El
capitalismo ha sido incapaz de desarrollar una sola de sus
tendencias hasta el fin. Así como la concentración de la
riqueza no suprime a la clase media, así tampoco el monopolio
suprime a la competencia, sólo la ahoga y la contiene.
León
Trotsky, El marxismo y nuestra época
No hay duda de que en los últimos
treinta años un cambio de escenario estratégico se ha ido
conformando en el panorama mundial. Este cambio ha modificado
tanto las relaciones de fuerzas entre las clases fundamentales
del capitalismo como el sistema de estados, tal como éstos
se presentaron en el “mundo de Yalta”.
Entre las corrientes de ideas dominantes
(cuya influencia ideológica y política se expresa, en distinto
grado, aún en las corrientes de la llamada “extrema izquierda”
o “izquierda radical”) se han perfilado, grosso modo,
dos tendencias. Por un lado, están quienes, ya sea desde
“la derecha” o desde “la izquierda”, consideran que se ha
producido un verdadero cambio de época producto de la “globalización”
o “mundialización” ocurrida en
las últimas décadas. Dentro de aquellos que sostienen el
carácter “irreversible” de los “nuevos tiempos” hay muchos
matices y diferencias pero todos tienen en común la tendencia
a señalar que hemos sufrido cambios de tal magnitud que
han vuelto perimidos todos los conceptos con los que la
realidad fue analizada en el siglo XX (o, más aún, en toda
la modernidad) y dejaron sin base a las distintas estrategias
planteadas desde la clase obrera para enfrentar sus condiciones
de explotación y opresión.
Entre quienes sostienen visiones
de este tipo “por izquierda”, predomina la opinión que ha
ocurrido una verdadera ruptura histórica que ha modificado
las bases en las que se sustentaban las estrategias predominantes
en ciento cincuenta años de historia del movimiento obrero,
ya sean las revolucionarias postuladas por los marxistas
clásicos o aquellas reformistas que añoran volver a los
tiempos en los que el estado benefactor garantizaba el “compromiso
keynesiano” y el trabajo asalariado estable y formal “era
hegemónico”. Ven, incluso, que la tendencia a la descomposición
de las antiguas relaciones sociales y las “nuevas subjetividades”
surgidas del nuevo mundo “flexible” constituye, más que
una crisis, una oportunidad. Discutiremos con estas posiciones
a partir de lo planteado por los que consideramos dos de
sus principales exponentes, el sociólogo Zigmunt
Bauman y el teórico autonomista Toni
Negri.
Antagónicamente a ellos se encuentran
los que hacen hincapié en la catástrofe generada por los
años de neoliberalismo y cuestionan a las corrientes “globalizadoras”
por sumarse al carro de la política de los grandes monopolios
debilitando así la fuerza de los estados nacionales. También
con matices entre sí (los hay desde quienes son fervientes
impulsores de la
Unión Europea hasta los que se ilusionan con el renacimiento
de los “populismos” latinoamericanos, y hasta los que ven
nuevas posibilidades reformistas en los EE.UU. a condición
de que Bush salga del gobierno), tienen en común el planteo
de que es la restauración de la “fuerza estatal”, ya sea
en el plano nacional o construyendo estados transnacionales,
la mejor forma de combatir la “mercantilización del mundo”
y los “males de la globalizción”
producidos en los años recientes. Discutiremos aquí considerando
lo planteado por el filósofo estadounidense Richard Rorty
y por el sociólogo brasileño Helio Jaguaribe.
Hay también posiciones combinadas,
como las de los teóricos de la “segunda modernidad”, que
igual que los primeros sostienen que vivimos un verdadero
“cambio de época” y como los segundos creen que no hay agente
alguno que pueda reemplazar el papel de los estados, aunque
estos deban tomar formas “posnacionales”
y pasar de políticas “competitivas” a otras “cooperativas”.
Aquí nuestra polémica será con lo planteado al respecto
por los representantes de la “intelectualidad orgánica de
la Europa del capital”, entre los que ubicamos a Ulrich
Beck, a Jürgen
Habermas y a Jacques Derrida.
Estas distintas tendencias ideológicas,
no obstante sus diferencias entre sí, coinciden en considerar
que la perspectiva de la revolución proletaria planteada
por el marxismo ha sido superada por la historia. Para justificar sus posiciones
realizan una doble operación ideológica.
La primera consiste en presentar
un modelo caricaturizado del marxismo, en base a lo que
ha sido la “teoría” y la práctica de los partidos stalinistas
(la socialdemocracia fue abandonando progresivamente toda
referencia a Marx). Este marxismo “oficial” fue teóricamente
estéril y conservador, la codificación de una serie de dogmas
que servían meramente para justificar la adaptación de la
burocracia stalinista a la “coexistencia” con el orden capitalista.
El marxismo fue así transformado
en una “ideología” que incorporaba muchos de los rasgos
del pensamiento burgués en la segunda mitad del siglo XX:
nacionalismo, economicismo, estadolatría, culto al trabajo y la producción, confianza
ciega en la fuerza de los “aparatos” y en el progreso técnico,
desprecio por la autoorganización de las masas y todo movimiento
espontáneo, etc. Es esta versión del marxismo la que, en
general, es atacada por teóricos de distinto tipo que, a
lo sumo, consideran que mantiene validez una u otra posición
planteada por alguno de los “marxistas occidentales” que
desarrollaron sus elaboraciones en paralelo al dominio de
los stalinistas. Dejan de lado,
sin embargo, toda referencia al legado de Trotsky, es decir,
al marxismo que se desarrolló como alternativa revolucionaria
al stalinismo1.
La segunda operación pasa por intentar
demostrar que las transformaciones ocurridas en el capitalismo
contemporáneo han modificado sustancialmente los fundamentos
“estructurales” en los que fue formulada la estrategia marxista.
La “globalización”, la “nueva revolución tecnológica”, el
“fin del trabajo”, la aparición de “nuevos movimientos sociales”,
conformarían de conjunto un cuadro de situación en el cual
el marxismo habría quedado desactualizado y sin sustento.
En las dos últimas décadas del siglo
XX, las derrotas sufridas por la clase obrera a nivel mundial
favorecieron la difusión de tal punto de vista. Los críticos
del marxismo se valieron además del supuesto “fracaso incontrastable”
del socialismo que habría significado la caída de la Unión Soviética y de los regímenes
stalinistas en Europa del Este,
así como el avance de las reformas procapitalistas
en China. Pero, hacia el fin de siglo, algo del humo circundante
comenzó a disiparse: ya sea porque el capitalismo -de la
crisis asiática de 1997 a la de las empresas “punto com”
en 2000- mostraba que no había sido capaz de superar sus
contradicciones estructurales; ya sea porque distintas formas
de resistencia cobraban nuevos bríos; ya sea porque Bush
emprendía una política imperialista “pura y dura” que quitaba
sustento a quienes sacaron conclusiones apresuradas y extrapoladas
de la retórica del “humanismo militar” de los tiempos de
Clinton. Este cambio se expresó
también en una mayor difusión de autores marxistas o “marxistizantes”
que confrontaron con los argumentos menos sólidos de las
teorías en boga. Sin embargo, ya se tratase de autores académicos
o con práctica militante, lo dominante han sido respuestas
de tipo vergonzante, adaptadas en muchos casos a posiciones
que, presentadas en forma de “novedades”, constituyen verdaderas
regresiones teóricas y estratégicas.
En este trabajo vamos a mostrar
la falsedad de estas dos operaciones ideológicas, señalando
la superioridad que, frente a las corrientes ideológicas
mencionadas, posee el cuerpo teórico brindado por Marx y
los marxistas “clásicos” que lo continuaron en el siglo
XX. Entre ellos, fue Trotsky particularmente quien nos dejó
la perspectiva estratégica y programática más avanzada en
la cual apoyarnos hoy, producto tanto de su particular talento
teórico como por el hecho que sobrevivió en varios años
a los otros grandes de su generación revolucionaria –como
Lenin, Luxemburgo o el mismo Gramsci- enfrentándose a nuevos
problemas frente a los que tuvo que desarrollar la teoría
y el programa marxista. No casualmente, salvo excepciones,
evadir o desestimar toda discusión con Trotsky es para los
teóricos contemporáneos una forma de hacer a un lado a quien
no entra en los cánones de la vulgarización del marxismo
al que gustan tomar como adversario2.
Trotsky es alguien a quien difícilmente
pueda tacharse de dogmático, cuya amplísima obra es lo opuesto
de la caricatura de un marxismo “duro” y “cerrado” que presentan
los académicos. Quien jugó un rol protagónico en la revolución
rusa de 1905 y luego en la toma del poder en octubre de
1917, construyendo casi de la nada el Ejército Rojo y encabezando
junto a Lenin la III Internacional previamente a
su burocratización, con los invalorables aportes programáticos
que dejaron sus cuatro primeros congresos para todo el movimiento
revolucionario a nivel internacional. Es también, quien
más tiempo vivió de aquella gran generación marxista revolucionaria,
y quien en su obra “madura” mantuvo la continuidad de tal
tradición ensayando respuestas novedosas a problemas como
el ascenso del fascismo, el nazismo, los populismos latinoamericanos
o frente al desencadenamiento de la Segunda Guerra Mundial3. Quien se enfrentó a la burocratización
del estado obrero que había contribuido a fundar y pagó
con su vida por ello. Quien mantuvo una conducta revolucionaria
ejemplar hasta ser asesinado. Quien, con la teoría de la
revolución permanente, formuló un “álgebra revolucionaria”
insuperada hasta el día de hoy; teoría que fuera complementada
y enriquecida con las formulaciones del Programa de Transición,
que condensó toda la experiencia de la lucha internacional
de la Oposición de Izquierda contra el stalinismo
y planteó un método para superar la “discordancia de tiempos”
entre la madurez de las condiciones de putrefacción del
capitalismo y la crisis de subjetividad revolucionaria del
proletariado. Quien lejos de concebir que la sociedad socialista
se consumaba “en sus nueve décimas partes” (Stalin)
con la conquista del poder por el proletariado, se anticipó
a muchos debates contemporáneos planteando no sólo que la
construcción del socialismo estaba inevitablemente condicionada
por los avances de la revolución en el plano internacional
sino que, en el terreno “interno”, planteaba un conjunto
de problemas que no eran mecánicamente reductibles a los
planos económico y político. Especialmente en un conjunto
de trabajos de los años ’20 sostuvo que con la clase obrera
en el poder debía iniciarse un período de trastocamiento de todas las relaciones sociales: las relaciones
de producción, las relaciones de distribución, las relaciones
entre hombres y mujeres, jóvenes y adultos, maestros y estudiantes,
las relaciones entre producción y técnica, entre trabajo
y producción, entre trabajo manual y trabajo intelectual,
entre producción y enseñanza, entre producción y consumo
culturales, entre el campo y la ciudad en los países atrasados;
si se quiere, un verdadero proceso de “revolución permanente”
en el terreno cultural, en el sentido más amplio del término.
Cuando afirmamos que el pensamiento
de Trotsky constituye una verdadera alternativa para el
siglo XXI no lo hacemos por un capricho dogmático, sino
porque creemos que su obra es la que condensa en forma más
acabada la experiencia de la generación revolucionaria del
siglo anterior, y en ella existen elementos inestimables
para enfrentar los desafíos de nuestro tiempo. No porque
no se hayan producido importantes cambios y porque distintas
elaboraciones realizadas no contengan elementos de verdad,
sino porque, al contrario que el pensamiento dialéctico
de Trotsky, éstas se caracterizan por el predominio de posiciones
unilaterales, que niegan las contradicciones que conforman
nuestro marco epocal. Y también,
porque el objetivo ambicioso de construir un nuevo sistema
social sin explotación ni opresión contrasta con la miseria
estratégica del posibilismo que hoy nos circunda, ya se
presente éste en forma abierta e inmediata o enmascarado
en la supuesta realización de algunas de sus metas como
resultado de la capacidad del capital para saltar sobre
sus contradicciones.
Si algo ha caracterizado las teorías
predominantes en los últimos años, ha sido apoyarse en las
derrotas políticas de la clase obrera para naturalizar las
condiciones emergentes de la ofensiva capitalista, muchas
veces presentadas como fenómenos resultantes de las transformaciones
científicas y técnicas, como si éstas pudiesen ser consideradas
una variable explicativa independiente. Con la paradoja
que esto lo sostienen teorías que no vacilan en acusar superficialmente
al marxismo por ser, supuestamente, una más de las teorías
que sostienen visiones lineales del “progreso” histórico.
Desde nuestro ángulo, no recurrir
a Trotsky para dar cuenta revolucionariamente de los desafíos
de nuestro tiempo sería hacer como un físico que no considerase
la obra de Einstein en sus nuevas
investigaciones. Por ello, la operación ideológica de desacreditar
como “pasado de moda” su legado teórico y político no es
inocente. Es pretender que volvamos la espalda a quien nos
ha dejado los principales basamentos teóricos y programáticos
en los que apoyarnos, los únicos que se han sostenido en
el campo del marxismo (¿quién hoy puede reinvindicarse
stalinista?).
Trotsky y las transformaciones
de la economía mundial capitalista
Pongamos a prueba nuestras afirmaciones.
En el comienzo decíamos que era indudable que nuestro “marco
estratégico” era divergente del que rigió en la segunda
posguerra durante la vigencia de lo que se ha llamado el
“orden de Yalta”.
Tanto desde el punto de la economía
mundial, como del sistema de estados y de las relaciones
entre las clases fundamentales (y en la composición misma
de estas clases) hemos vivido alteraciones sustantivas.
Vamos a abordar estas transformaciones
y confrontar con las interpretaciones que se han vertido
sobre ellas partiendo de algunas consideraciones teóricas
y metodológicas fundamentales realizadas por Trotsky.
Estamos en un debate con puntos
de contacto con el que se diera a fines del siglo XIX, cuando
el surgimiento de la “fase imperialista” del capitalismo
llevó a una intensa discusión en el seno del marxismo donde,
como hoy, la renuncia al análisis dialéctico facilitaba
las afirmaciones acerca de un capitalismo que se volvía
más apacible a medida que se desarrollaba, de Eduard
Bernstein a Werner
Sombart. El crecimiento del poder
de los monopolios y el proceso de internacionalización del
capital eran de tal magnitud que incluso teóricos como Hilferding
hablaron de la existencia de un “capitalismo organizado”
y el crítico de Bernstein desde la “ortodoxia”, Karl Kautsky,
pasó a sostener la teoría del “ultraimperialismo”;
es decir, la tesis que, según la
resumió Mandel, postula que “la
interpenetración internacional de los capitales está avanzada
al punto en que las divergencias de intereses decisivos,
de naturaleza económica, entre propietarios de capitales
de diversas nacionalidades, han desaparecido completamente”.
Pero, a la vez, el marxismo se enriqueció
teórica y estratégicamente en ese período como no lo hacía
desde los tiempos de sus fundadores, con la obra de quienes
constituyeron la tercera generación de los “marxistas clásicos”,
la encabezada por Lenin, Trotsky y Luxemburgo, de acuerdo
a la conocida tipología de Perry
Anderson en sus Consideraciones
sobre el marxismo occidental. En el marco de estos debates
se fueron afilando las herramientas que permitirían al proletariado
conquistar en Rusia el poder por vez primera, luego del
intento derrotado de la Comuna de París.
A fines de los años ’30, mientras
el mundo iba camino a una nueva masacre imperialista, Trotsky
recordaba las discusiones de aquellos años sobre la dinámica
del capitalismo: “El final del siglo pasado y el comienzo
del presente siglo se han caracterizado por un progreso
tan abrumador del capitalismo, que las crisis cíclicas parecían
no ser más que molestias ‘accidentales’. Durante los años
de optimismo capitalista casi universal los críticos de
Marx nos aseguraban que el desarrollo nacional e internacional
de los ‘trusts’, sindicatos y
carteles introducía en el mercado una organización bien
planeada y presagiaba el triunfo final sobre las crisis.
Según Sombart, las crisis habían
sido ya ‘abolidas’ antes de la guerra por el mecanismo del
propio capitalismo, de tal modo que ‘el problema de las
crisis nos deja hoy día virtualmente indiferentes’. Ahora,
solamente diez años más tarde, esas palabras suenan a burla,
porque el pronóstico de Marx se nos aparece hoy en día en
toda la medida de su trágica fuerza”4.
