Las jornadas revolucionarias del 19 y
20 de diciembre han abierto una etapa revolucionaria en
Argentina. No es difícil reconocer, luego de los “tres episodios”
revolucionarios que sacudieron al país en aquellos días
y que provocaron la caída revolucionaria del gobierno de
De La Rúa, las características que Lenín señalaba como propias
de toda situación de este tipo:
- una situación excepcional en que las
clases dominantes no puedan mantener inmutable su dominación,
viéndose obligadas a cambiar sus formas de dominio en situaciones
normales, por formas excepcionales;
- una situación excepcional causada por
“una agravación fuera de lo común” de la penuria relativa
y “de los sufrimientos de las clases oprimidas”; una situación
tal que conduzca a:
- “una intensificación considerable,
por estas causas, de la actividad de las masas que, en tiempos
de ‘paz’, se dejan expoliar tranquilamente, pero que, en
épocas turbulentas, son empujadas tanto por la situación
de crisis, como por los mismos ‘de arriba’, a una acción
histórica independiente”1.
Sin embargo, no todas las situaciones
o etapas revolucionarias abiertas por “acciones históricas
independientes” tienen el mismo tenor. En trabajos anteriores
definimos los acontecimientos del 19 y 20 de diciembre como
“jornadas revolucionarias”, para señalar su carácter revolucionario
(acciones que tiraron abajo al gobierno aliancista rompiendo
los marcos de la legalidad burguesa) distinguiéndolos de
gestas de magnitud revolucionaria superior, no sólo de revoluciones
como la de Febrero de 1917 en Rusia donde se derrotó al
ejército y se desarrollaron organismos de doble poder, sino
de levantamientos como el Cordobazo, semi-insurrecciones
donde las masas en acción, en este caso obreros y estudiantes,
derrotan parcialmente a las fuerzas represivas (ver recuadro
en pág. 59).
Por eso, más allá de la utilización meramente
periodística que pueda dársele al término, no compartimos
la visión de la mayoría de las corrientes de izquierda que
definen las jornadas del 19 y 20 de diciembre como un “Argentinazo”2,
que en el léxico político local tiene la connotación de
ser un “cordobazo” -es decir, una semiinsurrección encabezada
por los trabajadores que derrota en las calles a la Policía-
pero esta vez de envergadura nacional. Menos aún coincidimos
con la afirmación, falta de cualquier seriedad, de que se
ha producido un “triunfo de la revolución”3.
¿Cómo pretender hacer un análisis marxista
y no dar valor al hecho que la clase obrera no intervino
como tal en las jornadas de diciembre y que en ellas, a
diferencia del Cordobazo, las fuerzas represivas no fueron
derrotadas militarmente? ¿Cómo no considerar que la clase
obrera industrial hoy se encuentra desorientada frente al
apoyo de los sindicatos al gobierno y el aumento de la desocupación,
es decir, cómo “olvidar” el gran hándicap con el que cuentan
las clases dominantes para ganar tiempo y buscar recomponer
su poder maltrecho?
Pero la falta de seriedad de estas definiciones
no está dada solamente por dejar de lado las implicancias
que tiene para la nueva etapa que se abre la falta de intervención
de la clase obrera en las jornadas, sino en perder todo
tipo de proporciones para medir lo hecho por uno de los
sectores que sí han irrumpido -en las jornadas y las semanas
siguientes- como pocas veces antes en la historia argentina,
las clases medias. Con todo lo novedosas, y progresivas
hasta el momento, que han sido sus acciones (los “cacerolazos”
se transformaron rápidamente en un nuevo símbolo de lucha
que recorrió el mundo)
han estado muy lejos aún de la intensidad revolucionaria
de levantamientos como los que las masas protagonizaron
en Albania en 1997 ante la crisis de las “pirámides financieras”,
donde el proletariado no jugó papel centralizador alguno
pero las masas asaltaron los cuarteles y se armaron en forma
generalizada en el sur del país, crearon comités de los
insurrectos y dislocaron momentáneamente el poder del estado.
