plantearla sobre las ruinas del viejo régimen,
lo que sólo puede ser un subproducto de acciones insurreccionales
encabezadas por la clase obrera que barra con las instituciones
del orden vigente. De allí también que los marxistas revolucionarios
la hayamos reformulado, después de las jornadas de diciembre,
como Asamblea Constituyente Revolucionaria, para
diferenciarla de estas salidas “democratizadoras”, aún las
más “extremas” que pudiera adoptar el régimen burgués para
sobrevivir.
Los políticos, sindicalistas, periodistas e intelectuales del progresismo
que tienen por norte la “democratización” del viejo
régimen demuestran que la “crisis orgánica”, entendida
en su aspecto de separación de las clases que se han puesto
en movimiento con los líderes que dicen representarlas,
los abarca también a ellos. Mientras las acciones de masas
sobrepasan los límites de la democracia burguesa, ellos
se postran ante el viejo orden al que quieren, a lo sumo,
remozar. No sorprende, entonces, que en Le Monde Diplò su
director Carlos Gabetta haya descripto la heroica “Batalla
de Plaza de Mayo” del jueves 20 de diciembre como protagonizada
por una “sospechosa mezcla de delincuentes comunes, provocadores
profesionales de la policía y los servicios de seguridad
e inteligencia, ‘punteros’ políticos y gremiales y los tradicionales
‘revolucionarios’ de izquierda infiltrados hasta el hueso
por la policía”8. Una visión policial parecida a aquella
con la que el dictador Onganía describía el “Cordobazo”
de 1969 o a las crónicas de los diarios oligárquicos sobre
la “Semana Trágica” de 1919. El hasta ayer progresista en
épocas de paz social, se devela abiertamente reaccionario
cuando aparecen los primeras amenazas insurreccionales del
proceso revolucionario.
2. La “discordancia de los tiempos”: crisis económica y situación
revolucionaria*
Teóricamente el concepto de crisis orgánica
utilizado por Gramsci tiene la ventaja de no caer en una
interpretación determinista, en la que muchas escuelas han
caído al establecer una relación de causalidad directa entre
las “incursiones catastróficas del elemento económico”
y la apertura del proceso revolucionario. Esto lo llevó
a separarse del catastrofismo económico en el análisis de
los procesos políticos como del determinismo mecanicista
en el plano filosófico, que había inficionado el pensamiento
de la Segunda y de la Tercera Internacional estalinizada.
El análisis gramsciano contempla una
esfera político-ideológica, relativamente autónoma,
tanto en el proceso mismo de la crisis burguesa como en
la constitución de la hegemonía proletaria. No basta el
elemento revulsivo de la crisis económica capitalista, sino
que es necesario atender a la composición de sus instituciones
políticas y partidos, la deslegitimación (pérdida de hegemonía)
sobre las clases aliadas y sobre las clases explotadas,
y la capacidad del proletariado y de su partido revolucionario
de conquistar el apoyo de las restantes clases explotadas,
etc. “Se puede
excluir que las crisis económicas produzcan por sí mismas
acontecimientos fundamentales; sólo pueden crear un terreno
más favorable a la difusión de ciertas formas de pensar,
de plantear y resolver las cuestiones que hacen a todo el
desarrollo ulterior de la vida estatal”9.
Para Gramsci la cuestión particular del
elemento económico, del malestar en las distintas clases
y la respuesta mecánica o inmediata por parte de las clases
al mismo, entran, como acciones de coyuntura, en
un campo más basto “en cuyo terreno se produce el paso
de esas correlaciones sociales a correlaciones políticas
de fuerza, para culminar en las correlaciones militares
decisivas”10. Esto excluye toda idea de una determinante
unívoca del proceso revolucionario. Plantea incluso las
condiciones de reestabilización capitalista generadas por
las contratendencias presentes en toda crisis, si esa crisis
no se traduce en la disgregación estatal y en la capacidad
de las clases explotadas de asumir un papel dirigente, expresadas
en la maduración de un movimiento obrero revolucionario
genuino y en la constitución de un partido revolucionario
director.
En el mismo sentido, en su trabajo sobre
la Revolución Rusa, Trotsky llega a las mismas conclusiones,
negando cualquier tipo de relación mecánica entre una y
otra. Allí sostiene que “las transformaciones que se
producen entre el principio y el fin de una revolución en
las bases económicas de la sociedad y en el substractum
social de las clases no bastan para explicar la marcha de
la revolución. La dinámica de los acontecimientos revolucionarios
está directamente determinada por rápidas, intensas y apasionadas
conversiones psicológicas de las clases constituidas antes
de la revolución”. Y respondiendo a un historiador,
Pokrovsky, que criticaba esto como idealista y oponía a
ello la teoría que la desorganización económica era la verdadera
fuerza motriz de la revolución, respondía “Pokrovsky
revela de la mejor manera posible la inconsistencia de una
explicación vulgarmente económica de la historia, que demasiado
frecuentemente se hace pasar por marxismo. Los cambios radicales
que se producen en el curso de una revolución son provocados,
en realidad, no por los descalabros económicos que se producen
episódicamente, que tienen lugar en el curso de los acontecimientos
mismos, sino por las modificaciones capitales que se han
acumulado en las bases mismas de la sociedad durante toda
la época precedente. Que en vísperas de la caída de la monarquía,
así como entre febrero y octubre, el desastre económico
se haya agravado constantemente, aguijoneando el descontento
de las masas, es absolutamente innegable y jamás hemos dejado
de tenerlo en cuenta. Pero sería un error demasiado grosero
pensar que la segunda revolución tuvo lugar ocho meses después
de la primera porque la ración de pan haya disminuido durante
ese tiempo...” 11
De la misma manera, en el seno de los
debates de la Tercera Internacional, Trotsky rechazó la
teoría de la “ofensiva permanente” de Zinoviev y
Bela Kun, y se negó a extraer unilateralmente los ritmos
de la lucha revolucionaria directamente de las fluctuaciones
de las crisis económicas. En diciembre del ’21 sostuvo que
“los efectos de una crisis sobre el curso del movimiento
obrero no son todo lo unilaterales que ciertos simplistas
imaginan. Los efectos políticos de una crisis (no sólo la
extensión de su influencia sino también su dirección) están
determinados por el conjunto de la situación política existente
y por aquellos acontecimientos que preceden o acompañan
la crisis, especialmente las batallas, los éxitos o fracasos
de la propia clase trabajadora, anteriores a la crisis...”12
Catastrofismo
Algunas corrientes marxistas en Argentina
han pretendido hacer pasar su catastrofismo económico por
marxismo. El Partido Obrero, por ejemplo, ha sido abanderado
de la “autodisolución” del capitalismo. Como, evidentemente
cualquier plan burgués lleva en su seno contradicciones
insalvables, en el marco de las contradicciones del sistema
capitalista, se pude anunciar su muerte antes de nacer.
El plan cavallista era contradictorio desde su inicio porque
estaba basado en un endeudamiento y flujo de capital creciente
que no podía sostenerse apenas las condiciones internacionales
cambiaran de signo. Esto llevó a PO a decir, en el año 93,
que el plan Cavallo estaba agotado. Como ahora estamos en
presencia de una catástrofe económica, los catastrofistas
pueden decir “tuvimos razón”. Sin embargo, los tiempos en
política son de primer orden. El marxismo vulgar siempre
está dispuesto a creer que una profunda crisis económica
contiene en sí misma una situación revolucionaria. Ello
no fue así ni en la evolución de las crisis capitalistas
a lo largo del siglo XX ni en la crisis presente en nuestro
país.