A su vez, señalaba en ese mismo
artículo cómo en medio de la “gran crisis” los analistas
del diario estadounidense The New York Times
cometían el mismo error metodológico que los que habían
augurado un desarrollado capitalista cada vez más apacible.
The New
York Times cuestionaba al marxismo por sostener dos
afirmaciones aparentemente contradictorias: que la crisis
que arrastraba el capitalismo mundial era expresión de la
“anarquía capitalista”, a la vez que la economía estaba
cada vez más dominada por un puñado de monopolios, en el
caso estadounidense por las “sesenta familias” que había
denunciado el mismo Roosevelt.
Trotsky contestaba de la siguiente manera:
“Es notable que la prensa capitalista,
que pretende negar como puede la existencia misma de los
monopolios, recurra a esos mismos monopolios para negar
como puede la anarquía capitalista. Si sesenta familias
dirigen la vida económica de Estados Unidos, The New York Times observa irónicamente:
‘Esto demostraría que el capitalismo norteamericano, lejos
de ser anárquico y sin plan alguno, se halla organizado
con gran precisión’. Este argumento yerra el blanco. El
capitalismo ha sido incapaz de desarrollar una sola de sus
tendencias hasta el fin. Así como la concentración de la
riqueza no suprime a la clase media, así tampoco el monopolio
suprime a la competencia, sólo la ahoga y la contiene. Ni el ‘plan’ de cada una de
las sesenta familias ni las diversas variantes de esos planes
se hallan interesados en lo más mínimo en la coordinación
de las diferentes ramas de la economía, sino más bien en
el aumento de los beneficios de su camarilla monopolista
a expensas de otras camarillas y a expensas de toda la
nación. En último término, el choque de semejantes planes
no hace más que profundizar la anarquía de la economía nacional.
La crisis de 1929 estalló en Estados Unidos un año después
de haber declarado Sombart la
completa indiferencia de su ‘ciencia’ con respecto al problema
de la crisis”5 (negritas nuestras).
Como veremos, la mayoría de las
mistificaciones que sostienen las teorías contemporáneas
sobre la “globalización”, ya sea las que en alguna forma
la celebran como las que se oponen a ella desde la defensa
del “estado” contra el “mercado”, caen en el mismo error
metodológico de no comprender que “el capitalismo ha
sido (y es) incapaz de desarrollar ninguna de sus
tendencias hasta el final”. Confrontando con las posiciones
de algunos de los autores más representativos de estas posturas,
trataremos de demostrar que esta definición de Trotsky sigue
constituyendo un punto de partida insistituible para dar cuenta de la dinámica del mundo contemporáneo.
Partimos asimismo de la “ley” más
general que Trotsky señaló como característica del desarrollo
capitalista, la ley del desarrollo desigual y combinado,
que su autor formuló originalmente para dar cuenta de las
peculiaridades que explicaban que en un país atrasado como
la Rusia zarista se hubiese producido la primer revolución
socialista de la historia: “Las leyes de la historia
no tienen nada en común con el esquematismo pedante. El
desarrollo desigual, que es la ley más general del proceso
histórico, no se nos revela, en parte alguna, con la evidencia
y la complejidad con que la patentiza el destino de los
países atrasados. Azotados por el látigo de las necesidades
materiales, los países atrasados se ven obligados a avanzar
a saltos. De esta ley universal del desarrollo desigual
de la cultura se deriva otra que, a falta de nombre más
adecuado, calificaremos de ley del desarrollo combinado,
aludiendo a la aproximación de las distintas etapas del
camino y a la confusión de distintas fases, a la amalgama
de formas arcaicas y modernas. Sin acudir a esta ley, enfocada,
naturalmente, en la integridad de su contenido material,
sería imposible comprender la historia de Rusia ni la de
ningún otro país de avance cultural rezagado, cualquiera
que sea su grado”6.
Por último, recordaremos que el
hecho de que la economía mundial capitalista haya rebasado
los estados nacionales, pese a como lo presentan las tesis
“globalizadoras”, no es en realidad
una afirmación novedosa para los marxistas. Si, como fue
recordado por muchos de los trabajos que se escribieron
hace unos años ante el 150 aniversario del Manifiesto
Comunista, la tendencia a la internacionalización de
las fuerzas productivas fue señalada por Marx a mediados
del siglo XIX, a comienzos del siglo XX el salto del capitalismo
de su fase inicial de “libre competencia” a su estadio imperialista
llevó a nuevos desarrollos sobre las condiciones que presentaba
ahora la economía mundo y lo que esto implicaba para la
estrategia revolucionaria. En el caso de Trotsky, fue la
relación entre la economía capitalista como totalidad y
la peculiaridad que sus tendencias implicaban para el desarrollo
ruso lo que le permitió plantear originalmente la perspectiva
de la revolución permanente, contra la interpretación mecanicista
de las tesis de Marx que sostenían los teóricos mencheviques.
Así pudo formular, en Resultados y perspectivas,
la audaz e innovadora apuesta de que el proletariado ruso
conquistaría el poder acaudillando a las masas campesinas
y enarbolando las banderas de la revolución democrática,
pero que una vez en él se vería obligado desde un primer
momento en avanzar sobre la propiedad capitalista, con lo
cual la revolución transcrecería
de democrática en socialista. Perspectiva que se materializaría
con el triunfo de la revolución de octubre, once años más
tarde de escrito tal pronóstico. Pero ni Trotsky ni Lenin
consideraron jamás que la conquista del poder por parte
del proletariado ruso le planteaba la posibilidad de avanzar
por sí mismo al socialismo, sino que condicionaban esta
perspectiva al desarrollo de la revolución en Europa y en
particular en Alemania.
Es así que el stalinismo
y sus tesis acerca de la “construcción del socialismo en
un solo país” constituyeron una verdadera regresión de una
afirmación que, previamente, era un verdadero sentido común
entre los distintos teóricos revolucionarios. Trotsky señalaba
en La revolución permanente: “El marxismo parte
del concepto de la economía mundial, no como una amalgama
de partículas nacionales, sino como una potente realidad
con vida propia, creada por la división internacional del
trabajo y el mercado mundial, que impera en los tiempos
que corremos sobre los mercados nacionales.
Las fuerzas productivas de la
sociedad capitalista rebasan desde hace mucho tiempo las
fronteras nacionales. La guerra imperialista fue una de
las manifestaciones de este hecho. La sociedad socialista
ha de representar ya de por sí, desde el punto de vista
de la técnica de la producción, una etapa de progreso respecto
al capitalismo. Proponerse por fin la edificación de una
sociedad socialista nacional y cerrada, equivaldría, a pesar
de todos los éxitos temporales, a retrotraer las fuerzas
productivas deteniendo incluso la marcha del capitalismo.
Intentar, a despecho de las condiciones geográficas, culturales
e históricas del desarrollo del país, que forma parte de
la colectividad mundial, realizar la proporcionalidad intrínseca
de todas las ramas de la economía en los mercados nacionales,
equivaldría a perseguir una utopía reaccionaria (...) los
rasgos específicos de la economía nacional, por grandes
que sean, forman parte integrante y en proporción cada día
mayor, de una realidad superior que se llama economía mundial,
en la cual tiene su fundamento, en última instancia, el
internacionalismo de los partidos comunistas” (negritas
nuestras)7.
Trotsky, al igual que Lenin y Luxemburgo,
consideraba la economía mundial capitalista como una totalidad
interdependiente y no como un mero agregado de economías
nacionales. En la cita anterior puede verse claramente cómo
Trotsky tenía un punto de vista teórico que, si bien surgía
de procesos existentes ya a comienzos del siglo pasado,
adelanta genialmente tendencias que se expresarían potenciadamente
con el crecimiento en la internacionalización de las fuerzas
productivas ocurrido en los últimos treinta años. Partir
de las consideraciones de Trotsky señaladas es ineludible
para aproximarnos a qué es lo que ha ocurrido en el período
histórico reciente, evitando los análisis unilaterales tan
habituales.
En mucha mayor medida que en la
época de Lenin y Trotsky, pero reactualizando
su visión del capitalismo como una totalidad mundial interdependiente,
hoy existen cadenas de producción integradas internacionalmente
y tenemos países cuyo principal rol es el de aportar plantas
ensambladoras de productos realizados en otros estados y
regiones. Mientras la producción tecnológicamente más sofisticada
se concentra en un puñado de naciones, otras, que habían
desarrollado al calor de procesos de “sustitución de importaciones”
una cierta industrialización, han retrocedido a ser esencialmente
proveedoras de materias primas.
Como forma de aumentar sus beneficios,
los monopolios han buscado aprovechar las ventajas de cada
sector de la economía internacionalizada, incluyendo formas
de planificación y coordinación del trabajo en otros tiempos
impensadas, para lo que se han valido de los desarrollos
de la informática, como un medio indispensable a la hora
de planificar la producción y ponerla en consonancia con
una demanda inestable y cambiante. Pero todo esto no ha
llevado a la humanidad a un estadio superior ni a una producción
internacionalmente “coordinada” de conjunto sino que, al
realizarse en forma anárquica, ha favorecido el aumento
de la desigualdad entre un puñado de países privilegiados
y un mundo que se sigue debatiendo en la pobreza y la indigencia,
cuestión que se repite al interior de cada país, combinando
la intelectualización de una fracción
de la fuerza de trabajo con formas de explotación del trabajo
asalariado que en muchos casos nada tienen que envidiarle
a las del capitalismo del siglo XIX. Los recursos con que
la humanidad cuenta son inmensos, pero la concentración
desigual de la riqueza social ha alcanzado también límites
inéditos. Es decir, hemos visto un proceso de desarrollo
crecientemente desigual y combinado, con los profundos contrastes
que expresan las calles de cualquier gran urbe contemporánea.
Esto no significa que exista un
mundo plenamente globalizado, donde el territorio al que
se pertenezca ya no tenga importancia. Aunque la presión
del mercado capitalista mundial sobre los “mercados locales”
es hoy mucho mayor que en momento alguno del siglo XX, aún
hoy la producción que traspone las fronteras nacionales
representa el 20% del producto mundial, contribuyendo las
filiales de las empresas transnacionales con alrededor de
un 10% del producto y acumulación de capitales mundiales.
El dominio logrado por el capital en regiones que le habían
sido vedadas durante la segunda mitad del siglo XX, incluyendo
la monumental reserva de fuerza de trabajo conquistada en
China, imponen crecientemente la tendencia a precios internacionales
en las manufacturas, pero el crecimiento del comercio mundial
está concentrado entre los países del G7 y algunos otros
estados “selectos”, como China, los NIC’s, India, Brasil y Sudáfrica. Las finanzas también han
logrado un peso impresionante dentro de los negocios capitalistas,
siendo el sector más “globalizado” de la economía a partir
del uso privilegiado de los avances informáticos. Pero este
crecimiento de los negocios especulativos del capital se
explica porque es allí donde es más fácil encontrar beneficios
extraordinarios, en detrimento de las dificultades que muestra
la valorización capitalista en las ramas industriales tradicionales,
producto del incremento de la “composición orgánica” del
capital.
De ahí que para nadie que razone
en los términos de Trotsky puede resultar una novedad la
afirmación de los teóricos “globalizadores” sobre que “no hay soluciones locales a
problemas globales”. Pero esto que es correcto en un
sentido estratégico se transforma en su contrario si lo
convertimos en un presupuesto. A diferencia de lo que opinan
estos teóricos, considerar que una sociedad comunista no
puede construirse en el terreno nacional, no significa que
para avanzar en tal sentido podamos prescindir de la necesidad
de realizar revoluciones sociales en el terreno nacional
que se conviertan en verdaderas “trincheras” para los trabajadores
y las masas explotadas a nivel mundial. Pese a la internacionalización
de las fuerzas productivas, ¿cómo puede pensarse seriamente
en que los trabajadores y las masas explotadas tomen el
control y pongan los medios de producción, hoy más desarrollados
y en poder de los grandes monopolios, al servicio de satisfacer
las necesidades humanas sin quebrar el poder de los estados
capitalistas? Para hacer esto seguimos necesitando, inevitablemente,
de la conquista del poder político.
La insoportable unilateralidad
de los teóricos “globalizantes”
Consideremos ahora lo que opinan
sobre el mismo proceso autores representativos de las tesis
que sostienen que la globalización o la mundialización
han producido un verdadero cambio de época.
En ellos puede advertirse, en mayor
o menor medida, la convicción que estamos frente a un capitalismo
que ha logrado superar las contradicciones que lo cruzaron
desde sus orígenes llevando “sus tendencias hasta el
final”. Esto se daría tanto en el plano del proceso
de trabajo (donde según la visión de Negri
la hegemonía del “trabajo inmaterial” expresaría la realización
de las tendencias señaladas por Marx hacia el pleno dominio
del “trabajo abstracto”, que habría vuelto obsoleta la ley
del valor) como en la autonomía lograda por el capital respecto
de los estados nacionales, cuya existencia sería un simple
remanente del pasado. El capitalismo habría sufrido mutaciones
trascendentales, aunque aún no han surgido las formas políticas
(o, si se quiere, de “regulación”) que las expresen. En
esta situación, todo el pensamiento político que predominó
en la “modernidad” ha perdido vigencia y debe ser desestimado.
Un ejemplo típico de estos análisis
desde una perspectiva “reformista” es la que sostiene Zigmunt
Bauman, uno de los sociólogos más destacados de la actualidad. En uno de sus últimos trabajos,
La sociedad sitiada, insiste sobre las características
que presenta la época de la “modernidad líquida” en la que
vivimos, opuesta a la “modernidad sólida” característica
de los siglos XIX y XX, que fue la analizada por la sociología
clásica: “La actual soberanía política de los Estados
no es más que una sombra de la multifacética
autonomía política, económica, militar y cultural de los
Estados de antaño, modelada según el patrón del Totale
Staat. Hay poco que los Estados soberanos de hoy puedan
hacer, y menos aún que sus gobiernos se atrevan a llevar
a cabo, para contener las presiones del capital, las finanzas
y el comercio (incluido el comercio cultural) de carácter
globalizado. Si se vieran instados por sus sujetos a reafirmar
sus propias normas de justicia y propiedad, los gobiernos
en su mayor parte replicarían que nada pueden hacer al respecto
sin ‘ahuyentar a los inversores’ y por ende atentar contra
el PBN y el bienestar de la nación y todos sus miembros.
Dirían que las reglas del juego que están obligados a jugar
han sido dispuestas (y pueden ser revisadas a voluntad)
por fuerzas sobre las que tienen una influencia mínima.
¿Cuáles fuerzas? Unas tan anónimas como los nombres tras
los que se esconden: competencia, condiciones de comercio,
mercados mundiales, inversores globales. Fuerzas sin residencia
fija; extraterritoriales, a diferencia de los poderes eminentemente
territoriales del Estado; y capaces de moverse libremente
alrededor del planeta, en contraste con las agencias del
Estado que, o bien para peor o bien para mejor, se mantienen
irrevocablemente sujetas al suelo. Fuerzas cambiantes y
huidizas, esquivas, difíciles de localizar e imposibles
de atrapar”8.
Esta situación llevaría a un interés decreciente de los
individuos sobre sus temas comunes, cuestión que es apoyada
y secundada por “un Estado que se muestra gustoso de
ceder tantas de sus antiguas responsabilidades como le sea
posible a intereses y preocupaciones privadas”. A la
vez, el mismo Estado encuentra una creciente impotencia
“para mantener el equilibrio de sus cuentas dentro de las
propias fronteras o para imponer sus normas en cuanto a
la protección, la seguridad colectiva, los principios éticos
y los modelos de justicia que mitigarían la inseguridad
y aliviarían la incertidumbrre
que socava la confianza de los individuos en sí mismos,
condición necesaria de toda participación sostenida en los
asuntos públicos”. El resultado de estos procesos sería
“el crecimiento de la brecha entre ‘lo público’ y ‘lo
privado’, y la lenta pero inexorable desaparición del arte
de la traducción recíproca entre los problemas privados
y los asuntos públicos, la savia vital de toda política.