Incluso, en Argentina los “cacerolazos” posteriores y el
impacto que generan en la población, han obnubilado a muchos
haciéndoles olvidar que las jornadas de diciembre lograron
romper los marcos de la legalidad burguesa porque combinaron
el masivo cacerolazo de la madrugada del 20 contra el estado
de sitio con los saqueos de los pobres de las grandes ciudades
que se apoderaban de alimentos y con el enfretamiento violento
durante horas con la Policía en la Batalla de Plaza de Mayo.
El cacerolazo sólo no tiró a De La Rúa.
Los ritmos de la nueva etapa
Esta primer definición comparativa es
importante para tratar de determinar los probables ritmos
del proceso en curso. Como decía Trotsky “el determinar
acertadamente los ritmos de desarrollo de la revolución
tiene una enorme importancia, si no para definir la línea
estratégica fundamental, al menos para la definición de
la táctica. Ahora bien, sin una táctica justa, la mejor
línea estratégica puede conducir a la ruina. Naturalmente,
es imposible prever los ritmos por un largo período. El
ritmo debe ser comprobado en el curso de la lucha, sirviéndose
de los síntomas más variados. Además, en el curso de los
acontecimientos, el ritmo puede cambiar bruscamente. Pero,
a pesar de todo, hay que tener ante los ojos una perspectiva
determinada, a fin de efectuar en la misma, en el proceso
de la experiencia, las correcciones necesarias”4.
Difícilmente la etapa revolucionaria
abierta en Argentina tenga una rápida resolución. Sus “ritmos”
tienen por ello puntos de contacto con los de procesos donde
la etapa revolucionaria pasa por varias fases o situaciones
cambiantes. Podríamos hacer una cierta analogía con lo ocurrido
en la España de los ‘30, en el proceso que se inicia con
la caída del rey y culmina con la guerra civil.
En el trabajo antes citado, cuando los
eventos españoles recién comenzaban a desarrollarse, Trotsky
diferenciaba su posible dinámica de la que había existido
en Rusia en 1917: “La revolución rusa de 1917 fue precedida
de la revolución de 1905, calificada de ensayo general por
Lenin. Todos los elementos de la segunda y de la tercera
revolución fueron preparados de antemano, de manera que
las fuerzas que participaron en la lucha avanzaban por un
camino conocido. Esto aceleró extraordinariamente el período
de ascensión de la revolución hacia su punto culminante.
Pero así y todo, hay que suponer que el factor decisivo
en la cuestión del ritmo en 1917 fue la guerra. La
cuestión de la tierra podía ser aún aplazada por algunos
meses, incluso acaso por algunos años. Pero la cuestión
de la muerte en las trincheras no permitía ningún aplazamiento.
Los soldados decían: ‘¿Qué necesidad tengo de la tierra
si yo no estaré allí?’. La presión de una masa de doce millones
de soldados fue un factor que contribuyó extraordinariamente
a acelerar la revolución. Sin la guerra, a pesar del ‘ensayo
general’ de 1905 y de la existencia del partido bolchevique,
el período preparatorio, prebolchevista de la revolución,
hubiera podido durar no ocho meses, sino acaso un año, dos
y más.
El partido comunista (español,
NdR) ha entrado en los acontecimientos en un estado de
debilidad extrema. España no está en guerra; los campesinos
españoles no están concentrados por millones en los cuarteles
y en las trincheras, ni se hallan bajo peligro inmediato
de exterminio. Todas estas circunstancias obligan a esperar
un desarrollo más lento de los acontecimientos y permiten,
por consiguiente, confiar en que se dispondrá de un plazo
más largo para la preparación del partido y la conquista
del poder”5.