Desde la evolución de la situación desde
el año ’95, año de la primer gran crisis disparada por el
efecto “tequila” en México, observamos que comienzan a abrirse
fisuras en el bloque dominante. Pero esto no llevó a una
situación revolucionaria inmediata. La psicología conservadora
de la pequeño burguesía y de importantes estratos de la
clase obrera, abonada por el rol político de la burocracia
sindical y el surgimiento de la Alianza que bloquearon los
cortes de ruta y paros generales que podrían haber tirado
a Menem, actuó como freno a la crisis, con la ilusión de
extender el período de la estabilidad monetaria. Esto mantuvo
unidas precariamente a las filas burguesas e impidió que
se generalice la desconfianza que hubiera llevado a una
crisis bancaria como la que vivimos actualmente. Es más,
a partir de los colapsos financieros del Sudeste Asiático
y de Rusia, que dan inicio al período extendido de recesión
local, vuelven a manifestarse con mayor gravedad las grietas
en el seno de la alianza de clases burguesa consolidada
en los 90, en la que sectores exportadores y capitalistas
ligados al mercado interno comenzaron a ejercer presión
sobre el tipo de cambio y sobre las tarifas contra el bloque
de las privatizadas y los bancos. Estas disputas interburguesas,
de sordas pasaron a ser abiertas. Si la recesión alimentó
el descontento de la pequeño burguesía que se venía a sumar
a las luchas de los desocupados y a los paros generales
de la clase obrera contra el cada vez más tambaleante gobierno
menemista, la conformación de la Alianza encauzó esa incipiente
unidad obrera y popular hacia el terreno electoral. Fue
la carta que jugaba el régimen, apoyándose en la todavía
psicología conservadora de las capas medias de mantener
la convertibilidad pero cambiando el “estilo mafioso”
del menemismo. Recién cuando la experiencia con el
gobierno de De La Rúa fue agotándose, cuando todas las expectativas
de un cambio de administración se fueron derrumbando y cuando
la pequeño burguesía fue golpeada directamente para salvar
a los bancos, es cuando en esa crisis burguesa se abre paso
la crisis revolucionaria de diciembre. En el medio fracasaron
todos los intentos de desviar la lucha de clases y restablecer
el ciclo económico, los intentos de dividir a las clases
medias del movimiento obrero (ley de reforma laboral) y
el intento pre-bonapartista de Cavallo de recomponer el
equilibrio entre las distintas fracciones de la clase dominante
y de preservar la acumulación basada en la apertura y el
esquema monetario convertible.
Es decir que la crisis económica, que
fue el motor de la crisis burguesa de conjunto, no se transformó
en crisis revolucionaria mecánicamente. La actual situación
revolucionaria se fue componiendo en una serie contradictoria
de momentos económicos, políticos y de la correlación de
fuerzas sociales. Sólo bajo ciertas circunstancias, ruptura
del bloque dominante, crisis política del régimen, acumulación
de las experiencias y las luchas obreras y populares desde
el ’93 y un cambio profundo en la psicología de las masas,
en especial de las capas medias, se llegó a la crisis
revolucionaria de diciembre, cuando la irrupción de masas
en el centro del poder político provocó la caída del gobierno
de De la Rúa. Si bien todos los factores fueron acicateados
por la agudeza de la depresión económica (crack bancario
encubierto, fin de la convertibilidad y “corralito” financiero),
no se conjugaron sino a través de una serie de mediaciones,
las que en su totalidad hacen a una crisis orgánica. Cuando
tomamos el concepto de crisis orgánica de Gramsci
lo hacemos porque permite contemplar la totalidad de los
factores. De cualquier manera, es necesario hacerlo con
salvedades. En sus teorizaciones, en ocasiones se desliza
hacia un análisis de las superestructuras perdiendo de vista
la interacción entre estas y la base económica13.
Voluntarismo
Así como algunos toman unilateralmente
el elemento económico para “hacer historia”, otros utilizan
como única vara de medición las luchas de masas. De acuerdo
a este esquema los maoístas argentinos de la Corriente Clasista
y Combativa, orientada por el PCR, señalan el inicio del
“auge revolucionario” en Argentina en el año ’93. Es cierto
que el Santiagueñazo abrió un período de revueltas y
motines, en general protagonizado por trabajadores estatales,
durante los años 94 y 95 en varias provincias del interior
del país: La Rioja, Jujuy, San Juan, Río Negro, Neuquén,
Tierra del Fuego. Esas luchas, marcaron los primeros elementos
de violencia significativos dentro del régimen de democracia
burguesa. Vistos retrospectivamente, prepararon las jornadas
de diciembre. Pero no se pueden confundir los tiempos
de la subjetividad obrera y de masas, que van ejercitando
y acumulando experiencia mediante sus acciones, con un auge
revolucionario. Ese período de luchas enfrentó una sólida
alianza de las clases dominantes, cuya máxima expresión
fue el Pacto de Olivos, en momentos de auge del plan cavallista
al cual daban apoyo vastos sectores de la clase media e
incluso de la clase trabajadora y sectores pauperizados.
Esas revueltas pusieron un límite
a la ofensiva capitalista, pero no abrieron la situación
revolucionaria. El terreno para que estas luchas trasciendan
el ámbito local o la lucha corporativa, es decir para que
impongan una nueva relación de fuerzas sociales, todavía
no había madurado. Esas luchas todavía giraban en el vacío,
no incitaban a las demás capas explotadas a entrar en escena,
no podían ganarse a las clases medias y no lograban crear
fisuras en la clase dominante. Las situaciones revolucionarias
no se componen a través de la evolución lineal o la sumatoria
de las luchas. En los años ’80, bajo el gobierno alfonsinista
se realizaron miles de huelgas y conflictos por año, y sin
embargo no existió un cuestionamiento de fondo a las clases
dominantes y al régimen político. Estas luchas pueden modificar
las relaciones de fuerza cuando las clases dominantes se
dividen, cuando las clases medias pasan a la oposición o
por una serie de factores de índole político, económico
y social que salen del campo mismo de la lucha pero que
bajo ciertas circunstancias la potencian y le dan una magnitud
revolucionaria.
Por eso el tiempo de las experiencias
y nuevas formas de lucha, aunque alimentaron a lo largo
de los años y gradualmente el desarrollo de elementos de
una nueva subjetividad, no se correspondió inmediatamente
con el tiempo de la relación de fuerzas del conjunto
de las clases sociales. Nosotros consideramos que la
lucha de clases es el factor fundamental, pero no en
su sentido estrecho de sumatoria de luchas parciales, sino
dentro de una relación compleja y mediada que existe entre
la lucha de clases, los efectos devastadores de la crisis
económica capitalista y la crisis política del Estado y
sus instituciones.
A estas posiciones las denominamos voluntaristas,
porque consideran que las luchas de sectores de trabajadores
crean por sí mismas, independientemente de la crisis económica
y de la situación de todas las clases de la sociedad,
una "correlación de fuerza favorable" a los
explotados. Los voluntaristas tienen en común con los catastrofistas
económicos el método de desarrollar unilateralmente un aspecto
y darle un valor sin límites.
3. La particularidad argentina: crisis de la democracia burguesa
El aspecto político distintivo del ascenso
de masas argentino, su particularidad reside en que enfrenta
un régimen político democrático burgués. La caída revolucionaria,
por la vía de la movilización y acción directa, no ya de
una dictadura militar sino de un gobierno elegido por el
engañoso sufragio universal es un hecho inédito en el país.
Esto tiene una enorme significación, tanto para las perspectivas
de la Argentina misma, como para la teorización de nuevos
procesos que se abran en el resto del continente.
Con las jornadas de diciembre, las amplias
masas rompieron la normalidad burguesa, en la cual sólo
se cambian presidentes respetando los mandatos previstos
por el calendario electoral, y con ello han puesto en cuestión
la propia democracia burguesa como “mejor envoltura del
capital”.
“La particularidad
del consentimiento histórico conseguido en las modernas
formaciones sociales capitalistas (...) la novedad de este
consenso, es que adopta la forma fundamental de una creencia
por las masas de que ellas ejercen una autodeterminación
definitiva en el orden social existente. No es pues la aceptación
de la superioridad de una clase dirigente reconocida (ideología
feudal), sino la creencia en la igualdad democrática de
todos los ciudadanos en el gobierno de la nación, en otras
palabras, incredulidad de la existencia de cualquier clase
dominante. El consentimiento de los explotados en una formación
social capitalista es, en este caso, de un tipo cualitativamente
nuevo que ha dado lugar sugestivamente a su propia extensión
etimológica: consenso o acuerdo mutuo.” Así se refería Perry
Anderson14 al aspecto señalado por Antonio Gramsci que desarrolló
el concepto de hegemonía para un análisis diferenciado de
las estructuras de poder burgués en las democracias “de
Occidente”.