Contra Aristóteles, pareciera que la noción del bien y el
mal en su forma privatizada actual ya no suscita la idea
de la ‘buena sociedad’ (o del mal social, para el caso);
y cualquiera sea la esperanza de una bondad supraindividual
que se conjure, difícilmente se le conferiría al Estado”.
Insiste por ello en que “no hay soluciones locales para
problemas globales” y que “una respuesta efectiva
a la globalización sólo puede ser global. Y el destino de
esa respuesta global depende del surgimiento y el arraigo
de una escena política global (en tanto distinta a la ‘internacional’,
o para ser más precisos, interestatal). Es esa escena lo
que hoy en día falta, de modo notable. Los participantes
globales existentes, por razones obvias, son particularmente
reacios a construirla (...) Se necesitan fuerzas realmente
nuevas para restablecer y vigorizar un foro de discusión
verdaderamente global que se adecue a la era de la globalización;
y esas fuerzas podrán ejercerse solamente pasando por sobre
ambas clases de participantes”9.
El análisis de Bauman
está realizado dentro de la tradición de lo que podríamos
llamar la sociología crítica, con elementos de análisis
que recuerdan al Wright Mills
de La
Imaginación Sociológica cuando señalaba el “malestar”
del hombre contemporáneo de su tiempo por la impotencia
para transformar sus “inquietudes personales” en “problemas
públicos”. Pero si en los Estados Unidos de la “guerra fría”
el pragmatismo ecléctico de Mills
no le permitió ir más allá de las tesis “pesimistas” sobre
las tendencias irreversibles a la “burocratización del mundo”,
en Bauman contrastan sus agudas
observaciones sobre distintos cambios en la experiencia
vivida de nuestro tiempo con su adhesión a las tesis
superficiales sobre la superación de las sociedades de clase,
que no le permiten ir más allá de un planteo minimalista
o una exhortación moral a la hora de pensar cómo enfrentar
los grandes flagelos de nuestro tiempo. Contraste que, posiblemente,
tiene su fuente en no considerar las sociedades en términos
de “modos de producción”, como el marxismo, sino en pensar
las relaciones sociales como algo que ocurre a partir de
distintas “comunidades imaginadas” por los individuos, un
poco en la forma en que lo hacían Durkheim
y otros sociólogos no marxistas. De ahí que el término “capitalismo”
sea casi un ausente en su trabajo.
Los razonamientos de Negri
en Imperio y otros textos posteriores se ubican en
esta misma sintonía de análisis en lo que hace a la existencia
de un nuevo escenario epocal,
aunque desde una posición que se reivindica “comunista”
e incluso “revolucionaria”. Partiendo de las críticas recibidas
y de reconocer el hecho que el libro que escribió junto
a Michael Hardt “no se ocupa
de algunas cuestiones hoy fundamentales: por un lado, la
fuerte insistencia estadounidense sobre la unilateralidad
de la acción imperial; por otro, el perfeccionamiento de
los medios de control que se extienden hacia la guerra y
que en ocasiones le son inherentes”10, Negri vuelve en un trabajo
reciente sobre las “dos o tres tesis en las que se apoya
la estructura del discurso desarrollado en Imperio”11.
La primera tesis es que “no existe globalización sin
regulación”. Justamente el Imperio sería la forma
transitoria de regulación que encuentra la actual fase de
globalización. La segunda tesis es que “la soberanía
de los Estados-nación está en crisis. Crisis significa que
la soberanía se transfiere del Estado-nación y se encamina
hacia otra parte. El problema es definir hacia dónde; este
conflicto sigue abierto. Por ello decimos que la soberanía
imperial se encuentra en un ‘no lugar’ (...) el Estado-nación
ya no tiene su centralidad sobre la cultura, sobre la lengua
y la información, porque está continuamente atravesado por
corrientes antagonistas y por múltiples entradas lingüísticas
y culturales que le sustraen la posibilidad de tener una
posición hegemónica y de dominar sobre el proceso cultural”.
Señala por último “una tercer tesis fundamental del trabajo
de Imperio” consistente en asumir que los fenómenos
recién mencionados ocurren “dentro de la relación de
capital: ésta es la pretensión científica fundamental de
Imperio; y es evidente que aquí seguimos la estela de la
enseñanza marxiana. Naturalmente,
esta estrategia marxiana está
subordinada a una experimentación nueva y creativa, y al
sentido de la originalidad de las situaciones que analizamos.
El conflicto de clase en el que estamos inmersos, las experiencias
sentidas con respecto al poder, las prácticas de resistencia
y de éxodo que vivimos, así como la actividad laboral que
nos constituye, son, en efecto, distintos de los que Marx
había experimentado. Sigue siendo fundamental el hecho de
que es la lucha, la división social de la relación de capital,
lo que constituye toda realidad política”12.
Por ello, a diferencia de Bauman,
Negri insiste en que la conformación
del Imperio va de la mano de (o, mejor dicho, es una respuesta
a) la constitución de un nuevo sujeto antagonista, la multitud,
que de Seattle a esta parte se ha expresado en la conformación
del “movimiento de los movimientos”. Multitud cuya estrategia,
según Negri, debería asumir que
la situación, desde que fue formulado el planteo revolucionario
de Lenin, “ha cambiado radicalmente; ya no existe una
clase obrera que se lamente la ausencia de un proyecto de
gestión de la industria y de la sociedad, ya sea gestión
directa o mediatizada por el Estado. Y aunque este proyecto
fuera reactualizable, no podría tener una carácter hegemónico sobre
el proletariado y/o sobre la intelectualidad de masas, ni
podría cercenar un poder capitalista desplazado hacia otros
niveles (financieros, burocráticos, comunicativos, etcétera)
de dominio. En el presente, pues, la decisión revolucionaria
debe basarse en otro esquema constituyente que no coloque
como preliminar un eje industrial y/o de desarrollo de la
economía sino que, a través de aquella multitud en la que
se configura la intelectualidad de masas, proponga el programa
de una ciudad liberada en la cual la industria ceda ante
las urgencias vitales, la sociedad ante la ciencia, y el
trabajo ante la multitud. La decisión constituyente se
convierte, aquí, en multitud”13.
En ambos autores podemos ver una
matriz similar de error analítico: pensar fenómenos que
se desarrollan en una sola dirección, moviéndose según una
lógica homogénea y no desigual y combinada. De ahí las unilateralidades
de sus posiciones, que hace que, aún partiendo de una serie
de hechos ciertos, lleguen a conclusiones falaces.
Centrándonos en el análisis de Negri,
los hechos reales de los que parte son:
a) que los grandes monopolios y
corporaciones aumentaron enormemente su poder en los últimos
treinta años, poniendo bajo su control directo áreas de
la economía que en la posguerra estuvieron bajo el control
estatal;
b) que conquistaron nuevos mercados
territoriales y pusieron nuevas esferas de actividad humana
bajo su dominio;
c) que las potencias dominantes
tienden a buscar que el control económico que ejercen en
áreas del mercado “global” se exprese en instituciones jurídicas
y políticas supranacionales;
d) que estos dos fenómenos han llevado
a un cierto debilitamiento de la “soberanía” de los estados
nacionales, aunque en forma desigual según los casos que
se consideren;
e) que los desarrollos científicos
y técnicos agudizan la contradicción entre una producción
crecientemente socializada y compleja con la imposición
de una medida (“miserable”, al decir de Marx) que permita
su valorización y su intercambio mercantil;
f) que la inmigración masiva en
los países imperialistas está produciendo cambios importantes
en su composición étnica, generando una crisis creciente
de “integración” de la nueva fuerza de trabajo inmigrante,
con el fortalecimiento de tendencias xenófobas en partes
significativas, aunque aún minoritarias, de la población
nativa;
g) que se impusieron nuevas condiciones
de sojuzgamiento a la fuerza de
trabajo a nivel mundial, bajo el doble látigo de la precarización
y el desempleo;
h) que, especialmente en los países
centrales, han crecido, en proporción a la industria, los
asalariados en diversos sectores de las actividades catalogadas
como “servicios” y que, más en general, los últimos treinta
años registraron importantes cambios en la composición de
la clase trabajadora;
i) que entre ellos se cuentan su
feminización y el crecimiento en importancia de la fracción
de la fuerza de trabajo “intelectualizada”;
j) que el desarrollo de los medios
de comunicación de masas electrónicos, y su monopolio por
las grandes potencias, tiende a una difusión inédita de
los valores de la “cultura dominante”;
k) que ligados a los negocios de
las grandes corporaciones y a la tecnocracia administrativa,
académica y científica existen importantes sectores de las
“élites” de los distintos países
que viven en forma crecientemente “transnacionalizada”.
De estas premisas deduce una serie
de conclusiones que lo llevan a afirmar que estamos frente
a un verdadero “cambio epocal” que se caracterizaría por:
i) la libre movilidad absoluta
del capital en todas sus áreas y la constitución de un capital
“global” que dejaría como algo del pasado los conflictos
interimperialistas que caracterizaron el siglo XX14;
ii)
la desaparición de los estados nacionales y su reemplazo
por formas “globales” de soberanía, que dejarían sin fundamentos
la toma o conquista del poder del estado;
iii)
una distribución también “global” de la riqueza y la pobreza,
con lo que quedarían abolidas las distinciones entre naciones
imperialistas y semicoloniales propias del imperialismo clásico;
iv)
la hegemonía del “trabajo inmaterial” y la pérdida de peso
de los asalariados, con lo cual la clase obrera no existe
más o no tiene ya la posibilidad de jugar un papel hegemónico
entre el conjunto de los sectores oprimidos por el capital;
v) ligado a lo anterior, el surgimiento
de un nuevo sujeto resistente, la “multitud”, que sería
expresión de una fuerza productiva dominada por el “general
intellect”; un sujeto que ya no se definiría por la obligación
de vender la fuerza de trabajo al capital y del lugar común
que se ocupa en el proceso de producción, lo que dejaría
sin sustento toda política clasista tanto en el terreno
“nacional” como en el “global”.
Esta visión extrapolada y carente
de todo límite que Negri presenta de fenómenos que, en la realidad, actúan sólo
tendencialmente, y que lo hacen
decir que el comunismo está “al alcance de la mano” y que
para llegar a él no hace falta ninguna “transición”, constituyen
un enorme embellecimiento de las posibilidades del capital
para superar sus contradicciones. De ahí que leyendo a Negri
se tiene frecuentemente la impresión de un capitalismo tan
cambiado ... que ha dejado de ser
tal. Esta sobrestimación de la madurez de las “condiciones
objetivas” opera a su vez como justificación de una práctica
“subjetiva” consistente en aceptar la “miseria de lo posible”,
una mera presión sobre los “poderes fácticos” existentes
que caracteriza a las corrientes autonomistas a pesar de
su retórica15.
La ausencia de “equilibrio
capitalista”
Contrastemos estas posiciones, tratando
de transformar el “álgebra” de Trotsky en formulaciones
aritméticas que nos permitan señalar las características
del “marco estratégico” que se ha ido conformando en los
últimos años. En trabajos anteriores hemos señalado que
el concepto de Trotsky de “equilibrio capitalista” analiza
la dinámica del sistema combinando la situación de la economía,
de los conflictos y antagonismos interestatales y la lucha
de clases16. De esta forma, evitábamos caer en análisis mecanicistas de
distinto tipo17 para definir si los tiempos se hacían más convulsivos o no,
buscando a su vez en forma “leninista” tratar de captar
los “eslabones débiles” para el desarrollo del proceso revolucionario.
Aplicando este método a la actualidad, lo cierto es que
desde que fuera roto el relativo equilibrio18
del capitalismo en los centros imperialistas por la acción
de la lucha de clases a fines de los ’60 y en la economía
con la crisis de 1973-75, la economía mundial no ha logrado
más que estabilizaciones parciales y precarias. Más allá
de lo que sostengan los defensores de las tesis acerca de
que el capitalismo es capaz de superar sus propias contradicciones,
es un hecho que desde principios de los ‘70 el capitalismo
mundial vive una “crisis de acumulación” que no ha logrado
superar. A pesar de la brutal ofensiva descargada sobre
los trabajadores, de los avances científicos y tecnológicos
y de la conquista de nuevos mercados y nuevas áreas bajo
su dominio (como el mercado chino), el crecimiento promedio
de la economía es muy inferior al de los años del “boom”.
Comparando el crecimiento promedio en las cuatro principales
economías capitalistas en dos series promedio (1960-73 y
1980-94) podemos ver la disminución en el ritmo del crecimiento
capitalista claramente en el Cuadro 119:
Cuadro 1
PAÍS |
PROMEDIO PIB 1960-73 |
PROMEDIO PIB 1980-94 |
|
|
|
EE.UU. |
3,96 |
2,32 |
Japón |
9,68 |
3,95 |
Alemania |
4,38 |
1,94 |
Francia |
5,41 |
1,89 |
En su trabajo The
boom and the
bubble, Robert
Brenner plantea una visión similar, dando cuenta del dinamismo
económico declinante que presenta la economía mundial:
Cuadro 2
Dinamismo económico declinante
(variación porcentual
del promedio anual)
PBN |
1960-69 |
1969-79 |
1979-90 |
1990-95 |
1995-2000 |
1990-2000 |
Estados Unidos |
4,6 |
3,3 |
2,9 |
2,4 |
4,1 |
3,2 |
Japón |
10,2 |
5,2 |
4,6 |
1,7 |
0,8 |
1,3 |
Alemania |
4,4 |
3,6 |
2,2 |
2,0 |
1,7 |
1,9 |
Unión Europea |
5,3 |
3,7 |
2,4 |
1,6 |
2,5 |
2,0 |
G-7 |
5,1 |
3,6 |
3,0 |
2,5 |
1,9 |
3,1 |
PBN
per cápita
Estados Unidos |
3,3 |
2,5 |
1,9 |
1,3 |
3,4 |
2,4 |
Japón |
9,0 |
3,4 |
4,0 |
1,1 |
1,1 |
1,1 |
Alemania |
3,5 |
2,8 |
1,9 |
7,0 |
1,6 |
4,3 |
G-7 |
3,8* |
2,1** |
1,9 |
1,2 |
2,5 |
1,8 |
* 1960-73 ** 1973-79
Fuente: Robert Brenner, The boom and the bubble,
Verso, 2002.
Podemos ver aquí, que aunque en
la segunda parte de los ’90 la economía norteamericana en
particular mejoró su rendimiento –alimentando los desvaríos
de la “nueva economía”-, el promedio del crecimiento de
su PBN en la década no superó los índices de los ya magros
rendimientos de los ’70. Y ni hablar si consideramos los
índices de Japón, Alemania o el conjunto de la
Unión Europea.
Según nuestro punto de vista, las
dificultades para que el capitalismo mundial logre una nueva
situación de “equilibrio” más o menos duradero se sustentan
en las tendencias a la decadencia de la hegemonía estadounidense,
cuyo liderazgo de “occidente” fue indisputado
en los años del “boom” (cuando
generaba un 40% del producto bruto mundial, contra un 25%
en la actualidad) mientras hoy se ve crecientemente cuestionado
por sus rivales europeos y asiáticos, más allá de la recuperación
de posiciones y del espejismo de su “dominio ilimitado”
que presentó la década de los ’90.
De ahí lo superficial de las afirmaciones
de que existe un único capital “global” que habría transformado
en algo del pasado las disputas interimperialistas.
En realidad, ésta no es una discusión novedosa para el marxismo.
Como señalamos, en su momento Kautsky y otros plantearon que la tendencia era hacia la conformación
de un único “trust” mundial, dando
lugar a un “ultraimperialismo”.
Lenin combatió esta posición (y con él, Trotsky y Rosa Luxemburgo,
aunque esta última desde otra explicación del funcionamiento
del capitalismo y de la causa de sus crisis) no porque negase
la dinámica del capital hacia la concentración y la centralización
del poder monopólico, sino porque no creía que esta tendencia
pudiese por un lado imponerse a la competencia implacable
por los mercados de los distintos monopolios, para lo cual
éstos requerían del auxilio de los distintos estados nacionales,
y por otro a la resistencia del proletariado. Creer que
el monopolio puede llevar a la superación de la competencia,
o que porque el capital se mueve en una escala distinta
a la del estado nacional puede prescindir de él, es sencillamente
creer que el capitalismo ha conseguido “llevar sus tendencias
hasta el final”.