Este mismo razonamiento con el que Trotsky
buscaba prever los ritmos del proceso revolucionario español,
podríamos aplicarlo a la Argentina actual, con la muy importante
diferencia que la experiencia revolucionaria reciente de
la clase obrera argentina es hoy incomparablemente menor
que la española de entonces. En Argentina de hoy, la combinación
entre crisis económica aguda, debilidad de las clases dominantes,
falta de centralidad de la clase obrera, inmadurez revolucionaria
general de las masas y gran debilidad de los marxistas revolucionarios,
permiten “confiar en que se dispondrá de un plazo más
largo para la preparación del partido y la conquista del
poder”. Como lo fue en la España de entonces, es lo
menos probable que el proceso abierto en Argentina tenga
una rápida definición. Podemos afirmar, en el mismo sentido
que lo hacía Andrés Nin sobre los mismos eventos españoles
de los que hablaba Trotsky, que nos preparamos para “un
proceso prolongado y doloroso, durante el cual las masas
van buscando su camino en una lucha sembrada de dificultades,
de acciones ‘caóticas’, de ofensivas parciales, de victorias
y derrotas” (“La huelga general en Barcelona”, octubre
de 1931).
La dinámica de clases al comienzo de la etapa revolucionaria
Dicho esto, ¿cuál es la dinámica de clases
que se manifiesta al comienzo de la etapa?
Por la no intervención de la clase obrera
como tal en las jornadas, este primer momento de la etapa
revolucionaria tiene la primacía de las capas medias de
la sociedad. Estos sectores le dan un tono de “coalición
de febrero” (o “bloque de diciembre” como lo llamamos en
otro artículo) a todo el proceso, en el sentido en que Marx
hablaba de la equívoca “unión de todas las clases” que se
manifestaba en común contra la aristocracia financiera comandada
por Luis Felipe en Francia en 1848, aunque ahora la lucha
se dirija contra un gobierno encabezado por el “grupo productivo”,
que ayer por boca de la UIA se “oponía al modelo” durante
el gobierno de Cavallo y De la Rúa. Este predominio de las
capas medias explica las fuertes tendencias predominantes
a la representación “ciudadana” y de “vecinos”, de tipo
aclasista, y al “apartidismo”. Este expresa un fenómeno
contraditorio -similar, en cierto sentido, al “voto bronca”
en las elecciones legislativas de octubre-, progresivo cuando
dirige el odio de las masas hacia los partidos burgueses,
reaccionario cuando se refiere a la izquierda, y en tanto
actúa como manto que permite la convivencia de sectores
factibles de ser base futura de salidas reaccionarias con
otros que tienden hacia la alianza con la clase trabajadora,
como expresaron los sectores que se movilizaron junto a
los desocupados. Expresa un momento donde las tendencias
inevitables a la división de las clases medias son todavía
incipientes y donde el movimiento obrero aún no pesa.
La clase trabajadora está respondiendo
desigualmente a la crisis. Los desocupados son quienes han
comenzado más rápidamente a movilizarse, en exigencia de
los planes de empleo prometidos. Es posible que la estrategia
del gobierno busque
avanzar en la coptación de sectores de los mismos, sobre
todo si termina materializando la anunciada multiplicación
de los planes, aunque a la vez se abre una dinámica de conflicto
de “tira y afloje” sobre la entrega de estos. Más que nunca,
la progresividad de los movimientos piqueteros estará dada
por aquéllos que centren su estrategia en la lucha por el
trabajo genuino y no limiten su práctica al reclamo de “planes
trabajar”.
Los estatales en general, y los municipales
en particular, es probable que salgan más rápido a la lucha
que los obreros industriales y de las grandes empresas de
servicios, debido a que tienen una mayor estabilidad laboral
que en el “sector privado” y son víctimas de permanentes
atrasos en los pagos. Las acciones de los municipales de
Córdoba, Santiago del Estero, Mendoza o Villa Constitución,
o la formación de la “Intergremial” de La Plata, Berisso
y Ensenada, son indicadores de esto.