Si el concepto de hegemonía, en el derrotero
de la elaboración del marxismo revolucionario, se trasladó
desde el debate sobre las alianzas del proletariado “en
Oriente” hacia las estructuras de poder burgués en las
“democracias avanzadas de Occidente”, el desafío
es contrastar y poner a prueba la categoría en Argentina,
un país capitalista semicolonial, es decir una estructura
atrasada, pero donde la alianza entre el imperialismo
y la burguesía nativa viene ejerciendo el poder bajo las
formas de la democracia burguesa avanzada. En la Argentina
se dio un desarrollo desigual y combinado entre el salto
en la semicolonización del país, con la estabilización relativa,
en los últimos 18 años, de una democracia que emula la de
los centros imperialistas. En esto residía la principal
fortaleza del régimen de dominio argentino desde los años
80.
¿Cómo pudo la clase dominante de un país
semicolonial, que fue “el mejor alumno del modelo neoliberal”
en América Latina, imponer la política del capital financiero
más concentrado sin apelar a una “dictadura policíaco-militar”15
y manteniendo esencialmente las formas de la democracia
parlamentaria y el sufragio universal? ¿Cuáles son los mecanismos
con los que garantizaron este dominio durante dos décadas
de continuidad “democrática”, período excepcional
dentro de la historia nacional? Finalmente, ¿qué es lo que
entró en profunda crisis para que ese período excepcional
se haya agotado?
Queremos señalar aquí cuatro elementos
esenciales.
Reversión
de una derrota histórica
En primer lugar, el más importante ya
lo hemos señalado en otro número de esta revista16. Lo que
llamamos la “democracia pos-contrarevolucionaria”
en la Argentina, reconocía dos hechos fundantes en la represión
y coerción: el golpe militar del 76 y la “derrota nacional”
del año 82 en la guerra de Las Malvinas. Ambos hitos contrarrevolucionarios
permitieron el salto en la penetración imperialista del
país y, a la vez, la instauración de las formas democráticas
de dominio burgués, a partir de imponer una relación de
fuerzas más o menos contraria a los trabajadores y el pueblo
por todo un período histórico. Es decir, fue un régimen
instaurado en base a sacar de la escena histórica al proletariado,
no porque haya desaparecido sociológicamente17; ni porque
haya dejado de ser sujeto de luchas económicas muy importantes
o grandes manifestaciones de “protesta política”
como los más de 25 paros generales que protagonizó desde
el año 83; sino porque lo anuló como “clase peligrosa”,
capaz de hacer “desafíos revolucionarios” a la contrarrevolución
que la alianza entre el imperialismo y la burguesía nacional
vienen implementando hace 25 años en el país.
Paradójicamente, el pilar del Estado
burgués semicolonial, sus fuerzas de represión, y en especial
el ejército que hasta el ‘76 fue utilizado como recambio
de poder político, como “partido militar” ante las
recurrentes crisis de la historia política del país, quedó
muy debilitado por la derrota en la guerra y por el desprestigio
de las FF.AA por haber perpetrado el terrorismo de Estado.
Esto tuvo una importancia sólo relativa en la anterior etapa,
mientras la lucha de masas no iba más allá de los límites
que le imponía la legalidad burguesa, o sólo la sobrepasaba
“en los bordes” de la sociedad como con los levantamientos
de desocupados en pequeñas comunas del interior del país,
a los que se reprimió con la Gendarmería Nacional y las
policías provinciales. Al desatarse las acciones de masas
en el centro del poder político nacional y las grandes ciudades,
el handicap de la debilidad estratégica de las fuerzas armadas,
fue aprovechado por los primeros pasos del proceso revolucionario.
Así resultó en las jornadas de diciembre con la formidable
movilización de masas del 19 a la noche para rechazar la
implementación del Estado de Sitio, con la cual el moribundo
gobierno de De la Rúa pretendía aterrorizar y separar a
las capas medias de la Capital de las decenas de miles de
pobres y desocupados que habían asaltado los supermercados
en 11 provincias esa misma mañana y en los días previos.
Este límite impuesto al poder de fuego del Estado abrió
a la Batalla de Plaza de Mayo protagonizada por la juventud
y la amenaza del “cuarto acto”: la huelga general
insurreccional que se preparaba para el día 21 y que sólo
la renuncia de De la Rúa, en el acto más lúcido de su gestión
para los intereses de su clase, logró evitar.
Al mismo tiempo las tendencias de sectores
de las masas, no plenamente concientes todavía, de enfrentar
al plan del FMI, a los bancos, monopolios extranjeros y
grandes empresas señalan la potencialidad de una dinámica
de movilización antimperialista no vista desde la guerra
de Las Malvinas. Las jornadas revolucionarias de diciembre
comenzaron una reversión de la derrota histórica del 76
y vuelven a presagiar la entrada en escena del proletariado
como clase potencialmente peligrosa para el conjunto del
régimen social capitalista, más allá de cuánto tarden en
expresarse en forma revolucionaria los batallones concentrados
de la clase obrera como en los años ‘70.
Terrorismo
económico
En segundo lugar, la depresión de la
economía resquebrajó, en gran medida, el mecanismo de
coacción o terror económico, que la burguesía
utilizó en estos años y utiliza todavía para inmovilizar
a los trabajadores y el pueblo. Perry Anderson, señala que
“...el análisis dualista al que tienden típicamente las
notas de Gramsci no permite un tratamiento adecuado de las
coacciones económicas que actúan directamente para reforzar
el poder de clase burgués: entre otros, el miedo al desempleo
o al despido que, en ciertas circunstancias históricas,
puede producir una “mayoría silenciosa” de ciudadanos obedientes
y votantes dóciles entre los explotados. Tales coacciones
no implican ni la convicción del consentimiento ni la violencia
de la coerción” 18.
Es evidente que esta “coacción”
cumplió un rol de primer orden en la Argentina.
La primera coacción fue lo que denominamos
el “chantaje del partido de las finanzas”, aprovechando
las secuelas que dejó en las masas la brutal crisis del
‘89. Al haber entrado en crisis, como explicamos más arriba,
el histórico chantaje golpista del viejo “partido militar”
que, décadas atrás, amenazaba volver si las masas sobrepasaban
la legalidad de la democracia burguesa, la amenaza de los
‘90 fue la del “golpe económico”: “si los trabajadores
desestabilizan la democracia con sus luchas, huirán los
capitales, no se podrá mantener el ‘uno a uno’ ni la estabilidad
de precios y volveremos a una crisis como la del 89”,
tal era la coacción del régimen sobre las masas. Este mecanismo
lo rompió ahora el propio capital financiero: ya se fugaron
los capitales, se confiscaron los ahorros de las clases
medias, y la devaluación terminó con el “uno a uno” y la
estabilidad de precios. Hoy es la propia burguesía la que
teme, mientras las masas se mantengan en las calles y no
se desactive “la bomba social” como la llamó Duhalde,
que una hiperinflación desate la masiva lucha contra la
carestía de la vida, incorporando al ascenso actual a la
clase obrera por la demanda de recuperación salarial.