Por el contrario, desde mediados
de los ’70 tenemos una economía mundial dividida en tres
grandes bloques imperialistas. La tendencia al surgimiento
de bloques regionales es una política de las naciones dominantes
para competir en mejores condiciones con sus rivales. David
Harvey, cuyo trabajo más reciente es El nuevo imperialismo,
ha sostenido que “la tentativa por parte de los Estados
Unidos de controlar el petróleo de Oriente Medio ... se
volvió aún más importante ahora, y no tanto para proteger
las fuentes de crudo norteamericanas, que son muy diversas,
sino para controlar la economía global y la competencia
por parte de otros bloques económicos: en primer lugar el
Japón y China, que no tienen fuentes de crudo propias y
dependen del petróleo de Oriente Medio, y hasta cierto punto
también Europa (...) Tendríamos entonces tres bloques de
poder: el Este asiático, los Estados Unidos y la
Unión Europea, con una importante competición entre ellos.
Esto nos llevaría a un imperialismo competitivo como el
analizado por Lenin a comienzos del siglo XX, con la diferencia
de que ahora sería entre bloques de poder, en lugar de ser
entre países”20.
Es que, aunque las fuerzas productivas se han internacionalizado,
el capital no se ha “globalizado” homogéneamente, sino que
se ha desarrollado en forma desigual y combinada. La gran
mayoría de las “inversiones extranjeras directas” están
concentradas en las naciones del G-7 y en un puñado de países,
como China y otros del este y el sudeste asiático. En Latinoamérica,
México, Brasil y Argentina fueron parte de este “club” en
los ’90 hasta que la crisis provocó un cambio en el sentido
de la flecha. La tendencia a la constitución
de espacios económicos “globales” se ha dado conjuntamente
con el surgimiento tanto de nuevos estados como de diferentes
tipos de bloques regionales intermedios (como la Unión Europea, el NAFTA, la Apec o el Mercosur)
mediante los cuales los poderes imperialistas buscan asegurarse
un acceso privilegiado a los distintos mercados. Vemos actuar
una dialéctica en la cual el mundo, a medida que se “mundializa”,
se parte y se divide. Como ha señalado Bensaïd:
“Lejos de crear un espacio político homogéneo, la ‘mundialización’
imperial acrecienta las desigualdades y refuerza las relaciones
de dominación, llevando a una suerte de ‘balcanización del
planeta’. En el mismo momento donde los Estados nacionales
son señalados como algo del pasado, el Comité Olímpico Internacional
cuenta con más y más miembros y banderas. Sólo Europa ha
visto aparecer en diez años una docena de nuevos países
y más de 15.000 kilómetros de nuevas fronteras
(...) Pero más los estados se multiplican, más su soberanía
reconocida aparece como formal. Detrás de estas ‘soberanías
de fachada’ se instalan diversos estados fantoches, cortesanos
o mendicantes, ‘presta nombre’ de potencias dominantes (...)
Esta dialéctica de disolución por lo alto de viejos imperios
destruidos por su propio poder y del despertar por debajo
de aspiraciones nacionales frustradas, de formación de nuevos
aglomerados regionales y de fragmentación de territorios
existentes, está lejos de haberse agotado”21.
Podemos entonces entender que la
política imperialista agresiva desarrollada por el gobierno
de Bush y especialmente de su ala “neoconservadora” respondió
no a la “locura” de los miembros de su administración o
meramente a la búsqueda de negocios privados, sino a tratar
de utilizar el terreno en el que Estados Unidos domina sin
disputa, la fuerza militar, como factor de disciplinamiento
político para recuperar parte de la hegemonía perdida. Es,
si se quiere, una política voluntarista y facilista, pero que
va a ser continuada en lo esencial por un eventual gobierno
de Kerry, en mayor medida de lo que creen los que apoyan al candidato
demócrata como “mal menor” frente a la actual administración
republicana.
La opresión imperialista
La ausencia de la visión de que
el capitalismo se desarrolla en forma “desigual y combinada”,
ha llevado, por su parte, a uno de los desvaríos centrales
de las tesis globalizadoras, aquel
por el cual se considera perimida la opresión que las naciones
imperialistas ejercen sobre las naciones oprimidas. Bajo
el neoliberalismo hemos vivido una redistribución desigual
del poder estatal. Ha aumentado el poder de las potencias
imperialistas en detrimento de la fuerza de las naciones
sojuzgadas, a partir del control que las primeras ejercen
sobre los cinco monopolios de los que en la actualidad depende,
según Samir Amin,
el dominio mundial: el monopolio sobre las nuevas tecnologías;
sobre el control de los flujos financieros; sobre el acceso
a los recursos naturales del planeta; sobre los medios de
comunicación y sobre las armas de destrucción masiva. Es
cierto que la tendencia no ha sido homogénea entre los países
que no pertenecen al selecto “club” del G-7: en medio del
incremento de las disputas interimperialistas,
estamos presenciando con el comienzo de siglo el fortalecimiento
de una serie de potencias de peso regional, como Brasil,
Sudáfrica o la India (y, con características peculiares,
China). Pero, más allá de los intentos de resurrección senil
de las burguesías semicoloniales,
la dominación imperialista se mantiene incólume: entre 1982
y 1998 los países de la periferia capitalista han pagado
en servicios de la deuda cuatro veces más de lo que debían,
pese a lo cual ésta se ha multiplicado por cuatro en los
últimos veinte años. Por año se desembolsan, desde el llamado
“tercer mundo”, alrededor de 200.000 millones de dólares.
¿Cómo puede obviarse que esta monumental expoliación da
bases renovadas a la lucha antimperialista
considerando, por el contrario, que la “globalización” ha
hecho desaparecer la opresión entre naciones? Esto no niega
(¿quién podría hacerlo?) que al interior de los mismos países
imperialistas existan millones de pobres y desempleados
(en gran parte inmigrantes “indocumentados” o “sin papeles”
que subsisten en forma completamente precaria en las metrópolis
europeas y estadounidenses) y que haya aumentado, en ellos,
la polarización social. Pero tomar estos hechos para borrar
de un plumazo las diferencias entre naciones opresoras y
oprimidas no es más que una posición falsamente internacionalista,
donde perdería toda jerarquía, por ejemplo, la lucha por
el fin del flagelo que significan las deudas externas de
los países oprimidos, un punto tan agobiante que hasta la Iglesia Católica lo ha tomado demagógicamente
como bandera para recuperar adeptos y mostrar una faceta
“social” que compense el extremo conservadurismo cultural
del papado de Juan Pablo II. Falso internacionalismo, decimos,
porque ser internacionalista en un país imperialista es
una posición que parte de asumir la condición opresora de
la propia nación y el relativo privilegio que tienen los
trabajadores en estos países con respecto a los trabajadores
de los países oprimidos (¿no demostró Lenin acaso la existencia
de una “aristocracia obrera” que daba base a la política
reformista de la socialdemocracia de aquellos años?).
Pero no es sólo la dominación económica,
sino una creciente política de intervencionismo militar
lo que caracteriza al imperialismo de nuestros días, cuestión
que va a contramano de lo que han afirmado los teóricos
globalizadores. Sus tesis no permiten
explicar las tendencias hacia la vuelta de políticas imperialistas
y colonialistas que practican las potencias dominantes,
donde las respuestas que reciben a su creciente expansión
y apropiación de recursos (entre las que se cuentan el incremento
de acciones terroristas brutales, como los atentados a las
Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001) son justificadas
por la supuesta existencia de estados “villanos” o estados
“fracasados”, que según sus relaciones con Washington son
sindicados alternativamente como promotores de algún “eje
del mal”. Lo cierto es que el imperialismo es un fenómeno
tan actual que, como Perry Anderson
planteó correctamente en una reciente conferencia dada en
La Habana, las tendencias a su exaltación se ven aún en
los discursos públicos de los políticos y think
tanks de las potencias dominantes:
“¿Cómo se articula, entonces, esta nueva prepotencia
norteamericana con las innovaciones ideológicas del neoliberalismo
y del humanismo militar? En la forma -que hubiera sido impensable
solamente algunos años atrás- de una rehabilitación plena
y cándida del imperialismo, como un régimen político de
alto valor, modernizante y civilizador. Fue el consejero
de Blair en materias de seguridad
nacional, Robert Cooper, una especie de mini-Kissinger
de Downing Street,
que inició esta transvaluación
contemporánea del imperialismo, dando como ejemplo conmovedor
el asalto de la OTAN contra Yugoslavia. Después el nieto
de Lyndon Johnson, el jurista constitucional y estratega nuclear Philip Bobbit (coordinador de los
servicios de espionaje en el Consejo Nacional de Seguridad
de Clinton) con su libro enorme El Escudo de Aquiles, predijo
la teorización más radical y ambiciosa
de la nueva hegemonía norteamericana. Hoy, artículos, ensayos
y libros, celebrando el Impero Americano -típicamente embellecidos
por largas comparaciones con el Impero Romano y su papel
civilizador- caen en cascadas de las imprentas en los EE.UU.
Se debe subrayar que esta euforia
neoimperialista no es un exceso
efímero de la derecha norteamericana; hay tanto demócratas
como republicanos en el rango de sus próceres. Para cada
Robert Kagan
o Max Boot por un lado, hay un Philip
Bobbitt o Michael Ignatieff por
el otro. Sería un error grave ilusionarse que es solamente
con Reagan o con los Bush que estas ideas han crecido; no, también
Carter y Clinton,
con sus Zbigniew Brzezinskis
y Samuel Bergers al lado, han
jugado un papel igualmente fundamental en su desarrollo”.
La crisis del “movimiento
de los movimientos”
Pero las tesis de Imperio
sufrieron un rápido desgaste no sólo porque el cambio en
la política exterior estadounidense bajo la presidencia
de Bush (y especialmente desde el 11 de septiembre) planteó
una vuelta a una política imperialista “clásica”, dejando
sin sustento o al menos obligando a reformular drásticamente
sus principales aseveraciones22,
sino también por los límites mostrados por el llamado “movimiento
de los movimientos”, al que Negri
identificó como encarnación visible de la “multitud”. Al
revés de sus ilusiones, Génova no fue un punto de preparación
para una ofensiva mayor sino un punto límite a partir del
cual el “movimiento altermundialista”,
como se denominó desde entonces, comenzó, al menos en esta
etapa, un período de declive23. Es cierto, luego se reconvirtió como
movimiento antiguerra, pero a
pesar de las impresionantes movilizaciones no consiguió
evitar la ocupación de Irak y la mayoría de sus mentores
pasó a defender la “política del mal menor”, siendo base
del refortalecimiento electoral
de la socialdemocracia en España y Francia, y activando
en la campaña electoral de Kerry
en EE.UU. A su vez, el PT brasileño, impulsor del Foro Social
Mundial en Porto Alegre, llegó a la presidencia con Lula,
pero para actuar, lejos de todo cambio, como un “ortodoxo”
alumno del FMI. El propio Paolo Virno
debió reconocer, en parte, la impotencia del “movimiento
de los movimientos” para afectar la “acumulación capitalista”,
en un reciente reportaje: “El movimiento global, de Seattle
en adelante, se parece a una pila que funciona a medias:
acumula sin pausa energía, pero no sabe cómo ni dónde descargarla.
Se está frente a una asombrosa acumulación, la cual no tiene
correlato, por el momento, en inversiones adecuadas. Es
como estar ante un nuevo dispositivo tecnológico, potente
y refinado, pero del cual se ignoran sus instrucciones de
uso. La dimensión simbólico-mediática ha sido, al mismo
tiempo, un conjunto de ocasiones propicias y de límites.
Por un lado, ha garantizado la acumulación de energía; por
el otro, ha impedido, o diferido al infinito, su aplicación.
Todo activista es consciente de ello: el movimiento global
no logra aún incidir –entiendo incidir a partir de la imagen
de un ácido corrosivo– sobre la actual acumulación capitalista.
El movimiento no ha puesto en juego un conjunto de formas
de lucha capaces de convertir en potencia política subversiva
la condición del trabajo precario, intermitente, atípico
(...) ¿de dónde nace la dificultad? ¿Por qué la tasa de
ganancia e, incluso, el funcionamiento de los poderes constituidos
no han sido afectados en forma significativa después de
tres años de desorden bajo el cielo? (...) Se equivoca quien
desconfíe de la carga ética del movimiento, reprochándole
descuidar la lucha de clases contra la explotación. Pero se equivoca también,
por motivos especulares, quien se complace de esta carga
ética considerando que ella deja fuera de juego categorías
como “explotación” y “lucha de clases”. En ambos casos se
deja escapar la cuestión decisiva: el nexo polémico entre
la instancia de la “buena vida” (encarnada en Génova y Porto
Alegre) y la vida puesta a trabajar (eje de la empresa posfordista)”24.
Secundariamente, también los resultados
más inmediatos del proceso abierto en Argentina con las
jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001 fueron un golpe
contra Imperio. ¿Qué más parecido a la multitud en
acción que lo acontecido en ese caluroso y movido verano
en Buenos Aires, con la deliberación de las asambleas populares
en las plazas de la Capital y el camino al fin hallado hacia
su unidad que parecía mostrar la confluencia “del piquete
y la cacerola”? ¿Cómo no ver aquí, con todo lo progresivo
que mostraron las “jornadas revolucionarias”, sin embargo,
un ejemplo emblemático de los límites que tiene el culto
a la “espontaneidad” de los autonomistas y el hándicap
que significó para la burguesía la ausencia de sectores
significativos de la clase obrera de la industria y los
servicios articulando la acción de masas? ¿Cómo no relacionar
la negativa a pensar en términos de “clase” con el derrotero
de conciliación con el estado seguido bajo el gobierno de
Kirchner por la mayor parte de los autonomistas de esos
días?
La crisis estratégica del “movimiento
de los movimientos” se plantea en dos planos. Uno tiene
que ver con la propia definición de que la época del imperialismo
habría sido superada por la del dominio de las instituciones
“globales” y por la pérdida de peso y/o desaparición de
los estados nacionales, con lo que perdería sentido toda
estrategia vinculada a la toma o conquista del poder. El
otro se relaciona con la concepción de cómo lograr articular
a la diversa “subjetividad resistente”.
Sobre el primer aspecto, las mismas
acciones desarrolladas por el movimiento contra la guerra
imperialista en Irak mostraron cómo una estrategia internacionalista
sólo puede desarrollarse en combinación con el enfrentamiento,
en el terreno “nacional” de los gobiernos y los estados.
En el marco de la división de las potencias imperialistas
dominantes, era imposible luchar seriamente contra la guerra
sin atacar a los gobiernos nacionales, que eran los que
decidían sobre el envío o no de sus ejércitos. El movimiento
antiguerra tuvo como aspecto progresivo
combinar la acción internacionalista común (como las movilizaciones
del 15 de febrero y el 15 de marzo de 2003) con la denuncia
y la lucha contra los gobiernos “locales”. Pero no logró
superar las ilusiones en que una solución podría venir de
la mano del “mal menor” de los gobiernos imperialistas opuestos
a las formas que adquiría la intervención liderada por Estados
Unidos. Por ello, a pesar de la masividad
conquistada, el movimiento antiguerra
estuvo imbuido de ilusiones pacifistas, con la enorme debilidad
de actuar en forma de “multitud” y no con los métodos propios
de la clase obrera, como la huelga general, los únicos que
hubiesen podido frenar la maquinaria de guerra de los distintos
gobiernos y llevar a su caída por obra de la acción directa
de masas. Otro ejemplo de esto lo estamos viendo en Latinoamérica,
donde la situación es, desde este punto de vista, más avanzada,
con la trascendencia que tiene la legitimidad lograda por
las movilizaciones populares que no sólo han derrotado planes
privatizadores, sino que han derrocado a gobiernos que habían
surgido del sufragio universal, como vimos en Ecuador, Perú,
Argentina y Bolivia. Es cierto que, en todos los casos,
estos levantamientos no se transformaron en revoluciones
abiertas y que la burguesía de los distintos países logró
gobiernos de recambio. Pero son acontecimientos que hubiesen
parecido impensados en la década del ’90, cuando la región
era sinónimo del triunfo de las políticas privatizadoras
del “consenso de Washington”. ¿Dirán acaso nuestro globalizadores
que las masas que en la
Plaza Murillo o en Plaza de Mayo obligaron a la huida de
sus gobernantes equivocaron el objetivo?