Aunque todos los días hay nuevos conflictos
parciales ante cierres o atrasos de pagos y, de desatarse
la inflación, comenzará la lucha por evitar la caída del
salario, la clase obrera industrial está sintiendo el golpe
ante el nuevo salto dado por la desocupación y el papel
colaboracionista con el gobierno de los sindicatos. La patronal
está haciendo valer la conquista que para ella significa
un 30 ó 40 % (y en algunos casos un porcentaje aún mayor)
de trabajadores bajo alguna forma de contrato precario en
las fábricas. Sobre ellos está recayendo el grueso de la
ofensiva patronal. Las burocracias sindicales se niegan
rotundamente a defender a los “contratados” y, hasta el
momento, la respuesta de los trabajadores ha sido más bien
conservadora, con gran temor por la pérdida del empleo.
En esta coyuntura, al menos, se está pagando con creces
el precio de no haber superado, salvo excepciones, a la
burocracia sindical y de la cierta confianza (poca si la
medimos históricamente, pero aún actuante) en el peronismo
y la patronal “productiva” y “nacional”. La respuesta frente
a nuevos ataques de conjunto o huelgas duras que se transformen
en ejemplo pueden ser formas en que las principales “divisiones”
del ejército obrero vuelvan al centro de la escena y superen
la parálisis a que las somete la burocracia sindical. Este
aspecto es clave para el futuro desarrollo de la lucha de
clases. Desde ya que las protestas de las clases medias,
con la denuncia a los bancos y la formación de las asambleas
populares, y las muestras de simpatía y acompañamiento a
los piqueteros, son síntomas de condiciones favorables para
que una intervención de la clase obrera pueda conformar
una vasta alianza obrera y popular. Pero ésta no es la mera
unión de “los piquetes y la cacerola” como dicen algunos.
Sin la entrada en escena de los principales batallones de
la clase obrera, y sin que el proletariado hegemonice la
alianza obrera y popular, no puede completarse la tarea
que plantearon las jornadas de diciembre. Precisamente,
la preparación frente a esta probable insurgencia de la
clase obrera en el próximo período, es la principal tarea
de los marxistas revolucionarios. Nuestra apuesta es al
desarrollo de una dirección revolucionaria que esté a la
altura de llevar nuevos “cordobazos” a la victoria.
Los obstáculos que enfrenta la clase
obrera
No consideramos, sin embargo, que sean
pocos los obstáculos que tiene la clase obrera para transformarse
en actor revolucionario.
1) La clase trabajadora viene huérfana
de protagonismo revolucionario a nivel internacional luego
del ascenso revolucionario iniciado en 1968, cuyo último
coletazo fue la revolución polaca de 1980-81. Desde entonces,
con la excepción de Bolivia en 1985, no ha protagonizado
ascensos revolucionarios y ha sufrido los embates de la
ofensiva imperialista “neoliberal”. La huelga general de
los trabajadores de los servicios públicos en Francia en
noviembre-diciembre de 1995 fue un símbolo del comienzo
de la decadencia de los planes “neoliberales” y una muestra
de nueva vitalidad de la clase trabajadora, que desde entonces
protagonizó importantes procesos de lucha. En Argentina,
por ejemplo, donde ha sido el sector de la clase obrera
desocupada quien ha protagonizado las acciones más revolucionarias,
se han dado de 1996 a la fecha más de una decena de paros
generales. Pero la clase obrera no ha sido ni en Argentina
ni en el mundo actor central en los eventos revolucionarios
que vimos en los últimos años. Estos tuvieron a otros sectores
de las clases subalternas como protagonistas centrales,
como las grandes acciones revolucionarias de masas que produjeron
la caída de los gobiernos en Albania, Ecuador, Indonesia
o Serbia, por no hablar de procesos más contradictorios
como los que entre 1989 y 1991 terminaron con los regímenes
stalinistas en Europa del Este y la ex Unión Soviética.
2) Las masas y la vanguardia que han entrado
en escena en Argentina están completamente faltos de experiencia
revolucionaria, distinto de lo que ocurría con aquellos
que entraron al ascenso de los setenta luego de una larga
experiencia de la vanguardia obrera y juvenil, del golpe
del ‘55 en adelante, en protagonizar acciones radicalizadas
(y en ocasiones revolucionarias) en el enfrentamiento a
los regímenes “libertadores” militares o “civiles” o, incluso,
a la burocracia sindical. Aunque el período ‘69-’76 fue
una suerte de “ensayo general” revolucionario en nuestro
país, sus lecciones no son un patrimonio común de la vanguardia,
y la generación que los protagonizó o fue aniquilada o,
mayoritariamente, se pasó al régimen burgués. Los dieciocho
años de vigencia de régimen democrático burgués, y la experiencia
nefasta de la guerrilla en el período anterior, han cultivado
fuertes prejuicios pacifistas en las masas y en la vanguardia.