En cuanto al segundo mecanismo de coacción,
el miedo al desempleo, sigue siendo en buena medida lo que
retrasa la intervención de los trabajadores, sobre todo
en las ramas más importantes de la industria y los grandes
servicios. Pero es tan grave la depresión económica, con
su récord de cierres y quebrantos de empresas, que este
mecanismo de terror económico, tendencialmente, se puede
volver en su contrario. Cada vez más amplias capas de trabajadores,
en especial en la industria mediana, se incorporan a la
lucha contra los despidos y cierres, y cada vez más los
que tienen empleo se sienten amenazados por la bancarrota
generalizada del capitalismo argentino, donde muy pocos
se sienten “seguros”. Es decir que son cada vez menores
las “conquistas” que conservar de la antigua situación
y menor la base material del conservadurismo en sectores
del movimiento obrero. A esto se agrega un elemento subjetivo
nada despreciable: Argentina es el país que tiene el movimiento
militante de desocupados más importante del mundo. La falta
de unidad de las filas obreras entre ocupados y desocupados
obedece, casi en forma absoluta, a la responsabilidad de
la burocracia colaboracionista de los sindicatos y a las
conducciones y programas reformistas de la mayoría de los
movimientos piqueteros.
Nueva “aristocracia
pequeñoburguesa” y burocracia sindical
En tercer lugar el régimen político argentino
se asentó en el mecanismo directo de cooptación económica
de sectores altos de la clase media y de la casta burocrática
de los sindicatos.
En los años 90, a la par del flujo de
capital que entró al país, mientras caían los ingresos de
los trabajadores y de la mayoría de las capas medias por
debajo de los índices oficiales de pobreza, se formó un
nuevo estrato superior de la pequeñoburguesía, una nueva
elite o aristocracia pequeñoburguesa.
Este fenómeno fue
propio del período “neoliberal” en todo el mundo, cuyo objetivo
fue crear un sector de alto consumo en el mercado de algunos
países. Esta nueva clase media alta aumentó sus ingresos
ligada a la mayor injerencia del capital extranjero y la
apertura de la economía: agentes de bolsa, pequeños intermediarios importadores,
profesionales en agencias de publicidad, abogados y contadores
de los estudios de auditoría y consultoras de las principales
empresas, empleados jerárquicos de las multinacionales y
las subsidiarias que se de-sarrollaron asociadas a ellas,
y que, en especial, todos ellos se hicieron directamente
rentistas. Esta pequeñoburguesía acomodada19, base preferencial
del primer plan Cavallo, votó con fervor por la reelección
de Menem en el ‘95. Una parte de ellos giró al apoyo a Fernando
De la Rúa en el ‘99 que les prometió “un peso un dólar”,
y con los mismos objetivos conservadores pasaron momentáneamente
por el voto a Cavallo en el 2000 y sostuvieron su entrada
como eje del gobierno de la Alianza en marzo del 2001. Ante
el declive del “salvador” de la convertibilidad,
muchos pasaron a la oposición expresándose en el “voto
bronca” en los barrios ricos de la Capital en las elecciones
de octubre pasado. Ahora constituyen una gran parte de quienes
tienen sus rentas atrapadas en “el corralito”, lo
que la descoptó, por ahora, del viejo régimen. Hoy son una
parte de los que protagonizan los cacerolazos y los bocinazos
de sus “4x4” en las cálidas noches porteñas. A pesar de
su pasaje a la oposición en la actualidad, lo que constituye
un elemento desestabilizador de primer orden del régimen
actual, sin embargo son la base potencial de un futuro “partido
del orden” y de ensayos bonapartistas de derecha
contra la clase trabajadora.
El proceso de recreación de una aristocracia
pequeñoburguesa, fue inverso a lo que sucedió en el movimiento
obrero en el que sólo la burocracia sindical, como casta
separada de la clase y encaramada en las conducciones de
los gremios, mantuvo o aumentó sus privilegios. El sostén
del régimen a la casta parasitaria de los sindicatos,
para pactar la liquidación de viejas conquistas de los convenios
colectivos de trabajo de los años 70, fue uno de los elementos
claves del bloqueo a la resistencia de la clase trabajadora
que, sin excepción, vio caer sus salarios y condiciones
de trabajo. El remate de las empresas del Estado fue acompañado
de una política de mayor cooptación a la burocracia sindical,
lo que facilitó la derrota de grandes huelgas de resistencia
a las privatizaciones, con la llamada “propiedad participada”,
una emulación del famoso “capitalismo popular” de
Margaret Thatcher en Inglaterra. En este proceso un sector
de la burocracia sindical se transformó directamente en
socia empresaria de las patronales, participando de las
ganancias de las nuevas empresas privatizadas. Mientras
esto pasaba, eran despedidos más de medio millón de trabajadores
de las viejas empresas públicas, lo que generó que la burocracia
sindical, mucho más coptada al régimen, perdiera cada vez
más apoyo y base social. En la Argentina, con la versión
senil de la política thatcherista, se intentaron crear,
en un primer momento, ilusiones en sectores de la clase
trabajadora repartiendo “acciones” de algunas empresas
privatizadas, la petrolera por ejemplo, y muchos otros fueron
“beneficiados” con altas indemnizaciones por “retiros
voluntarios”. Algunos armaban “cooperativas”
para seguir prestando servicios a la empresa en la que antes
eran asalariados, que rápidamente se hundieron. Otros, los
más, con las altas indemnizaciones compraron pequeños comercios,
o se hicieron cuentapropistas, pero fueron a la quiebra
en poco tiempo. La ilusión de que una nueva capa de la clase
obrera podía tener “movilidad social” en el escalafón
de la sociedad capitalista, de trabajadores a pequeños propietarios,
terminó rápidamente. Se confirmó la teoría marxista de que,
en general, el fenómeno de una aristocracia obrera estable
es excluyente de los países imperialistas donde se reparte,
cada vez menos por cierto, en capas altas y mejores pagas
de los trabajadores de las metrópolis las migajas de lo
que extraen de los países semicoloniales desde donde remesan
sus ganancias, dando lugar a mayor estabilidad a las burocracias
y partidos obreros reformistas, y a las propias democracias
de los países centrales. En el primer levantamiento del
año 96 en la comunidad petrolera de Cutral Có y Plaza Huincul
en Neuquén y años más tarde en Mosconi y Tartagal en Salta,
un gran sector de estos trabajadores que habían pasado por
la experiencia de las cooperativas, la pequeña propiedad
comercial y el cuentapropismo, protagonizó, ahora como desocupados
y por fuera del control de la burocracia sindical, los primeros
piquetes e inauguró el método de los cortes de ruta, jalones
revolucionarios del nuevo movimiento obrero argentino.
Casta política:
corrupción y transformismo
Por último, ha entrado en crisis un importante elemento adicional
de sostén de esta democracia burguesa. Lo que hoy llaman
“crisis de representatividad”, es un eufemismo para
intentar explicar la razón por la cual se realizan manifestaciones
frente a casas de diputados, o los funcionarios son espontáneamente
agredidos en la calle en escenas que hacen recordar al tratamiento
que le daba el pueblo a los militares en los años 82-83
que, como ahora “los políticos”, no podían pasearse
tranquilos por lugares públicos.
Este verdadero terremoto político se
debe al odio acumulado en años en que mientras caían abruptamente
los ingresos de más de 15 millones de argentinos bajo la
línea de los índices oficiales de pobreza; diputados, senadores
y funcionarios fueron una máquina de votar y aplicar leyes
y decretos abiertamente antipopulares. La separación de
la casta política, que en democracia burguesa depende de
los votos, de las necesidades de la mayoría de la población
no tiene precedentes en el país. Mientras una nueva élite
de clase media alta, como dijimos más arriba, era la base
preferencial de una democracia degradada con fuertes elementos
autoritarios en el gobierno de Menem y de Cavallo en el
último período de la Alianza, millones de las clases medias
de la ciudad y el campo se pauperizaron, aproximándose cada
vez más a las condiciones de vida de los trabajadores20.
Profesionales y técnicos, muchos de ellos empleados en el
estado, vieron caer sus ingresos; pequeños productores y
comerciantes se superendeudaron o marcharon a la quiebra.
Estos sectores jamás recuperaron las expectativas de ascenso
y movilidad social que caracterizó a la antigua clase media
argentina. Ni hablar de la clase trabajadora. Una de las
pocas formas de ascender socialmente era “hacer carrera”
como parte de la casta política muy bien paga.