En cuanto al segundo aspecto, ante
todo tenemos que despejar aquí también la visión vulgar
que se presenta sobre la concepción marxista acerca de la
centralidad política de la clase obrera. Los autonomistas
siguen a los posmodernos en señalar esta perspectiva como
“reduccionista” y que negaría
la potencialidad de acción de los “nuevos movimientos sociales”.
Pero esta crítica parte de una amalgama consistente en transformar
esta centralidad (que deviene de la misma caracterización
de la sociedad en que vivimos como “modo de producción capitalista”)
en sinónimo de política “obrerista” o “economicista”,
dejando de lado que justamente uno de los problemas centrales
para la teoría política marxista fue la articulación de
la alianza social revolucionaria para enfrentar al poder
dominante: ni más ni menos que el problema de cómo la clase
obrera podía devenir “hegemónica” respecto del conjunto
de las clases y sectores oprimidos y explotados, cuestión
ampliamente debatida por el marxismo ruso y planteada por
la III Internacional antes de su stalinización.
Para Trotsky, la centralidad de la clase obrera en la alianza
social revolucionaria, no fue nunca sinónimo de “obrerismo”.
Por el contrario, la posibilidad “herética” contenida en
la “primera ley de la revolución permanente” de que la clase
obrera llegase al poder en un país atrasado antes que en
uno avanzado, dependía de su capacidad de conquistar la
hegemonía sobre el conjunto de las masas oprimidas, empezando
por los campesinos, levantando las demandas que hacían al
conjunto de la “nación oprimida”. El mismo Trotsky no limitó
su perspectiva a lograr la “alianza obrera y campesina”
sino que la extendió a la lucha de las naciones oprimidas,
defendiendo, por ejemplo, el derecho de la población afroamericana en los Estados Unidos a tener su propio estado
en la región que quisieran; o el derecho de Ucrania a su
independencia frente a la opresión nacional “gran rusa”
ejercida por el stalinismo, desarrollando
en estos razonamientos lo que Lenin había formulado en su
polémica respecto a la “cuestión nacional” frente a Rosa
Luxemburgo. Y en la propia Unión Soviética su lucha
contra el stalinismo y la burocratización
del estado obrero tuvo entre sus puntos centrales la crítica
de la opresión a la mujer y la juventud y la denuncia del
ahogo de la producción artística y cultural que provocaba
el despotismo burocrático, como sabe cualquiera que haya
leído ese extraordinario trabajo que es La Revolución Traicionada,
los artículos publicados en Problemas de la vida cotidiana
o los que integran Literatura y revolución.
Es decir que las afirmaciones sobre
que los “nuevos movimientos sociales” plantearían una impugnación
del marxismo debido a que hay demandas que no se subsumen
en la reivindicación de clase es un planteo que sólo cuestiona
a quien tenga una posición “sindicalista” u “obrerista”
primitiva –o sea, es buscarse un enemigo fácil- y no a quienes
nos apoyamos en los desarrollos de Trotsky. Resaltar hoy
la “centralidad obrera” no es el producto de ningún “esencialismo”,
sino del análisis concreto del desarrollo histórico, que
en el modo de producción capitalista ha generado una clase
cuyo lugar en las relaciones de producción le dan una potencialidad
revolucionaria con la que no cuenta ningún otro grupo social.
No es tampoco el desconocimiento del peso que las reivindicaciones
de género, ecológicas o nacionales tienen en la lucha anticapitalista,
sino plantear que es una “utopía reaccionaria” creer que
estas pueden resolverse progresivamente sin terminar con
la explotación capitalista. ¿O acaso no es el desprecio
ecológico y las dificultades para imponer a la utilización
de los recursos naturales los criterios “miserables” de
la ley del valor una de las manifestaciones más crudas de
la irracionalidad capitalista? A su vez, ya la experiencia
de los últimos años ha mostrado que cuando estos movimientos
actúan por fuera de una perspectiva de alianza con la clase
trabajadora en la lucha anticapitalista, sus demandas pueden
ser absorbidas por el capital para ganar legitimidad, un
capital que utiliza la política de la “diferencia” para
reinar más homogéneamente en el terreno de la producción...
y conseguir que de “eso no se hable” porque sería “puro
esencialismo”. Así como la economía
capitalista mundial no es un mero agregado de partes nacionales,
tampoco un proyecto de emancipación social puede surgir
del mero agregado de demandas particulares. Si los diferentes
problemas que han puesto sobre el tapete los “nuevos movimientos
sociales” no encuentran un articulador en un proyecto de
transformación social global serán, a su manera, tomados
por el capital; es decir, transformados en fuente de inspiración
para nuevos negocios capitalistas. ¿Qué otra fuerza existe
con el potencial social de la clase trabajadora para articular
al conjunto de las clases subalternas en ese proyecto de
transformación social global para el cual no hay mejor nombre
que el de comunismo?
Los cambios en la composición
de la clase obrera y nuestra apuesta estratégica
Pero, ¿no está la clase obrera misma
en proceso de extinción? Sin duda, junto con la tesis de
la desaparición de los estados nacionales, las que versan
sobre el “fin del trabajo” y, por ende, el “fin de la clase
obrera” han sido uno de los mitos más difundidos del fin
de siglo25. En artículos anteriores de esta revista
hemos discutido ampliamente contra estas tesis26. Señalábamos que lo que vivíamos no era
el fin, sino una reconfiguración
de la situación de la clase obrera, caracterizada por el
aumento de la precarización, feminización, extensión social y geográfica
y “dualización” en la situación de los asalariados. Decíamos
también que la supuesta “hegemonía del trabajo inmaterial”
en la que basa Negri su idea de
multitud es una construcción basada en la amalgama de procesos
muy diversos de los cuales, decir que todos quedan comprendidos
por la definición del “general intellect”
y que expresan el dominio del “capitalismo cognitivo”27
es forzar tanto la realidad como los conceptos.
En realidad lo que hacen las tesis
del “fin del trabajo” es ocultar que el crecimiento de la
precarización del empleo no significa
que el capital haya prescindido del trabajo asalariado,
sino que ha combinado la aplicación de políticas “flexibilizadoras”
que avanzan sobre las conquistas logradas por los trabajadores
en el siglo XX, con la “intelectualización”
de una fracción de la fuerza de trabajo. De ahí que muchos
de los que apoyan estas tesis tiendan a amalgamar el hecho
que los nuevos puestos de trabajo que se crean son “precarios”
y “flexibles” (cuestión cierta) con la afirmación de que
no “hay más trabajo” (cuestión falsa)28.
A su vez, esta tendencia a la precarización
se ve acompañada por altos índices de desempleo a nivel
mundial, aunque con una evolución desigual según los países
y regiones que consideremos. Un reciente informe de la
Organización Internacional del Trabajo, Tendencias mundiales
del empleo - 2004, da cuenta de la magnitud del fenómeno:
“En 2003 no mejoró el empleo
en el mundo, a pesar de que volvió el crecimiento económico
después de dos años de declive (cuadro 1). El desempleo
total progresó ligeramente, pese al 3,2 por ciento de crecimiento
del PNB en el mundo y a un modesto aumento del comercio
después de un año 2002 flojo (un 3 por ciento en 2003, en
comparación con un 2,5 por ciento en 2002 (WTO, 2003).
Una estimación de la OIT, según
la cual en 2003 había 185,9 millones de desempleados en
busca de trabajo, pone de manifiesto un ligero incremento,
en comparación con la estimación revisada de 185,4 millones
de desempleados (cuadro 1 y Tendencias mundiales del empleo,
2003), y es el nivel más alto conocido hasta la fecha. El aumento mayor correspondió a los
jóvenes, y la tasa de desempleo juvenil en el mundo llegó
a ser del 14,4 por ciento, o sea, dos veces más que el 6,2
por ciento de la tasa mundial de desempleo. Aunque el número
de mujeres desempleadas en el mundo menguó ligerísimamente
entre 2002 y 2003, las mujeres suelen figurar entre las
categorías más afectadas por el desempleo.
Cuadro 3
El desempleo en el mundo, en
1993, 1998 y 2000-2003 (en millones)
|
1993 |
1998 |
2000 |
2001 |
2002 |
2003 |
Total |
140,5 |
170,4 |
174,0 |
176,9 |
185,4 |
185,9 |
Hombres |
82,3 |
98,5 |
100,6 |
102,7 |
107,5 |
108,1 |
Mujeres |
58,2 |
71,9 |
73,4 |
74,3 |
77,9 |
77,8 |
Fuente: OIT, modelo de Tendencias mundiales del empleo 2003.
Paralelamente al empeoramiento
de la situación del empleo en el mundo, creció de tamaño
la economía informal en las regiones en desarrollo de poco
aumento del PNB. Los trabajadores de la economía informal
corren peligro de convertirse fácilmente en trabajadores
pobres con un salario insuficiente para cubrir las necesidades
propias y familiares (un dólar o menos al día), sobre todo
en las economías donde no hay un amplio sistema de seguro
de desempleo u otras formas de protección social. La OIT
estima que a fines de 2003 el número de trabajadores pobres
viviendo con un dólar o menos al día era de unos 550 millones,
esto es, el mismo que en 2002. De persistir ese inmovilismo,
será imposible alcanzar el Objetivo de Desarrollo de las
Naciones Unidas para el Milenio consistente en reducir
a la mitad la pobreza en el mundo de hoy al 2015”.
Sin embargo, es falso concluir,
de la existencia del desempleo de masas que estemos frente
a la extinción del trabajo asalariado, sino que la fuerte
desocupación se da en el marco de un crecimiento numérico
de la población asalariada a nivel mundial. Si comparamos
la cantidad de población ocupada en 1980/82 con la existente
en el promedio de los años 2000/02, los datos son concluyentes
a la hora de mostrar la falsedad de la desaparición del
empleo29.
Consideremos una serie de veintiocho países, catorce de
los cuales son ubicados en las estadísticas como “altamente
industrializados” y catorce como “países en desarrollo”:
Cuadro 4
PAÍS |
OCUPADOS
1980-82 |
OCUPADOS
2000-02 |
DIFERENCIA |
DIFERENCIA
en % |
Holanda |
5.017.000 |
7.879.000 |
2.862.000 |
57,05 |
Irlanda |
1.137.000 |
1.706.000 |
569.000 |
50,04 |
Australia |
6.351.000 |
9.161.000 |
2.810.000 |
44,25 |
EE.UU. |
99.742.000 |
136.770.000 |
37.028.000 |
37,12 |
España |
11.536.000 |
15.770.000 |
4.234.000 |
36,70 |
Canadá |
11.071.000 |
15.133.000 |
4.062.000 |
36,39 |
Portugal |
3.929.000 |
5.046.000 |
1.117.000 |
28,43 |
G.
Bretaña |
24.200.000 |
27.989.000 |
3.789.000 |
15,66 |
Japón |
55.850.000 |
63.960.000 |
8.110.000 |
14,52 |
Francia |
21.387.000 |
24.174.000 |
2.787.000 |
13,03 |
Dinamarca |
2.404.000 |
2.692.000 |
288.000 |
11,98 |
Italia |
20.324.000 |
21.262.000 |
938.000 |
4,62 |
Finlandia |
2.343.000 |
2.349.000 |
6.000 |
0,26 |
Suecia |
4.225.000 |
4.214.000 |
-11.000 |
-0,26 |
Venezuela |
4.788.000 |
9.308.000 |
4.520.000 |
94,4 |
Malasia |
5.035.000 |
9.459.000 |
4.424.000 |
87,9 |
México |
21.393.000 |
38.620.000 |
17.227.000 |
80,5 |
Egipto |
9.953.000 |
17.380.000 |
7.427.000 |
74,6 |
Chile |
3.157.000 |
5.464.000 |
2.307.000 |
73,1 |
China |
437.937.000 |
729.500.000 |
291.563.000 |
66,6 |
Indonesia |
54.678.000 |
90.764.000 |
36.086.000 |
66,0 |
Filipinas |
17.859.000 |
28.930.000 |
11.071.000 |
62,0 |
Brasil |
46.696.000 |
75.458.000 |
28.762.000 |
61,6 |
Tailandia |
21.670.000 |
33.243.000 |
11.573.000 |
53,4 |
Sud Corea |
14.028.000 |
21.433.000 |
7.405.000 |
52,8 |
Pakistán |
25.096.000 |
36.847.000 |
11.751.000 |
46,8 |
Taiwán |
6.677.000 |
9.437.000 |
2.760.000 |
41,3 |
Argentina |
10.285.000 |
12.738.000 |
2.453.000 |
23,9 |
Incluso si medimos la relación entre
aumento de la ocupación y el crecimiento de la población,
también vemos un crecimiento del empleo en la mayoría de
los países. Los datos de las fuentes mencionadas muestran
que, de catorce países catalogados como “altamente industrializados”,
sólo dos (Suecia y Finlandia) muestran porcentajes negativos30. Lo mismo sucede entre los “países en
desarrollo” considerados en la muestra: sólo dos (Argentina
y Pakistán) entre catorce31 arrojan cifras negativas. Aunque es cierto que estas cifras
no nos hablan de la “calidad” de estos trabajos -que son
en su mayoría precarios- e indican sólo una realidad parcial
-ya que hay países donde la fuerza de trabajo empleada ha
disminuido mostrando tendencias diferentes a la de los países
considerados en la muestra- lo cierto es que si el fin de
la relación salarial fuese una tendencia estructural del
capitalismo contemporáneo debería verificarse en los países
dominantes en la economía mundial, cuestión que no sucede
como hemos demostrado.
Chris
Harman, por su parte, ha calculado
el tamaño de la clase trabajadora empleada a nivel mundial,
en alrededor de 700 millones de personas, con aproximadamente
un tercio de estos en la industria y el resto en los servicios,
señalando incluso que “el tamaño total de la clase obrera
es considerablemente mayor que esta cifra. La clase también
incluye a los que dependen del ingreso que proviene del
trabajo asalariado de los parientes o de los ahorros y pensiones
que resultan del trabajo asalariado pasado –es decir, esposas
no empleadas, niños y personas mayores retiradas. Si se
agregan esas categorías, la cifra total de trabajadores
a nivel mundial llega a estar entre 1500 y 2000 millones.
Cualquiera que crea que le hemos dicho ‘adiós’ a esta clase
no está viviendo en el mundo real”32. Basta recordar que el proletariado ruso estaba compuesto por
sólo 10 millones de personas sobre una población total de
150 millones y comparar esto con las cifras recién señaladas
para que las habladurías sobre que la “clase obrera ya no
tiene el peso social de los tiempos de Marx” se vengan abajo.
Demostrar que la desaparición del
trabajo asalariado no es un fenómeno estructural del capitalismo
contemporáneo no es, sin embargo, más que un primer paso
a la hora de señalar la actualidad que tiene el análisis
marxista que señala la centralidad de la clase obrera para
la lucha anticapitalista. El reconocimiento de su existencia
como “clase en sí” simplemente indica que el potencial de
su fuerza social para atacar el poder capitalista no sólo
sigue siendo insuperado sino que se ha ampliado enormemente.
Pero la monumental fuerza social
de que dispone hoy la clase obrera no logra expresarse en
toda su magnitud, sin embargo, cuando los trabajadores no
se reconocen como clase y actúan como “clase para sí”, cuestión
que no es un proceso automático ni mecánico, sino que está
mediado por las experiencias realizadas por los trabajadores
en su lucha contra la explotación capitalista, tanto en
el terreno económico como en el político.
En general, quienes sostienen las
tesis sobre el “fin del trabajo” las contraponen a una visión
vulgar acerca del análisis marxista de la clase obrera,
como si ésta hubiese sido considerada como un todo homogéneo
e indiferenciado, cuya unidad política sería expresión mecánica
de su situación común en el proceso productivo. No era ésta
sin embargo la forma en que se planteaban la cuestión los
grandes clásicos marxistas. Para no abundar, veamos lo que
decía Trotsky en un ilustrativo texto publicado a mediados
de los años ’20 bajo el título No sólo de política vive
el hombre:
“El proletariado encarna una
unidad social poderosa que en período de lucha revolucionaria
aguda se despliega de modo pleno para conseguir los objetivos
de la clase en su totalidad. Pero en el interior de esta
unidad hay una diversidad extraordinaria, diría incluso
que una disparidad nada despreciable. Entre el pastor ignorante
y analfabeto y el mecánico especializado hay un gran número
de niveles de culturas y de calificaciones y de adaptación
a la vida diaria. Cada capa, cada gremio, cada grupo está
compuesto en última instancia de seres vivos de edad y temperamento
distintos, cada uno de los cuales posee un pasado diferente.