Aunque hubo en las luchas de los desocupados de 1996 a esta
parte tendencias a “la guerra civil”, si la entendemos en
el sentido amplio en que la definía Trotsky6, los procesos
en los que el enfrentamiento a las fuerzas de represión
fue más allá de la respuesta espontánea con piedras fueron
episódicos, y no se dieron en los principales centros económicos
y políticos del país.
3) Aunque el desprestigio de los burócratas
sindicales es enorme, no se han desarrollado aún
en el seno de la clase obrera tendencias antiburocráticas
de peso que cuestionen el poder de la burocracia sindical
en las grandes concentraciones obreras. Existen centenares
de delegados y decenas de comisiones internas y cuerpos
de delegados más o menos “combativos”, pero son pocos los
sindicatos independientes y antiburocráticos. Menor aún
es la experiencia de los trabajadores en la construcción
de intergremiales, coordinadoras u otras formas de organismos
propios que superen los marcos “gremiales” y tiendan a transfomarse
en instituciones capaces de expresar tanto el frente único
de las masas en lucha como el embrión del nuevo poder obrero
y popular. Cada paso en este sentido debe ser audazmente
desarrollado por los revolucionarios.
4) La falta de “horizonte socialista” en
el movimiento obrero y en las masas en general es un factor
adicional que dificulta la maduración política de la vanguardia
y al proceso revolucionario en general. En Argentina, se
ha avanzado pasos cualitativos en identificar como enemigos
a los responsables de los planes “neoliberales” -los bancos,
las empesas privatizadas, el FMI, los políticos del régimen,
la justicia, la policía, los burócratas sindicales-, pero
hay sectores con expectativas en la patronal “nacional y
productiva” y los trabajadores no han agotado su experiencia
con el peronismo. Por su parte, las clases medias, aún las
franjas que hoy se ubican más a la izquierda, pueden ser
base de un “nuevo régimen” que, aunque liquide gran parte
de la vieja casta política, sostenga la estructura capitalista
y evite la realización de la alianza obrera y popular.
5) Por último, pero no menos importante,
tampoco existe en nuestro país una dirección marxista revolucionaria
con influencia de masas (como eran los bolcheviques en Rusia)
que permita acelerar el proceso y que es el elemento determinante
para permitir que la movilización de masas culmine en un
gobierno de los trabajadores y el pueblo. La conquista de
la independencia política de los trabajadores por vía revolucionaria
es una tarea que deberá ser resuelta en la nueva etapa.
Hasta aquí hemos descripto cuidadosamente
todos los límites que pueden enlentecer una participación
decidida del movimiento obrero en el proceso revolucionario
en curso. Sin embargo, nuestra conclusión es que, a pesar
de estos obstáculos, por la magnitud de la crisis económica,
política y social existente, por el peso social del proletariado,
por la crisis de las mediaciones reformistas, por las experiencias
de lucha y organización realizadas en los últimos años no
sólo entre los desocupados sino también en sectores de empleados
estatales y de la vanguardia obrera (como los ceramistas
neuquinos o los mineros de Río Turbio), por el peso de múltiples
corrientes de izquierda sobre centenares o quizás miles
de activistas trabajadores en todo el país, un nuevo
protagonismo revolucionario de la clase obrera argentina
es altamente probable. Estos elementos, que analizamos
en el artículo “El movimiento obrero argentino tiene
planteado un nuevo ‘giro histórico’”, se encuentran
más desarrollados en Argentina que en los otros países donde
se vivieron en los últimos años situaciones revolucionarias
o pre-revolucionarias agudas.
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