El régimen democrático burgués argentino
aplicó en escala superlativa lo que Perry Anderson señala
como uno de los límites de la teorización de Gramsci: “Otra
forma de poder de clase que escapa a la tipología principal
de Gramsci es la corrupción- el consentimiento por la compra,
más que por la persuasión, sin ninguna atadura ideológica.
Desde luego Gramsci no era de ningún modo inconciente ni
de la “coacción” ni de la “corrupción”. (...) Sin embargo
nunca los intercaló sistemáticamente en su teoría principal
para formar un espectro más sofisticado de conceptos” 21.
En el arsenal teórico de Gramsci encontramos,
sin embargo, una categoría más sofisticada que permite comprender
mejor, en toda su significación, este elemento adicional
por el cual la burguesía logró mantener las formas, aunque
cada vez más degradadas, de la democracia burguesa; y al
mismo tiempo da cuenta del agotamiento de este régimen y
sus políticos que la mayoría de la población denuncia. Este
es el concepto de transformismo.
La idea de transformismo es tomada como
el eje central del libro de Eduardo Basualdo anteriormente
citado, que es una nueva usina ideológica del progresismo
argentino, para explicar el mecanismo central de dominación
de la fracción financiera del capital en las últimas décadas.
”El transformismo se caracteriza por ser una situación
en la que los sectores dominantes excluyen todo compromiso
con las clases subalternas, pero mantiene la dominación
(hoy llamada “gobernabilidad”) sobre la base de la integración
de las conducciones políticas de esas clases subalternas.”22.
Ahora bien, disentimos con Basualdo en
la aplicación del concepto. Gramsci lo tomó del mecanismo
con el cual la antigua burguesía italiana incorporó o cooptó
a los representantes de las clases subalternas, en especial
a los líderes e intelectuales que hablaban en nombre de
los campesinos y otras clases desposeídas, en el proceso
del Risorgimento. La unificación de Italia como nación
burguesa, se realizó bajo la reaccionaria forma impuesta
por los terratenientes del sur, es decir sin otorgar concesiones
al campesinado, como era la demanda esencial de reforma
agraria que sí había otorgado la Gran Revolución Francesa.
El transformismo italiano consistió en que, para
lograrlo, el partido que lideró el proceso (los Moderados),
el ala derecha, utilizó los acuerdos y compromisos con el
Partido de Acción, el ala izquierda. Gramsci denominó al
proceso de la unificación burguesa de Italia como una “revolución
pasiva”, pactada desde arriba, diferenciándola del modelo
“jacobino” de la revolución francesa. De todas formas,
aún siendo “no incluyente” del campesinado, esa burguesía
realizó una tarea históricamente progresiva como
la unidad nacional. Por ello aquel transformismo, la absorción
de los intelectuales y representantes del pueblo sin dar
nada a las masas populares, se realizó esencialmente mediante
la influencia ideológica de una burguesía que, todavía,
ejercía poder de atracción sobre otros estamentos subordinados.
En fin, el transformismo italiano significó que para una
tarea progresiva el sector más conservador de la burguesía
subordinó (transformó) al ala izquierda.
La primer diferencia con los análisis
de Basualdo y sus seguidores es que ponen bajo la categoría
de “representantes de las clases subalternas”, tanto
a los líderes del Partido de Acción como Giussepe Mazzini
en la vieja Italia, como a los dirigentes del PJ y la UCR
que fueron quienes nutrieron con abrumadora mayoría a la
casta de funcionarios, diputados y senadores. Estos, siendo
formalmente “elegidos por el voto popular”, representaron
desde siempre a la burguesía argentina en su período histórico
de decadencia y, al igual que ella, en las últimas décadas
se subordinaron más que nunca a su majestad, el capital
financiero. Ciertamente esto fue lubricado mediante los
exageradamente altos sueldos de diputados, senadores, concejales
y funcionarios, y la lisa y llana corrupción. Ciertamente
no pocos líderes sindicales o caudillos barriales, en especial
en el partido peronista, fueron parte de las listas de candidatos
a iniciar su carrera política. Pero ni el PJ ni la UCR fueron
“partidos populares” aunque antes gozaran de popularidad
y votos, sino partidos de la burguesía en su época de reacción
y siguieron a ésta como la sombra al cuerpo: se licuaron
las diferencias entre estos componente del viejo bipartidismo
burgués porque se unieron como fracciones de un mismo “partido
de las finanzas”. Basualdo enajena la “representación
política” de los intereses de clase, llevando a un
extremo la “autonomía de la política”
hasta escindirla de sus bases materiales,
es decir, pasando de considerarla relativamente autónoma
a presentarla como independiente de la base económica,
cuestión esta última en la que también suele deslizarse
la teorización del propio Gramsci.
En realidad el caso paradigmático del
verdadero transformismo argentino, no fue tanto el “menemismo”
como señala el trabajo de Basualdo. El menemismo fue, en
definitiva, la fracción política de los partidos burgueses
más obsecuente con el capital financiero, que más reflejaba
directamente la nueva alianza de privatizadas, grupos nacionales
y banqueros acreedores; y al mismo tiempo que “robaron
para la corona” lo hicieron para ellos mismos, convirtiéndose
en la quintaesencia de la corrupción. En realidad, el verdadero
“partido transformista” fue el Frepaso, algo que
los análisis de Basualdo y los progresistas soslayan porque
sería como nombrar “la soga en la casa del ahorcado”. El
Frepaso surgió como nuevo partido de la pequeñoburguesía,
reflejando, éste sí, a un sector amplio de las “clases
subalternas”, en especial las clases medias empobrecidas.
Su influencia creció por las denuncias “contra la corrupción”
y con la promesa de instaurar “una nueva forma de hacer
política”, y sus líderes, en su mayoría arribistas pequeñoburgueses
y ex-dirigentes del stalinismo criollo, despertaban expectativas
en sectores de masas que descreían de la vieja casta burguesa.
Fue este el transformismo argentino que, ante
el agotamiento del bipartidismo de peronistas y radicales,
permitió una sobrevida al viejo régimen político, que ya
había entrado en crisis en los años 96 y 97 con la debacle
del menemismo. El Frepaso, como “ala izquierda” de la
democracia burguesa, fue el escudo utilizado por la UCR
encabezada por el ultraconservador De la Rúa para que, en
esencia, el mismo bloque histórico dominante mantuviera
el poder a través de la Alianza, logrando un tránsito pacífico
en la sucesión presidencial del ‘99.
Más de fondo, las diferencias con la
aplicación que hace Basualdo y el progresismo del concepto
de transformismo es que los marxistas, igual que lo hacía
Gramsci, lo tomamos como elemento adicional, subordinado.
A Gramsci le interesaba más la cuestión de la revolución
pasiva en la historia italiana que el mecanismo del
transformismo en sí. En Argentina la cooptación de la casta
política se pudo imponer en el marco de una democracia
pos-contrarrevolucionaria o, lo que es lo mismo, parafraseando
a Gramsci, en una contrarrevolución pasiva. Como
dijimos anteriormente, ésta reconoce sus hitos fundantes
en la contrarrevolución militar del ‘76 y el triunfo
imperialista en la Guerra de Las Malvinas. Ninguno de
estos hechos violentos contra la clase obrera y la
nación oprimida tienen significación en el análisis de Basualdo.