Si tal diversidad no existiera, el trabajo del Partido Comunista
para la unificación y educación del proletariado sería muy
sencillo. Sin embargo, ¡qué difícil es esa tarea, como vemos
en Europa occidental! Podría decirse que cuanto
más rica es la historia de un país, y por tanto la historia
de su clase obrera; cuanto más educación, tradición y capacidad
adquiere, más antiguos grupos contiene y más difícil es
constituirla en unidad revolucionaria. Nuestro proletariado
es muy pobre, tanto en historia como en tradición. Esto
es lo que ha hecho más fácil su preparación revolucionaria
para la conmoción de Octubre, no hay duda alguna al respecto;
es también lo que ha dificultado más su trabajo de edificación
tras Octubre. Salvo la capa superior, nuestros obreros carecen
indistintamente de las capacidades y los conocimientos culturales
más elementales (para la limpieza, la facultad de leer y
escribir, la puntualidad, etc.). A lo largo de un largo
período, el obrero europeo ha ido adquiriendo esas facultades
en el marco del orden burgués: por eso, a través de sus
capas superiores, se halla estrechamente ligado al régimen
burgués, a su democracia, a la prensa capitalista y demás
ventajas. Nuestra atrasada burguesía, por el contrario,
no tenía apenas nada que ofrecer en ese sentido, y el proletariado
ruso ha podido romper más fácilmente con el régimen burgués
y derrocarlo. Por el mismo motivo, la mayor parte de nuestro
proletariado se ve obligada a conseguir y reunir las capacidades
culturales elementales solamente hoy, es decir, sobre la
base del Estado obrero ya socialista. La historia nada nos
da gratuitamente: la rebaja que nos otorga en un campo -en
el de la política- se cobra en otro -en el de la
cultura-. De igual modo que le fue fácil -por supuesto,
relativamente fácil- la conmoción revolucionaria al proletariado
ruso, le resulta difícil la edificación socialista”.
Recurrir a esta dialéctica que señala
Trotsky nos ayuda a comprender algunas de las contradicciones
que presentan las transformaciones ocurridas en los años
recientes en la situación de la clase trabajadora, donde
se entrecruzan tendencias a la homogeneidad y a la fragmentación. Donde la ampliación
del peso social de los asalariados ha venido acompañada
de un crecimiento en su seno de los valores e ilusiones
reformistas propios de los sectores de la pequeñoburguesía
que se han proletarizado en condiciones de ofensiva capitalista.
Donde la clase trabajadora a nivel mundial tiende a ser
más culta e informada políticamente pero, por sus diversas
experiencias, historia y cultura presenta los problemas
para su unidad revolucionaria que Trotsky señalaba entonces
como propios “de Occidente”33, es decir, de las sociedades capitalistas
más avanzadas; y a la vez esto se combina con la pauperización
y la degradación en las condiciones de vida de amplios sectores.
Donde fracciones del proletariado, ayer preponderantes,
hoy ocupan un lugar marginal y otros, antes inexistentes,
hoy dan muestras de nueva combatividad. Tampoco hoy la historia
va a darnos “nada gratuitamente”.
Desde esta misma lógica podemos
intentar dar cuenta también de los cambios operados en lo
que hemos llamado la “subjetividad” del proletariado. Durante
el “mundo de Yalta”, ésta presentó
la paradoja de ser muy amplia y extendida pero contenida
por monumentales burocracias reformistas que fueron progresivamente
limando las mejores tradiciones revolucionarias de la clase
obrera. Si los trabajadores obtuvieron, a la salida de la Segunda Guerra Mundial, enormes conquistas que iban desde la expropiación
de los capitalistas en estados que abarcaban un tercio del
globo hasta enormes sindicatos y una mejora en sus condiciones
de vida, lo hicieron al precio de dar nuevo crédito a las
direcciones stalinistas y/o socialdemócratas. Los procesos revolucionarios
de la década del ’70 pusieron en cuestión la hegemonía del
reformismo, con la radicalización de amplias franjas de
la vanguardia obrera y juvenil. Pero estos procesos fueron
derrotados o contenidos gracias al auxilio que prestaron
a los regímenes burgueses los PS y los PC (y en el mundo
semicolonial las direcciones nacionalistas burguesas y pequeñoburguesas). A comienzos de la década siguiente, el
imperialismo pudo recomponer fuerzas y lanzar su contraofensiva
sobre una clase obrera que retrocedió ante el verdadero
vacío generado por la complicidad y/o capitulación de las
direcciones reformistas, frente a lo cual las corrientes
que se reivincaban del marxismo
revolucionario no fueron alternativa34.
Esto llevó, no sólo a la pérdida de conquistas materiales,
sino al predominio de la idea de que todo intento revolucionario
inevitablemente terminaría en derrota.
Por ello la implosión de la burocracia
stalinista –y el debilitamiento y/o superestructuralización
más general de las burocracias sindicales- no se expresó
mecánicamente en una recomposición revolucionaria por izquierda
sino que dio lugar a un proceso de recuperación lento y
muy tortuoso.
Con el nuevo siglo, los tiempos
parecen estar cambiando. Aunque el movimiento “altermundialista”,
por la estrategia dominante en su seno y por su composición
social, fue impotente para derrotar la política imperialista,
sí ha jugado un rol muy importante, de Seattle en adelante,
en deslegitimar el orden existente y preparar una vuelta
a escena de la clase trabajadora. Luego de las derrotas
y el retroceso provocado por el neoliberalismo, hemos tenido
recientemente –aunque aún pequeñas- manifestaciones prácticas
de que los trabajadores están recuperando algunas de sus
mejores tradiciones de clase, tras un primer despertar a
mediados de la década de los ’90, cuando la gran huelga
general de 25 días de los trabajadores de los servicios
públicos en Francia en noviembre/diciembre de 1995 no sólo
introdujo la experiencia de lo que Negri llamó “huelga metropolitana”, sino que fue la base de
un giro ideológico a izquierda en sectores de la intelectualidad.
En el período más cercano, hemos
visto el renovado papel jugado por los mineros y la Central Obrera Boliviana
en las movilizaciones y acciones que terminaron con el gobierno
de Sánchez de Losada en octubre de 2003, con un protagonismo
que no tenían desde la derrota de 1985. Estas acciones han
continuado el ejemplo internacional que significó la ocupación
de fábricas y su puesta a producir por parte de los obreros
en Argentina, con Zanon y Brukman
como emblemas (con impacto y trascendencia internacional,
como lo expresa la película La Toma de Avi
Lewis y Naomi Klein),
y son parte de una serie mayor de huelgas ejemplares protagonizadas
por sectores del proletariado europeo, como la de los postal
workers de Gran Bretaña o
los trabajadores del transporte en Italia, que han recuperado
el método de la huelga “salvaje”, donde las bases superaron
las trabas impuestas por las direcciones sindicales para
salir decididamente a la lucha y lograron triunfos resonantes.
Y, aunque en este caso fueron derrotados, también se cuenta
lo hecho por los trabajadores de las empresas públicas de
energía EDF y GDF en Francia, que realizaron las llamadas
“acciones Robin Hood”35,
cortando el servicio eléctrico en los barrios ricos y los
símbolos del poder capitalista y reestableciendo la luz
a aquellas familias pobres a los que la empresa se las había
cortado por falta de pago. Son todavía hechos minoritarios,
pero que tienen un enorme simbolismo para mostrar lo que
puede hacer la clase obrera cuando, al menos en parte, transforma
su “potencia” en “acto”.
Ya hemos planteado que la clase
trabajadora, tanto por el lugar que ocupa en el modo de
producción capitalista como por su propia historia revolucionaria,
es la única que cuenta con la potencialidad de dirigir al
conjunto de las masas oprimidas contra el poder capitalista
dominante. Ningún grupo o movimiento social conquistó siquiera
una pequeña parte de lo que la clase obrera fue capaz de
realizar en sus más de 150 años de historia. Si logra recuperar
confianza en sus propias fuerzas, incluso su poder social
es superior a aquél con el que contó el siglo pasado, en
los primeros intentos de llevar a la práctica lo que en
Marx era un proyecto estratégico.
Pero para postularse nuevamente
como “clase hegemónica”, la clase trabajadora mundial necesita
un nuevo programa y una nueva ideología. Esto no surgirá
de dejar de lado, en bloque, lo acontecido en más de 150
años de historia y empezar de cero, como pretenden Negri y otros. No sólo sigue habiendo conquistas que defender
sino que hay una monumental experiencia revolucionaria acumulada
que sólo un necio puede pretender tirar por la borda. He aquí de dónde surge la actualidad de la lucha por la reconstrucción
de la IV Internacional.
El imposible retorno
a Keynes y Roosevelt
Confrontando con las falsas afirmaciones
de los autores “globalizantes”
hemos desarrollado, apoyándonos en Trotsky, aspectos centrales
del nuevo marco estratégico que se ha ido conformando en
el último período. Pero entre las ideas predominantes no
están sólo las que plantean que la vuelta atrás en la intervención
estatal en la economía es un “dato irreversible”, sino también
aquellas que se preocupan por las consecuencias, para la
estabilidad del régimen dominante, que tiene la crisis del
“compromiso keynesiano” que ha provocado el neoliberalismo.
Richard Rorty, por ejemplo, ha señalado que “las democracias occidentales
han creado sistemas de seguridad social, con el objeto de
limitar las consecuencias del desarrollo económico. El problema
actual consiste en el hecho de que, a nivel global, falta
el equivalente de un gobierno nacional que se preocupe del
bienestar de la humanidad. Hubiese sido mejor si
la globalización de la economía se hubiera llevado a cabo
inmediatamente después de la creación de una federación
mundial con capacidad para crear un Welfare
State global, es decir, un gobierno
supranacional que, de algún modo, pudiese garantizar un
cierto nivel de justicia entre las naciones y, en el interior
de cada una de ellas, entre ricos y pobres (...) si la sociedad
de capitales continúa considerando al planeta como un puro
mercado de trabajo, tarde o temprano la clase trabajadora
de las viejas democracias se encontrará con salarios tan
bajos que necesariamente derrumbarán de manera dramática
su actual nivel de vida. Por lo tanto, en el caso de que
no se lleve a cabo una política distinta, se corre el riesgo
de provocar una revolución social que podría poner en peligro
las viejas democracias”36.
Pero quienes así piensan no comprenden
mejor la dinámica del capitalismo que los autores que antes
cuestionamos. Por un lado, “olvidan” el detalle que el welfare
state fue un privilegio que pudieron darse las naciones
más poderosas del planeta a partir de la dominación imperialista
ejercida sobre el mundo semicolonial37. Todo el llamado de Rorty a combatir el neoliberalismo con una vuelta al viejo
reformismo se apoya en ignorar el carácter imperialista
de las “democracias occidentales”. De ahí que combine sus
aspiraciones a un “estado de bienestar” mundial con el reclamo
a la “izquierda cultural” estadounidense para dejar de lado
los debates de la “agenda global” y disputar a la derecha
populista el sentido de la “nación”: “La izquierda cultural
parece convencida de que la nación-Estado es algo obsoleto
y que, por lo tanto, no tiene sentido intentar reanimar
la política nacional. El problema de esta idea es que en
un futuro previsible, el gobierno de nuestra nación será
la única instancia capaz de modificar realmente el índice
de egoísmo y sadismo infligidos a los estadounidenses. (...)
El hábito actual que tiene la izquierda –el de adoptar una
perspectiva alejada y mirar, más allá de la nacionalidad,
hacia la política global- es tan inútil como aquello a lo
que ha sustituido (...) Cuando le damos vueltas a estas
cosas nos damos cuenta que una de las transformaciones esenciales
que tiene que atravesar la izquierda cultural es deshacerse
de ese antinacionalismo semiconsciente
que se ha conservado desde la indignación de los años sesenta.
Es hora de que esta izquierda deje de imaginar conceptos
todavía más abstractos y abusivos para nombrar ‘el sistema’
y que empiece a intentar construir imágenes inspiradoras
de su país. Sólo haciendo eso empezará a crear alianzas
con la gente que está fuera del mundo académico, y especialmente
con los sindicatos. Fuera del mundo académico, los estadounidenses
siguen sintiéndose patrióticos. Todavía se quieren sentir
parte de una nación que se pueda hacer con el control de
su destino y convertirse en un lugar mejor”38.
Como puede verse, lo que Rorty
propone no va más allá de exigir a la “izquierda cultural”
que presione a los demócratas para que retomen algo del
discurso redistribucionista con
el que Roosevelt ganó apoyo entre
los trabajadores para la política de expansión del imperialismo
norteamericano. Pero, formulada en los términos de disputa
por los valores de la nación, la apelación de Rorty
no puede más que jugar un papel regresivo, no sólo por la
idealización de las políticas que favorecieron el desarrollo
imperialista de EE.UU., sino porque hoy son la base en la
que se apoyan políticas de tipo proteccionistas que atacan
los intereses de los países oprimidos y que se justifican
en nombre de la defensa de los intereses de los trabajadores,
como ocurre con el caso de los subsidios agrícolas en Estados
Unidos y la
Unión Europea o en las demandas contra el mantenimiento
de relaciones comerciales con China por parte de varios
sindicatos estadounidenses. Es que, en los países imperialistas,
toda política nacionalista lleva a los trabajadores a colocarse
detrás de los intereses de sus monopolios “nacionales” contra
otros “extranjeros” o, simplemente, a servir de base para
la competencia entre grupos de capitalistas con intereses
parcialmente divergentes. Sin cuestionar el poder de los
capitalistas que ejercen “poder global” del país propio,
sin atacar decisivamente sus intereses, se cae inevitablemente
en una política que enfrenta a los trabajadores de los países
dominantes con los de los países pobres. Sólo desde una
perspectiva consecuentemente internacionalista puede evitarse
que los trabajadores sean presa de la demagogia de los populistas
de derecha. Lo cual implica no solamente la oposición más
intransigente y el derrotismo frente a todas y cada una
de las incursiones imperialistas del propio estado, sino
una actitud de defensa del derecho incondicional de ciudadanía
para todo trabajador inmigrante. Toma así completa actualidad
el planteo que Marx hacía a los trabajadores británicos
sobre la necesidad de apoyar a los independentistas irlandeses:
“ninguna clase que apoye la opresión de otro pueblo podrá
ser realmente libre”.
Pero no es sólo esto. Lo cierto
es que la decadencia del “estado de bienestar” no es un
fenómeno circunstancial sino expresión de la imposibilidad,
aún en los estados imperialistas, de mantener el “compromiso
keynesiano” al cual, valiéndose de sus privilegios de naciones
dominantes, la burguesía recurrió en occidente para hacer
frente al fortalecimiento de la URSS, a la vez que facilitar
un tipo de acumulación capitalista “extensivo” favorecido
por las necesidades de reconstrucción económica de posguerra.
A su manera, el “estado benefactor”, impulsando la intervención
estatal sobre la economía y los servicios gratuitos de salud,
educación y empresas de servicios públicos, implicó un cierto
homenaje hecho por el capitalismo al socialismo, a la manera
en como Lenin decía del correo (y del monopolio más en general),
aunque también aquí mostró la incapacidad capitalista para
llevar sus tendencias hasta el final. En sus momentos “dorados”
hasta incluyó una exaltación de las virtudes de la planificación
estatal. Sin embargo, estos recursos fueron puestos en juego
para preservar el dominio de los grandes monopolios capitalistas,
no para confrontarlos. Y, cuando llegó a un cierto límite
y cambió la relación de fuerzas, se trastocó el sentido
de la flecha y la exaltación de las virtudes del “mercado”
en contra de las “ineficientes burocracias estatales” pasó
a orientar el discurso dominante, provocando la crisis de
las teorías que previeron la “burocratización del mundo”
producto de las presuntas tendencias a la racionalización
inscriptas en la “dialéctica de la ilustración” y que fueron
incapaces de prever que la dinámica que tomaría la ofensiva
capitalista sería la opuesta, la de una “remercantilización”
generalizada de las relaciones sociales.