Es que para el progresismo “democracia y dictadura”
son antagónicas, mientras que para los marxistas son dos
formas, contradictorias sí, pero ambas para imponer la dominación
de la dictadura del capital. La dictadura videlista no destruyó
a la casta política de la democracia, como sí lo hizo con
la vanguardia obrera y popular, sino que la preservó
para que luego se reciclara en el 83, incluso con los
honores de muchos de ellos, como el mismísimo Menem, de
haber sido presos luego del golpe. A la vez el progresismo
considera, al revés de los marxistas, inútil la ubicación
en el campo militar de la nación semicolonial ante una guerra
de agresión imperialista como la del ‘82. Ellos la consideraron
simplemente “una aventura patriotera”, confundiendo
el carácter a todas luces desclasado de la junta militar
y del beodo General Galtieri en particular, con lo que los
marxistas señalamos desde ese momento: un triunfo anglo-yanky
iba a imponer “dobles cadenas para la Argentina”
como se demostró, incluso permitiendo la consolidación del
reaganismo-tatcherismo en el mundo. Los progresistas toman
al “al pie de la letra” los análisis de Gramsci sobre las
“democracias modernas” y los trasladan a la Argentina,
porque les conviene abstraerse de que viven bajo una democracia
semicolonial, vasalla, dominada por mil lazos por los centros
imperialistas de poder y el capital extranjero, incluyendo
a esas “instituciones” tan preciadas por la centroizquierda
como el Senado norteamericano que apoya las denuncias “contra
las mafias” de la diputada Elisa Carrió, pero dio luz
verde a Bush para aplicar el ALCA, o la Fundación Ford que
financia las actividades por “los derechos humanos”
de Horacio Verbitsky, pero fueron parte de la patronal que
perpetró la masacre a una generación de la vanguardia obrera
en el ‘76.
Por último, acorde con la definición
de que el transformismo argentino funcionó para fines completamente
contrarrevolucionarios, es decir que fue un transformismo
de la completa decadencia burguesa y no de la época en que
esta clase todavía resolvía a su modo algunas tareas progresivas,
el bloque dominante utilizó no la influencia ideológica,
como en el transformismo italiano al que se refería Gramsci,
sino las prebendas materiales. Se demuestra que la clase
burguesa no puede ya ejercer ninguna atracción simplemente
a través de sus ideas: fue un transformismo venal, es
decir de simple soborno.
El principio del fin de este transformismo
fue la renuncia del vicepresidente Alvarez por la cuestión
de las “coimas” en el Senado para votar la esclavista
Ley de reforma laboral contra la clase trabajadora. La renuncia
de Alvarez significó un golpe doble: a la poca credibilidad
que en las clases medias bajas le quedaba al sistema político
y al propio Frepaso cuyos miembros ni siquiera renunciaron
porque estaban, y están, tan o más integrados que peronistas
y radicales. Dicho sea de paso: aún estos líderes arribistas
de la pequeñoburguesía se avinieron, no a la influencia
ideológica del neoliberalismo, sino al transformismo venal:
hasta los ex-cuadros del Partido Comunista argentino que
fueron parte decisiva de la formación del Frepaso, entraron
de tal manera “en el sistema” de prebendas y corruptela
que merecen que el marxismo argentino apele a una nueva
categoría para identificarlos: desde ahora los llamaremos
ladri-stalinistas.
En la actualidad, sectores de la propia
burguesía, en especial la que está ligada al imperialismo
norteamericano, concientes del agotamiento de este mecanismo
y el desprestigio de la clase política que tanto les ha
redituado, quieren ahora utilizar el odio de las masas empobrecidas
en un sentido reaccionario. Para hacer más eficiente y barata
la burocracia estatal a su servicio, impulsan una “reforma
política” desde arriba que achique el número de miembros
y los gastos de los funcionarios y las cámaras parlamentarias.
Por su parte, la dirección de la CTA no tiene otra cosa
que decir más que hay que “avanzar hacia una justa redistribución
del ingreso y la profundización de la democracia” planteando
“estas cuestiones, a los ejecutivos provinciales y municipales,
como también a las Legislaturas y Concejos Deliberantes”23,
es decir nada menos que poner la tarea de “terminar
con la pobreza” en las manos de la odiada casta política
burguesa contra la que día a día se suceden manifestaciones.
Antes que se imponga la reaccionaria salida de remozar
la podrida democracia capitalista, la demanda popular de
“que se vayan todos, que no quede ni uno solo”, superando
el “gatopardismo” progresista, debe ser llevada hasta el
final por los propios trabajadores y el pueblo que con las
jornadas de diciembre identificaron como a uno de sus enemigos
a toda la escoria política del viejo régimen.
Poco menos de veinte años han quitado
gran parte del velo con que este régimen democrático cubre
su carácter clasista. Todas sus instituciones fundamentales
(Corte Suprema de Justicia, parlamento, poder ejecutivo,
policía, etc.) son sindicadas por la población como parte
de una verdadera “asociación ilícita” para esquilmar al
pueblo. Pero los límites de esta crisis de la democracia
burguesa están dados, de un lado porque aún no se
han desarrollado las formas y organismos de democracia directa
que muestren una alternativa superior al poder burgués,
organismos de una “nueva legalidad” reconocida por las amplias
masas, embriones de poder obrero y popular contrapuestos
al deslegitimado régimen de democracia para ricos. Obviamente
nuestros progresistas, que tanto citan a Gramsci, huyen
de la perspectiva de ese “Ordine Nuovo”, como llamó
el revolucionario italiano a su periódico dirigido a los
consejos de fábrica de Turín a los que señalaba el norte
revolucionario de los soviets rusos y del partido bolchevique
de Lenin.
El otro gran límite es, en el marco de
la decadencia general, que la institución más fuerte del
viejo régimen sigue siendo el PJ que, ahora en el gobierno
y con gran ayuda de la burocracia sindical, especialmente
de las CGTs, actúa como “partido de la contención”
pretendiendo evitar la irrupción del proletariado, y por
ende constituye todavía un serio bloqueo para la construcción
del gran partido revolucionario de los trabajadores con
influencia de masas.
Por último: es evidente que la deslegitimación
del régimen de conjunto que permite la irrupción violenta
de sectores de las masas, es, antes que nada, la posición
de los amplios estratos de las capas medias, principal base
de apoyo de la democracia burguesa, que en cierta medida
y tal como se les presentan las viejas instituciones, ya
no confían en imponer la fuerza de su número mediante la
aritmética electoral24. Pero por una combinación de los
dos elementos anteriores, esto no significa para nada que
el sufragio universal no siga siendo considerado por amplias
masas como una vía para determinar sus destinos. Por esta
razón es muy importante la demanda táctica de proponer ampliamente
una Asamblea Constituyente Revolucionaria sobre las ruinas
del viejo régimen, basada en el voto popular, que sólo los
marxistas revolucionarios, y no los progresistas “democratizadores”,
levantamos hoy para que las masas terminen de hacer la experiencia
con la democracia burguesa y se movilicen en el camino de
su propio poder obrero y popular.
4- Hegemonia y revolucion permanente
La matriz de la debilidad de la teorización
de Gramsci, basada en el concepto de hegemonía es que éste
es por definición endógeno y se abstrae de las relaciones
con la economía mundial y la política internacional, o las
toma como elementos de influencia pero no de constitución.
Los regímenes políticos nacionales no son estructuras aisladas
del plano internacional. Si bien cada una tiene su particularidad
nacional “de origen” se trata de la articulación de una
totalidad con sus jerarquías y dependencias mutuas. Se desenvuelve
como resultado de la fragmentación de la economía mundo,
“territorializando” una fracción del capital acumulado
en el mercado mundial y, de la combinación de la relación
de fuerzas internas de cada país con la política del imperialismo
dominante, o de las disputas de los distintos imperialismos,
a escala internacional. Este es otro elemento decisivo para
entender la fortaleza relativa del régimen de la contrarrevolución
democrática en la última década en Argentina y su crisis
actual como eslabón débil de la cadena internacional.
En última instancia, el poder de esa alianza de clases que
detentó el poder en la Argentina provenía de ser la correa
de transmisión de la fracción financiera hegemónica a escala
internacional y de una relación de fuerzas favorable al
imperialismo desde su triunfo en la Guerra del Golfo en
el año 91. A esta relación de fuerzas material se agregó
la pérdida de conquistas proletarias que significó la
descomposición de los estados obreros deformados y degenerados;
y fue acompañada por una superproducción de ideología
exportada a escala planetaria: “el triunfo del capitalismo
de mercado y la democracia”, lo único que verdaderamente
“derramó” el neoliberalismo, después del pasaje de
la burocracia de China, Rusia y del Este de Europa, abiertamente,
al campo de la restauración capitalista.
Y si nuestra corriente pudo prever, en
un número anterior de Estrategia Internacional, “el agotamiento
de la contrarrevolución democrática”, es decir de los
mecanismos de dominio de los regímenes como el que hoy estallan
en Argentina, aún en momentos que triunfaba “la transición
pactada a la democracia” en México y la Alianza llegaba
aquí al gobierno con aires de “tercera vía” a la europea, fue porque los caracterizamos
como la política a la que echaba mano el imperialismo norteamericano
para “administrar el declive de su hegemonía en el mundo”25.
En la actualidad: el giro de Norteamérica
hacia la campaña guerrerista después del atentado del 11
de setiembre; la asunción al gobierno de EE.UU de ala imperialista
de las corporaciones petroleras personificada por Bush en
cierta disidencia con las viejas políticas de “salvatajes”
del FMI en la era Clinton; la puja abierta en Latinoamérica
entre EE.UU y Europa, y en Argentina en especial con España
cuyos bancos y empresas habían ocupado posiciones de privilegio
en la economía nacional; el temor norteamericano que, ante
la recesión mundial, los gobiernos latinoamericanos se deslicen
“al populismo” y establezcan ciertas barreras proteccionistas
como contrapartida de la apertura indiscriminada de los
‘90; y la posibilidad de que otros países se sumen al bloque
político de regateo con el imperialismo yanky que ya forman
Brasil, Venezuela y Cuba; todos estos elementos son constituyentes
de la crisis del régimen de dominio burgués en Argentina.
Es cierto que Gramsci sostuvo que: “Hay
que tener en cuenta, además, que a estas relaciones internas
de un Estado-nación se mezclan las relaciones internacionales,
creando nuevas combinaciones originales e históricamente
concretas. Una ideología en un país más desarrollado se
difunde en países menos desarrollados, incidiendo en el
juego local de combinaciones.”26
Sin embargo hay cierto “positivismo”,
o mecanicismo entre el desarrollo burgués y las formas políticas
de su dominio, en la afirmación gramsciana que señala que
las “sociedades atrasadas y coloniales donde todavía
tienen vigor formas que en todas partes han sido superadas”,
por lo que su teoría hacía hincapié en que “después
de la expansión del parlamentarismo, del régimen asociativo
sindical y de partido (...) la fórmula de la ‘revolución
permanente’ es desarrollada y superada en la ciencia política
por la fórmula de la ‘hegemonía civil’”. 27
Desde principios de siglo Trotsky criticó
al “marxismo vulgar” porque “se creó un esquema
de la evolución histórica según el cual toda sociedad burguesa
conquista tarde o temprano el régimen democrático, a la
sombra del cual el proletariado, aprovechándose de las condiciones
creadas por la democracia, se organiza y se educa poco a
poco por el socialismo (...) Era la misma idea dominante
en los marxistas rusos, que hacia 1905 formaban el ala izquierda
de la Segunda Internacional (...) La teoría de la revolución
permanente declaró la guerra a estas ideas demostrando que
los objetivos democráticos de los países atrasados conducían,
en nuestra época, a la dictadura del proletariado, y que
ésta ponía a la orden del día las reivindicaciones socialistas.
En esto consistía la idea central de la teoría”.28
De allí que la teoría de la revolución
permanente sostenga que un país atrasado pueda llegar antes
a la revolución proletaria, a la dictadura del proletariado,
aunque más tarde, por el atraso de sus fuerzas productivas,
al socialismo, como lo han verificado decenas de revoluciones
proletarias en países atrasados a lo largo del siglo XX.
La ley del desarrollo desigual y combinado, base de la teoría
trotskista, parte de que cualquier concepto nacional, en
la época de dominio imperialista sobre el mundo está íntimamente
unido y en última instancia es una derivación, con sus particularidades
nacionales, de la economía capitalista mundial. La teoría
de la revolución permanente está basada en este pilar fundamental.
Es sobre esta comprensión del sistema capitalista mundial
en su conjunto que pudo llegar a la conclusión de que los
tiempos de la revolución democrático burguesa en la Rusia
atrasada y semifeudal de principios de siglo, podían ser
comprimidos de tal forma, que devendría, por la mecánica
misma del proceso revolucionario, en revolución obrera y
socialista. Esto era así porque el peso social y político
de las clases al interior estaba determinada en alto grado
por la influencia del capital extranjero en el desarrollo
capitalista ruso. Es sobre esta base del método marxista
que Trotsky pudo superar dialécticamente los dos apotegmas
de Marx que Gramsci toma como base de su análisis: (1) que
ninguna sociedad se plantea tareas para cuya solución no
existan ya las condiciones necesarias y suficientes, o no
estén al menos en vías de aparición o desarrollo; y (2)
que ninguna sociedad puede ser sustituida si primero no
ha desarrollado todas las formas de vida implícitas en sus
relaciones. Estas dos tesis ya no pueden ser aplicadas en
el terreno de una formación social nacional, en esta etapa
de la economía-mundo y de decadencia capitalista imperialista,
en donde la totalidad es el sistema mundial, del cual se
derivan, con sus particularidades los estados nacionales.
Baste con agregar la importancia cardinal que tiene este
concepto para estudiar la estructura y la dinámica de los
países semicoloniales, cuya “formación social” está inextricablemente
unida a una jerarquía mayor que es la totalidad del mundo
capitalista.
Por todo esto es necesario tomar no sólo
los aportes de Gramsci al concepto de crisis orgánica y
hegemonía, sino el tratamiento más abarcativo que le da
Trotsky al análisis de la estructura y dinámica de los estados
capitalistas. Aún más si se trata de países capitalistas
semicoloniales donde es decisivo el papel del capital extranjero.
De aquí se desprende la definición, que
en general, le damos a los gobiernos de países como la Argentina:
“El gobierno de los países atrasados, sean coloniales
o semicoloniales, asume en general un carácter bonapartista
o semibonapartista (...) El gobierno oscila entre el capital
extranjero y el nacional, entre la relativamente débil burguesía
nacional y el relativamente poderoso proletariado. Esto
le da al gobierno un carácter bonapartista sui géneris,
de índole particular. Se eleva por así decirlo, por encima
de las clases”.29
Este punto lo desarrollamos
en otro artículo de este número de Estrategia Internacional.
Digamos aquí que, siguiendo esta matriz teórica, nuestra
corriente ha acuñado la categoría de régimen de dominio,
para dar cuenta de las relaciones de fuerzas recíprocas
entre el capital extranjero, la burguesía nacional y la
clase obrera, más allá de los regímenes institucionales
que se sucedan episódicamente, de las formas y combinaciones
que asuma el poder político.
Por último podemos decir, esquemáticamente
que, las categorías de Gramsci son aportes valiosos al
marxismo pero para explicar estructuras más o menos estáticas,
es decir cuando no prima la polarización entre las tendencias
a la revolución y a la contrarrevolución, sino en las que
el proletariado, como explicamos más arriba, no hace desafíos
revolucionarios al poder burgués. En esas situaciones
no revolucionarias es cuando más sólidamente puede sostenerse
la democracia burguesa que encubre las contradicciones de
clases bajo la falsa idea de que “todos los ciudadanos
son iguales ante la ley”. Así es que, pasados los 18
años de excepcional normalidad democrática en Argentina,
en la situación revolucionaria abierta, la realidad
es más aprehensible si combinamos los aportes de Gramsci,
para entender el pasado, con las definiciones más dinámicas
de Trotsky, más necesarias que nunca como guía para la acción
revolucionaria.
La “democracia
popular” y la revolución proletaria
Los desocupados y masas pobres que marcharon
sobre los hipermercados en busca de alimentos, las clases
medias con sus “cacerolazos” y marchas contra los
bancos, y una amplia vanguardia juvenil que protagoniza
enfrentamientos con la policía: todos ellos irrumpieron
simultáneamente en las jornadas revolucionarias. Todavía
se presenta la inercia de un frente unificado que podríamos
llamar el bloque de diciembre, si ponemos bajo ese
nombre al conglomerado de clases populares, incluidos los
asalariados en general, que protagonizaron el embate de
masas que derrocó a Cavallo y De la Rúa.