La “crisis fiscal” de los estados
que tanto se discutió a finales de los ’70 expresó que el
relativo equilibrio de la posguerra no podía ser sostenido.
Fracasado el intento de romperlo “por izquierda”, con el
“ensayo general” revolucionario de los ’70, vino la ofensiva
“neoliberal”, con el objetivo de mitigar la tendencia a
la caída de la tasa de ganancia no sólo ampliando la explotación
de los trabajadores de las naciones periféricas, sino avanzando
sobre las concesiones que el capital había sido obligado
a realizar a la clase trabajadora de los países centrales.
Es en este sentido que son meras ilusiones las de quienes
opinan que los monopolios capitalistas estarán dispuestos
a volver atrás de lo que conquistaron en estas últimas décadas
pacíficamente. No es un dato menor el que uno de los “secretos”
que permitió al capital norteamericano reposicionarse mejor
que sus competidores europeos y japoneses en la década de
los ’90 haya sido la mayor domesticación de su fuerza de
trabajo conseguida en los ’80, una de las más “flexibilizadas”
y que ha perdido más cantidad de conquistas. Y si no ha
avanzado más en esta dirección, se debe a que EE.UU. ha
mantenido en parte sus posiciones sostenidas en el dominio
ejercido por el dólar en el mercado financiero, lo que le
ha permitido el privilegio de endeudarse a niveles superiores
a los “latinoamericanos”, pero sin las consecuencias que
esto implica a las naciones de nuestra región.
La defensa de las conquistas que
los trabajadores asocian con el “estado benefactor”, como
el acceso gratuito a la educación y la salud pública, los
sistemas jubilatorios o los límites
al despotismo capitalista consagrados en distintas “leyes”
y “convenios” laborales, estará condenada a la derrota si
es realizada en la perspectiva de “renovar el compromiso
keynesiano”. Se trata, más bien, de desarrollar una estrategia
que permita llevar a la conclusión que el único estado realmente
“benefactor” para los trabajadores será aquél en el cual
la burguesía sea expropiada y la clase trabajadora ejercite
directamente el poder, como transición hacia la sociedad
sin clases. Es, contra lo que dicen los críticos del marxismo,
una perspectiva no sólo deseable sino realista, al menos
mucho más que la que propugnan los globalizadores
o las viudas de Lord Keynes.
Mendigando un lugar
en el “nuevo orden”
Una versión latinoamericana de un
pensamiento del tipo mencionado es el de los intelectuales
desarrollistas o neodesarrollistas,
que históricamente se referenciaron
intelectualmente en la
CEPAL. Después que la aplicación de las políticas del “consenso
de Washingon” llevaron a Latinoamérica
a una nueva década perdida, las
ideas “neodesarrollistas” han
vuelto a ganar cierto predicamento. Tomemos como ejemplo
a uno de sus principales exponentes, el octogenario sociólogo
y cientista político brasileño
Helio Jaguaribe, quien fuera uno
de los arquitectos de la política “desarrollista” de Juscelino
Kubitschev entre 1956 y 1961.
Jaguaribe viene insistiendo en
que una alianza estratégica entre Brasil y Argentina es
la punta del ovillo para que, primero en el Mercosur
y luego en toda América del Sur, se constituya como uno
de los polos relativamente autónomos en el sistema internacional
de estados. Según Jaguaribe, hoy nos encontramos en una situación de “unimultipolaridad” estadounidense (el concepto está tomado
del politólogo conservador Samuel Huntington),
ya que si por un lado el poder norteamericano es inigualable
en aspectos claves, por otro, diversas razones externas
e internas le impiden actuar como un imperio en el sentido
que lo hacía Roma en la Antigüedad o aún Gran Bretaña en
el siglo XIX. Según su apreciación, el sistema mundial vive,
desde la caída de la Unión Soviética, un momento de transición
en el que hay dos tendencias en conflicto en relación a
cómo podrá evolucionar en las próximas décadas. Una hacia
una Pax Americana; otra, hacia un sistema multipolar, con la Unión Europea, Japón, China, Rusia,
Irán, India y, eventualmente, Sudamérica, como aquéllos
que podrían conformar junto a Estados Unidos un “directorio
político” del mundo.
Jaguaribe
ha señalado que tras lo que llama la “tercera oleada globalizadora
del capitalismo” hubo un claro aumento de la desigualdad
a nivel mundial:
“El brillante economista chileno
Osvaldo Sunkel observó que las
globalizaciones, inversamente de lo que pregona el neoliberalismo,
acentúan enormemente las asimetrías. India y China, demuestra
Sunkel, sufrieron con la primera
globalización, y la relación entre Europa y Asia, que era
de 1 a 1,
pasó a ser de 2
a 1 a favor
de los europeos. Después, la Revolución Industrial agredió las relaciones entre el mundo desarrollado
y el subdesarrollado llevando esa diferencia de 10 a 1. Ahora, si uno mide los ingresos per cápita
de los países ricos y los pobres, esa brecha es de 60 a 1. Entonces es mentira que la globalización es
buena para todos, ya que para algunos es pésima”39. Así, “hoy, con una globalización
severamente agravada por el unilateralismo
de Estados Unidos, el mundo se está dividiendo en cuatro
niveles diferentes. 1. Nivel supremo. Supremacía absoluta
(o casi) de EE.UU. 2. Nivel de elevada autodeterminación.
Allí se encuentran sólo la
Unión Europea y Japón. 3. Nivel que yo llamaría de resistencia.
Ahí están China, India y Rusia, que tienen capacidad de
limitar la interferencia de la globalización en su propio
territorio. O sea tienen autodeterminación interna y muy
limitada autodeterminación externa. 4. Nivel de dependencia.
El resto de los países.”40
Los países del nivel 4 se encuentran
en la situación de no ser otra cosa que espacios geográficos
para la explotación por parte de las grandes transnacionales.
Brasil estaría situado al medio, entre el tercer y cuarto
niveles. Justamente, de la capacidad de establecer un acuerdo
estratégico con Argentina depende su posibilidad de “saltar”
en la escala mundial de países: “En el actual proceso
de globalización y unilateralismo,
ni Argentina ni Brasil están en condiciones de resistirse,
aisladamente, a ser absorbidos por el sistema imperial norteamericano.
Si se consolida una alianza estratégica —y no sólo retórica—
primero a nivel Mercosur y luego
a nivel de Sudamérica para la formación de un poder económico,
tecnológico y cultural (no un poder militar) podemos elevarnos
del nivel de dependencia al de resistencia”41.
De ahí su oposición al ALCA (aunque
en los últimos tiempos deja más abierto que sea conveniente
incorporarse al mismo si pueden imponerse ciertas condiciones):
“Para países como la Argentina y Brasil, el ALCA representaría
un catastrófico retroceso a la condición que esos países
ostentaban hasta 1930, de productores de materias primas
y artículos agropecuarios no elaborados e importadores de
bienes y servicios con mayor tenor tecnológico (...) La
Argentina y Brasil, al cierre del siglo XX, no tienen ninguna
alternativa histórica a no ser la de consolidar y expandir
el Mercosur y tratar de instituir,
mediante acuerdo con el Pacto Andino, un Sistema Sudamericano
de Cooperación Económica y Política”42.
Pero todos sus llamados a la “integración
latinoamericana” no van más allá de permitirle a la burguesía
brasileña mendigar un lugar dentro de las naciones dominantes
en un futuro “directorio mundial”. Pero aún para este objetivo
menor, que bastardea la aspiración a la unidad económica
y política del subcontinente,
las ilusiones que deposita Jaguaribe
en las burguesías locales y en sus representantes políticos
no tienen correlato con la realidad de sus acciones. Estas
ya mostraron su fracaso cuando las condiciones fueron mucho
más favorables para ellas, entre las décadas del ’30 y el
’60 del siglo XX. Allí, la crisis mundial y las rivalidades
entre las potencias dominantes favorecieron el desarrollo
de los llamados “populismos latinoamericanos”, en los que
sectores de las burguesías locales se apoyaban en las masas
obreras y/o campesinas para resistir la presión imperialista
y negociar mejores condiciones para su sumisión. Pero todos
los movimientos que vieron la luz haciendo gala de antimperialismo
y que hicieron distintas concesiones a las masas para ganar
su apoyo terminaron reciclándose como privatizadores e impulsores
entusiastas de las políticas neoliberales, ya sea el peronismo
en Argentina con Menem, el Movimiento Nacionalista Revolucionario
en Bolivia con Sánchez de Losada, el PRI mexicano con Salinas
de Gortari y Zedillo o la propia
elite brasileña que sustentó al gobierno de Fernando Henrique
Cardoso (al que acompañó Jaguaribe
como ministro durante su primer mandato), uno de los más
“entreguistas” de los últimos
tiempos. El ciclo de los nacionalismos burgueses, lejos
de la “soberanía económica”, dejó como resultado un dominio
mucho mayor por parte del capital transnacional de las economías
de la región (en el caso de Brasil, el mismo Jaguaribe
señala que un 47% de las principales 500 empresas son imperialistas)
y el peso agobiante y estrangulador de la deuda externa,
amén del control de múltiples recursos estratégicos en manos
imperialistas, como los casos emblemáticos del petróleo
y las empresas de servicios públicos privatizadas en Argentina43.
La idea de que puede avanzarse en superar el atraso y la
dependencia sin atacar las posiciones conquistadas por el
capital imperialista y sus socios locales en las últimas
décadas no resiste el menor análisis; la de que puede afectarse
ese interés “pacíficamente”, sin encontrar casi resistencia,
es de tal ingenuidad que Jaguaribe
parece no haber aprendido nada del siglo que acaba de terminar:
sus propuestas para superar la crisis brasileña no van más
allá de propiciar una baja en las tasas de interés y emitir
un bono con el cual financiar obra pública forzando “el
ahorro interno” de la élite dominante...
Meras elaboraciones distraccionistas,
en un país que tiene 53 millones de pobres –un 34% de la
población- de los cuales 22 millones, un 14% del total,
son indigentes, cuyos niveles de desigualdad interna sólo
son superados en el conjunto de 92 países considerados por
el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD)
por Sudáfrica y Malawi.
Un destacado alumno de Jaguaribe,
Luis Bresser Pereira, en un trabajo
donde reseña los tres momentos de su obra44,
destaca que si de algo ha pecado el hoy decano emérito del
Instituto de Estudos Politicos
e Sociais de Río de Janeiro,
es de “exceso de optimismo” ante cada nueva etapa que se
abría en Brasil. Pero no es éste un problema de carácter,
sino que es una lógica que deviene de depositar la confianza
una y otra vez defraudada45 en los representantes políticos de una
clase que durante todo el siglo XX dio pruebas más que suficientes
de su completa incapacidad para sacar a Latinoamérica de
la espiral de la dependencia y el subdesarrollo.
Pero, ¿y Chávez? Situado a la izquierda
de todo lo que plantea Jaguaribe
y con el inestimable auxilio que ha recibido por el aumento
del precio del barril del petróleo a casi U$S 50, su proyecto
“bolivariano” se asemeja a la retórica de los primeros gobiernos
peronistas, pero con una relación comercial muchísimo más
estrecha con EE.UU. y sin apoyarse en la clase obrera como
“columna vertebral”, sino en las fuerzas armadas y en las
masas pauperizadas que se han visto beneficiadas con la
ayuda estatal. Una versión atemperada de lo que Trotsky
llamaba gobiernos bonartistas
sui generis de izquierda46. Lo cierto es que en cuatro años de gobierno, más allá de la
“onda chavista” provocada por
el triunfo del NO en el reféndum
revocatorio, las transformaciones sociales ocurridas en
Venezuela han sido mucho menores que las realizadas por
Cárdenas en México o por el propio Perón en Argentina. Y
no por ausencia de participación de las masas, que han sostenido
a Chávez contra los distintos embates de la
oligarquía. Después de que la movilización popular derrotara
en las calles el golpe fallido de abril de 2002 y el lock
out patronal de 2003, y tras la derrota electoral de
los “escuálidos” en el referéndum, la política imperialista
parece apostar a la estabilidad del gobierno chavista,
cuyo discurso se ha vuelto crecientemente conciliador hacia
“el empresariado” nativo y extranjero. Aunque su gobierno,
a diferencia de los del resto de la región, tenga un discurso
con sesgos “antimperialistas”,
paga respetuosamente la deuda pública venezolana, que llega
aproximadamente al 40% de su PBI, y sus planteos sobre la
“unidad latinoamericana” apenas varían de la perspectiva
de constituir un bloque comercial común que favorezca la
situación de los capitalistas nativos que impulsan Kirchner
o Lula. Como en el resto del continente, sólo si la clase
obrera venezolana avanza en su independencia política y
toma la dirección de la lucha antimperialista
podrá terminarse con la dependencia y el atraso.
Poco antes de su asesinato en México
a manos de un sicario de Stalin,
Trotsky recordaba la perspectiva estratégica planteada por
la naciente IV Internacional
para América Latina: “Sud y
Centro América sólo podrán romper con el atraso y la esclavitud
uniendo a todos sus estados en una poderosa federación.
Pero no será la retrasada burguesía sudamericana, esa sucursal
del imperialismo extranjero, la llamada a resolver esta
tarea, sino el joven proletariado sudamericano, quien dirigirá
a las masas oprimidas. La consigna que presidirá la lucha
contra la violencia y las intrigas del imperialismo mundial
y contra la sangrienta explotación de las camarillas compradoras
nativas será, por lo tanto: Por los Estados Unidos Socialistas
de Sud y Centro América”47. Después de más de medio siglo, esta
perspectiva es esencialmente actual. Sólo que nuestro proletariado
ya no es joven sino que ha acumulado una gran experiencia
política y de lucha. Hoy se está recuperando de distintas
derrotas, como es el caso que mencionamos de los mineros
bolivianos, el sector que protagonizó la revolución de 1952,
fue organizador de la Asamblea Popular de 1971 y de la derrotada ocupación de La Paz en
1985.
Nuestra América Latina es mucho
más urbana de la que conoció Trotsky, pero a la vez, en
los últimos años, ha vuelto a mostrar el potencial revolucionario
de su campesinado, donde el reclamo histórico por la tierra
se ha expresado muchas veces en demandas de derechos y autonomía
cultural para los pueblos originarios. Aquí están los sectores
que la clase obrera debe hegemonizar
para impulsar la alianza revolucionaria que permita revertir
la decadencia.
Al revés de lo que piensan Jaguaribe
y otros como él48,
la esperanza latinoamericana está en que los millones de
trabajadores de nuestra región no depositen esta vez la
confianza en que sus padecimientos serán superados de la
mano de los explotadores nativos. Tenía razón Liborio Justo
cuando sostenía: “No se equivocan quienes creen que la
liberación e integración de la América Latina depende, ante todo,
de la conjunción y entendimiento argentino-brasileña ...
porque los dos países están destinados, mediante la alianza
de su proletariado, a ser la vanguardia en la lucha por
el socialismo en el continente”49. Pero para que esta perspectiva se concrete,
nuestras clases obreras deben conquistar su independencia
política, condición para poder “acaudillar” verdaderamente
al conjunto de las masas oprimidas en la lucha contra la
dominación imperialista. En el mismo sentido en que para
Engels la clase obrera era la digna heredera de lo mejor
que había dado la filosofía clásica alemana, nuestra clase
obrera latinoamericana lo es de las aspiraciones a la unidad
del subcontinente que plantearon
los independentistas de hace dos siglos.
Los intelectuales orgánicos
de la “Europa del capital”
Concluyamos el análisis de la tipología
que realizamos sobre las corrientes de ideas dominantes
en la intelectualidad, considerando a quienes pretenden
situarse en una “tercera vía” de las dos primeras tendencias
analizadas. Entre ellos sobresale un variado arco de intelectuales
europeos que coinciden en presentar a la Unión Europea como prototipo de la tendencia
a la conformación de “estados posnacionales”.
Es una posición que plantea, por ejemplo, el teórico de
la “sociedad de riesgo”50, Ulrich Beck51, que ha sostenido la necesidad de poner
en pie un “euro militar”. Es también lo que expresaron en
un muy difundido documento conjunto publicado durante la
guerra de Irak, Europa: en defensa de una política exterior
común, Jürgen Habermas -el defensor de la tesis de la “modernidad como proyecto
inacabado”- y Jacques Derrida
-el referente principal del posestructuralismo
deconstruccionista.