Esta primera fase del ascenso de masas,
por momentos con irrupciones espectaculares, tiene un carácter
predominantemente popular. Los ocho millones de asalariados,
y en especial los trabajadores concentrados en los servicios,
la industria y el transporte que fueron los primeros y principales
opositores a De La Rúa y desgastaron su gobierno con ocho
paros generales, sin embargo no fueron determinantes en
los momentos álgidos de las jornadas de diciembre y hoy
aparecen diluidos en “el pueblo”.
La tónica general es impuesta por las
capas medias, especialmente de la Capital, más ilustradas,
más politizadas y concientes. Sus masivas e inéditas protestas
actúan como grandes acciones que amplifican las denuncias
contra los enemigos del pueblo: los bancos, las privatizadas,
los grandes grupos económicos, el gobierno y la casta política,
cumpliendo un progresivo rol “educativo” hacia el resto
de las clases explotadas.
Incluso, dada la crisis bancaria que
imposibilita una salida aceptable para los ahorristas confiscados,
es de esperar acciones aún más radicalizadas de los sectores
medios, que pasen a la acción directa contra la propiedad
capitalista. Pero aunque la clase media llegue a ocupar
los bancos para exigir la devolución de los depósitos no
podrá triunfar sin una alianza con los trabajadores, en
especial los trabajadores bancarios. Los límites de la situación
abierta están en que la clase trabajadora no está todavía
en el centro de la escena: ni los batallones pesados de
la industria que paralizarían efectivamente a “los grandes
grupos económicos” ni las grandes concentraciones de
los servicios que podrían atacar directamente a la yugular
“a las privatizadas”. Los trabajadores estatales que, sí
salen a la lucha por atraso de sueldos, sobre todo en las
provincias, lo hacen diluidos en el torrente de masas, incluso
con menos “personalidad” que las clases medias.
Aunque nuestras jornadas revolucionarias
no alcanzaron el rango de la revolución de Febrero en Rusia
(en la cual el proletariado fue decisivo, se dislocó
el aparato del estado burgués y se instauraron los soviets
como doble poder), en la disposición de las clases en la
primera fase posterior a los acontecimientos encontramos
similitudes con Argentina.
Así definía Lenin aquella situación:
“Desde el punto de vista de la ciencia y la política
práctica, uno de los principales síntomas de toda verdadera
revolución, es el aumento extraordinariamente rápido, brusco
y repentino del número de ‘ciudadanos corrientes’ que comienzan
a participar activa, independiente y eficazmente en la vida
política y en la organización del estado. Así ocurre en
Rusia. Rusia está hoy en efervescencia. Millones y millones
de personas, que durante diez años estuvieron políticamente
aletargadas, y políticamente aplastadas por la opresión
espantosa del zarismo y por el trabajo inhumano al servicio
de los terratenientes y capitalistas, han despertado, y
sienten avidez por la política. ¿Y quienes son esos millones
y millones de personas? Son, en su mayoría, pequeños propietarios,
pequeños burgueses, gente que ocupa un lugar intermedio
entre los capitalistas y los trabajadores asalariados. Rusia
es el más pequeñoburgués de todos los países europeos. Una
gigantesca ola pequeñoburguesa lo ha inundado todo y ha
arrollado al proletariado con conciencia de clase, no sólo
por la fuerza del número, sino también ideológicamente,
es decir, ha contagiado a amplios sectores obreros y les
ha infundido sus concepciones políticas pequeñoburguesas.
En la vida real, la pequeña burguesía depende de la burguesía;
porque su vida es la de un patrón y no la de un proletario
(desde el punto de vista del lugar que ocupa en la producción
social), y en su forma de pensar sigue a la burguesía.”30
Bajo el influjo de estas fuerzas sociales
que despiertan a la vida política, la idea de “hegemonía
civil”, con la que Gramsci denominaba el necesario bloque
entre la clase obrera, los campesinos y las demás clases
explotadas, es corrientemente mal usada por reformistas
de todo tipo. Están los que señalan que en los cacerolazos
está la “sociedad civil”, o “la multitud”,
sin diferenciación de intereses y sectores de clase, y hasta
los que creen ver que las Asambleas barriales de la Capital
son, por sí mismas, los embriones de un poder antagónico
al de la burguesía. Particularmente, la izquierda argentina
ha perdido la brújula.
Esta primera fase del ascenso de masas
ha dado lugar a la formación de decenas de asambleas barriales
que agrupan a sectores de las clases medias bajas estafadas,
estudiantes univesitarios y jóvenes asalariados y desocupados
sueltos que participan ahí como “vecinos”, y votantes de
la izquierda que viene de obtener más del 25% de los votos
en la ciudad. Significan un fenómeno nuevo.
Es lógico que en esta situación, como
en toda primera fase de un proceso revolucionario, y sin
hegemonía proletaria, germine en las masas la idea de una
“democracia popular”, de un gobierno con “el control
del pueblo”. Subyace la ilusión de una semi-revolución,
no proletaria sino popular. Pero lo que en sectores de masas
son los primeros pasos y balbuceos de un cambio profundo
en la conciencia de millones que avanza hacia la izquierda,
en las direcciones de las organizaciones de la izquierda
política es viejo oportunismo. Todas sus alas, desde la
parlamentaria más lindante con la centroizquierda del diputado
Luis Zamora hasta el Partido Obrero31, pasando por Izquierda
Unida32, están imbuidas del espíritu reinante: la ilusión
de la democracia pequeñoburguesa.
Aunque las clases medias cumplan por
un período, como lo están haciendo, un rol deslegitimador
del poder burgués, son incapaces, por su heterogeneidad
y sus límites de clase, de constituir embriones de poder
independiente al de la burguesía. Es ilusorio proyectar
estratégicamente la acción de las clases medias como un
todo homogéneo contra el viejo régimen político, como ya
lo hemos analizado en relación al fenómeno del “voto bronca”33.
En los choques aún más violentos que se están preparando
en la caldera social, las capas medias se dividirán según
líneas de clase. En la etapa revolucionaria que se ha abierto,
sectores de ellas se inclinarán cada vez más a impugnar
al régimen político por derecha, buscando definitivamente
un hombre fuerte o un “partido del orden”, y otras capas
tenderán hacia la izquierda junto a la clase trabajadora
y las masas pobres, elemento indispensable de la alianza
obrera y popular revolucionaria. Pero para ello la clase
obrera debe ser un factor autónomo. El proletariado todavía
no ha demostrado ser el más decidido y consecuente combatiente,
no ha mostrado un camino independiente a las clases medias
pobres porque él mismo no lo ha encontrado aún.
Si una oleada de huelgas duras y tomas
de empresas, como se insinúa en algunas ramas de la industria
quebradas, rompen el chaleco de fuerza de la burocracia
sindical o se produce una acción histórica independiente
hegemonizada por la clase obrera, del tipo del Cordobazo
del ‘69, significaría el comienzo de una nueva fase del
proceso revolucionario. Hasta tanto, esta es la cuestión
fundamental que retrasa el calendario del proceso revolucionario
en Argentina. Nuestra lucha por la formación de Coordinadoras
de delegados obreros y piqueteros, Asambleas de trabajadores,
o como se llamen los organismos de frente único que unan
a ocupados y desocupados, y establezcan lazos con las Asambleas
vecinales que actualmente reúnen a pequeños ahorristas y
clases medias bajas de la Capital, es para construir la
bisagra entre esta fase del proceso y la siguiente con la
formación de embriones de órganos de poder obrero y popular.
Toda la orientación táctica de los marxistas revolucionarios
debe estar dirigida en ayudar a acelerar ese pasaje hacia
una revolución proletaria abierta donde esté planteado que,
unificando sus filas entre ocupados y desocupados, la clase
obrera sea la conductora de una alianza de clases con los
pequeños ahorristas, chacareros pobres y pequeños comerciantes
arruinados.
|