Ante la división en las filas imperialistas
que mostró la guerra, el proyecto imperialista de la Unión Europea fue presentado por sus
“intelectuales orgánicos” como el único capaz de frenar
el “unilateralismo” norteamericano, a partir de los “valores”
diferentes que portaría el estado único europeo. Su propia
historia particular, habiendo sufrido dos guerras mundiales
libradas preponderantemente en territorio propio, es lo
que permitiría a las principales potencias europeas plantarse
como centro organizador de un nuevo tipo de poder internacional,
opuesto al encarnado por la política bushista.
Como dice el texto mencionado: “Cada una de las grandes
naciones europeas ha vivido una época dorada de desarrollo
de poder imperial y, lo que es importante en el contexto
nuestro, también tuvieron que digerir la experiencia de
la pérdida de un imperio. Esta experiencia de decadencia
se une en muchos casos a la pérdida de imperios coloniales.
Con la distancia creciente entre poder imperial e historia
colonial, las potencias europeas tienen ahora la oportunidad
de lograr también una distancia reflexiva de sí mismas.
Así pudieron aprender a entenderse a sí mismas en el papel
discutible de los vencedores desde la perspectiva de los
derrotados, al hacérseles responsables como vencedoras de
la violencia de una modernización impuesta y causante de
desarraigo. Puede que esto fuera lo que ha fomentado el
abandono del eurocentrismo y dado
un nuevo impulso a la esperanza kantiana de una política
interior mundial”.
“Esperanza” que Kant,
el gran filósofo de Köenisberg
había planteado en 1784, en su libro Idea de una historia
universal en sentido cosmopolita, donde auguraba el
surgimiento de una “unificación perfecta de la especie
humana a través de la ciudadanía común”. Eso sería,
según Kant, el cumplimiento del
“supremo designio de la Naturaleza”: ya que el planeta
que habitamos es una esfera, es imposible aumentar la propia
distancia sin cancelarla en último término; la superficie
del planeta en que vivimos no permite una “dispersión infinita”,
y a fin de cuentas todos tendremos que aprender a ser buenos
vecinos por el simple hecho de que no tenemos otro sitio
adonde ir. La superficie de la tierra es nuestra propiedad
común, ninguno de nosotros tiene más “derecho” a ocuparla
que cualquier otro miembro de la especie humana. Así, al
final, en el momento en que los límites de la dispersión
se hayan hecho sentir, no habría para Kant otra opción que vivir juntos y ayudarnos mutuamente.
Pero los siglos siguientes mostraron
que la burguesía, lejos de sacar a la humanidad de las guerras
y llevarla por el camino del “progreso” con el que soñaban
los filósofos de la Ilustración, dio lugar a un orden social
donde las inigualadas conquistas en el terreno de la ciencia
y la tecnología se vieron acompañadas por horrores superiores
a todo lo que la humanidad había conocido previamente, de
Verdún a Auschwitz
y a Nagasaki e Hiroshima, sin
olvidar las repetidas masacres coloniales de las potencias
imperialistas, de la India a Argelia y Vietnam. Particularmente
el siglo XX, el siglo que nació con el capitalismo ya en
su fase imperialista, fue pródigo en acontecimientos de
este tipo. ¿Predice el surgimiento de la Unión Europea, que ya nuclea
a 25 países, un cambio de esta dinámica? ¿Es Europa la apuesta
posible frente al imperialismo puro y duro de Estados Unidos?
Nada de esto sugieren los hechos. En primer lugar, la Unión Europea se ha desarrollado fogoneada
por las mismas necesidades de la competencia interimperialista. Fue para hacer frente a la competencia
estadounidense que Francia y Alemania prefirieron poner
en segundo plano sus reticencias comunes y actuar como un
“eje duro” de la UE, aún con muchas contradicciones. Así
fueron avanzando hacia la situación actual, donde el hecho
más importante ha sido la existencia de una moneda y un
Banco Central común y, más recientemente, su ampliación
hacia los países del este y centro de Europa. Aunque los
avances han sido grandes en relación a los precedentes históricos,
la UE no constituye un “estado posnacional”,
sino que es un acuerdo supraestatal,
limitado, fundamentalmente, a actuar como “mercado común”,
con el cual los capitalistas europeos buscan superar a su
manera la contradicción entre la “economía y la nación”52
que, como decía Trotsky, es la tendencia básica del capitalismo
en la época imperialista.
Pero la guerra de Irak, con la división
entre la “vieja” y la “nueva” Europa, mostró la imposibilidad
de la UE de tener esto que reclamaban Derrida
y Habermas: una política exterior
común o la posibilidad de avanzar en la transformación de
los ejércitos nacionales en una fuerza europea de defensa
con un comando común, el “euro militar” que reclama Beck.
Lo cierto es que aún si especuláramos con que esto se materialice,
no tendríamos de qué alegrarnos. Sería expresión de un crecimiento
de los antagonismos interimperialistas y no el paso hacia un gobierno mundial
“multipolar” que expresase la “esperanza kantiana” como
auguran los intelectuales orgánicos de la
“Europa del capital”. La lógica de poner freno a un militarismo
imperialista con otro, sólo puede llevar, como lo hizo en
el siglo XX, a nuevas catástrofes.
Además lo que estos teóricos encubren
es que los criterios fijados en los tratados sobre los que
ha avanzado la Unión Europea acompañaron la ofensiva
“neoliberal”, al punto que el proyecto de Constitución Europea
sobre el que deben pronunciarse en los próximos dos años
los distintos países miembros, da rango constitucional a
estos principios al plantear que: “Los estados miembros
de la Unión deben actuar de acuerdo con el principio de
una economía de mercado abierta con libre competencia”.
En estos años, las restricciones establecidas en el Tratado
de Maastricht y en el Pacto por la Estabilidad y el Empleo,
que entre otras cuestiones limita el défict
que pueden tener los distintos estados a un 3% del PBI,
fueron utilizadas como excusas por los distintos gobiernos
para justificar las políticas privatizadoras y los planes
de “flexibilización” laboral contra los trabajadores, mostrando
el carácter profundamente antiobrero
de la UE.
El futuro de la UE como polo de
poder imperialista está abierto, con dos sectores centrales
en tensión en su seno, uno más “atlantista”, que apunta
a continuar la alianza subordinada a EE.UU. que se dio durante
la “guerra fría”, y otro que podríamos llamar “europeísta”,
que empuja hacia una política imperialista más autónoma.
Si Gran Bretaña expresa más claramente la primera tendencia
y Francia y Alemania la segunda, todos los países se ven
cruzados internamente por la tensión de cómo ubicarse frente
a la aún potencia dominante53.
El apoyo a la Unión Europea actual es el apoyo a la
“Europa del capital”, por lo que la reivindicación de sus
supuestos “valores democráticos” sólo puede ser obra de
ingenuos incurables o del más crudo cinismo. ¿O no son tropas
europeas las que ocupan actualmente Afganistán junto a los
“unilaterales” norteamericanos? ¿O no es, acaso, la “democrática”
Francia la que acompaña a Estados Unidos en Haití y la que
tiene tropas en gran parte del continente africano?
“Los Estados Unidos Socialistas
de Europa”: he aquí la perspectiva estratégica para
oponer tanto a quienes utilizan la justa a aspiración de
unir los disintos países en un solo estado europeo para favorecer el
interés de los monopolios, como a quienes se oponen al proceso
en curso desde la reaccionaria defensa de la soberanía de
su respectiva nación imperialista. Es a la clase trabajadora
a la que le corresponde en el nuevo siglo retomar esta perspectiva
de lucha. Es ella la que puede materializar lo que tiene
de perdurable la ilusión kantiana de superar el estadio
de las guerras entre naciones, cuestión hoy indisolublemente
ligada a la socialización de los medios de producción y
a terminar con toda forma de imperialismo.
El marxismo revolucionario
del siglo XXI
Volvamos entonces nuevamente a Trotsky.
En este extenso artículo hemos intentado demostrar cómo
al no considerar que el capitalismo es incapaz de llevar
ninguna de sus tendencias hasta el final y que se desarrolla
en forma desigual y combinada, las distintas corrientes
de ideas que predominan en el pensamiento contemporáneo
son incapaces, no ya de dar una salida a los grandes problemas
que hoy enfrenta la humanidad, sino de hacer un diagnóstico
medianamente certero. A su vez, en polémica con las afirmaciones
de distintos autores, hemos ido trazando huellas que nos
permitan conformar el nuevo marco estratégico al que debemos
enfrentarnos.
Precisamente, de la actualidad que
mantienen los presupuestos con los que Trotsky analizó la
dinámica del capitalismo surge la vigencia que tienen
la teoría de la revolución permanente y el programa transicional.
Aunque su aritmética ha variado de los tiempos en que fueran
escritos originalmente (en algunos casos desarrollando fenómenos
que en aquellos tiempos se expresaban embrionariamente),
el álgebra que plantean se sostiene en sus aspectos esenciales.
No obstante el proceso de internacionalización
del capital vivido en los últimos años, toda estrategia
que se proponga ir “más allá del capital” no puede prescindir
de la lucha por el derrocamiento revolucionario del poder
del estado burgués y su reemplazo por un estado basado en
el armamento del pueblo y en consejos obreros, donde los
trabajadores ejerzan la democracia directa, planificando
la economía e imponiendo su voluntad a la minoría de explotadores
a la vez que defendiéndose de la inevitable agresión externa.
En suma, ejerciendo la “dictadura del proletariado”, como
desarrollamos en el otro artículo que integra este dossier.
Sin embargo, la clase trabajadora, que en el período neoliberal
ha aumentado su poder social a la vez que fue fragmentada
y puesta a la defensiva, no podrá jugar el papel de articulador
del conjunto de las clases subalternas si no es capaz de
lograr su propia unidad y sostener audazmente las demandas
democráticas de toda la “nación oprimida” en los países
sojuzgados, y si, más en general, no es capaz de proponer
una alternativa frente las distintas formas de opresión
y a las verdaderas “crisis civilizatorias”
(como la ecológica) a las que ha llevado el dominio capitalista.
Lejos de considerar que con la conquista
del poder la tarea está resuelta “en sus nueve décimas partes”
(como sostenía Stalin), afirmamos que las revoluciones socialistas del siglo
XXI también se enfrentarán, no sólo a un período de extensión
de la revolución en el tereno
internacional, sino a lo que para Trotsky era el carácter
permanente de la revolución socialista “como tal”. Un proceso
en el cual a lo largo “de un período de duración indefinida
y de una lucha interna constante, van transformándose todas
las relaciones sociales (...) Las revoluciones de la economía,
de la técnica, de la ciencia, de la familia, de las costumbres,
se desenvuelven en una compleja acción recíproca que no
permite a la sociedad alcanzar el equilibrio”54.
Al igual que en el siglo anterior,
este proceso estará indefectiblemente condicionado no sólo
por los avances de la revolución en el terreno internacional,
sino por la situación más general de la sociedad donde la
revolución se produzca, por la combinación entre “adelanto”
y “atraso” existente en la
misma. Obviamente, contar con los medios técnicos y científicos
actuales desarrollados por el capitalismo facilitaría enormemente
la tarea en relación a lo que tuvieron que enfrentar quienes
hace poco menos de un siglo se atrevieron a “tomar el cielo
por asalto”.
Los desarrollos científicos y técnicos
existentes abren, para la humanidad, un potencial inmenso,
a la vez que su dominio por parte del capital los transforman
en un verdadero “riesgo” para nuestra existencia, multiplicando
incluso su potencial de afectar la supervivencia de la especie
toda.
Pocos meses antes del estallido
de la segunda guerra mundial, Trotsky decía: “El capitalismo
tiene el doble mérito histórico de haber elevado la técnica
a un alto nivel y de haber ligado a todas las partes del
mundo con lazos económicos. De ese modo ha proporcionado
los prerrequisitos materiales para la utilización sistemática
de todos los recursos de nuestro planeta. Sin embargo, el
capitalismo no se halla en situación de cumplir esa tarea
urgente. El núcleo de su expansión sigue siendo el Estado
nacional con sus fronteras, sus aduanas y sus ejércitos.
No obstante, las fuerzas productivas han superado hace tiempo
los límites del Estado nacional, transformando, en consecuencia,
lo que era antes un factor histórico progresivo en una restricción
insoportable. Las guerras imperialistas no son sino explosiones
de las fuerzas productivas contra las fronteras del Estado
que han llegado a ser demasiado estrechas para ellas”55. Si esto era una realidad a fines
de los años ’30, ¿qué decir en nuestros días?
Frente a los desafíos de nuestro
tiempo, la perspectiva fijada entonces por Trotsky sigue
dando cuenta del horizonte revolucionario de nuestra época:“Las
reformas parciales y los remiendos para nada servirán. La
evolución histórica ha llegado a una de sus estapas
decisivas, en la que únicamente la intervención directa
de las masas es capaz de barrer los obstáculos reaccionarios
y de asentar las bases de un nuevo régimen. La abolición
de la propiedad privada de los medios de producción es la
primera condición para la economía planificada, es decir,
para la introducción de la razón en la esfera de las relaciones
humanas, primero en una escala nacional y, finalmente, en
una escala mundial (...) Con el ejemplo y la ayuda de las
naciones adelantadas, las naciones atrasadas serán también
arrastradas por la corriente del socialismo (...) La humanidad
liberada llegará a su cima más alta”56. Bien lejos del posibilismo de las teorías
dominantes, es tras esta amplitud de objetivos que debe
desarrollarse el marxismo revolucionario en el siglo XXI.
*
* *
En el exilio político al que fue
confinado en San Casciano a partir de 1512, cuando el restaurado poder de los
Médici se instaló sobre las ruinas
de la república florentina, Maquiavelo
acostumbraba pasarse tardes enteras en su estudio dialogando
con los grandes clásicos de la antigüedad sobre cómo responder
a los desafíos de los nuevos tiempos. En ese contexto forjó
las obras que le darían trascendencia histórica y lo harían
precursor de la teoría política moderna.
Bajo el reinado “neoliberal”, los marxistas revolucionarios
vivimos un peculiar “exilio” político. Asistimos a nuestra
condena de “superados por la historia”, formulada por los
ocupantes temporarios de los lugares de legitimación en
el “campo” intelectual. Hace unos años ya que venimos saliendo
de aquella situación. Los tiempos se van haciendo “preparatorios”.
No sólo el capitalismo se encuentra deslegitimado, sino
que una nueva generación que se puso en movimiento viene
de hacer la experiencia con quienes se planteaban como “alternativas”.
El movimiento obrero empieza a mostrar síntomas de reanimamiento.
Hoy, al igual que entonces, ¿con quién dialogar si no es
con Trotsky (y con Lenin, con Rosa, con Gramsci...) a la
hora de pensar la perspectiva de la revolución en el siglo
XXI?
----------------------------------------
Notas:
1
Perry Anderson en Consideraciones sobre el marxismo occidental
depositaba, justamente en el marxismo que se referenciaba en la herencia de Trotsky, la posibilidad de
recrear la teoría revolucionaria en el sentido de los grandes
clásicos, a partir de los procesos revolucionarios abiertos
en 1968. Diez años después, en Tras las huellas del materialismo
histórico, explicaba que desde su óptica la revolución
portuguesa de 1974-75 había sido la oportunidad perdida
por la IV Internacional. A partir de aquí el derrotero político de Anderson,
quien siempre fue más un seguidor de las tesis de Isaac
Deutscher que de las de Trotsky,
se desplazó hacia posiciones crecientemente escépticas,
impactado por el avance de las políticas neoliberales en
los ’80 y los ‘90.
2
Llama la atención en la obra de Toni Negri y otros teóricos presuntamente
“renovadores” de la obra de Marx, la ausencia de todo diálogo
con Trotsky. No puede explicarse esto meramente por el hecho
que en la tradición de la izquierda italiana Trotsky haya
sido negado a partir de la enorme hegemonía intelectual
del Partido Comunista Italiano, otrora el más grande partido
comunista de occidente. A pesar de su declarado anti-stalinismo, nunca el “operaísmo”
incorporó a Trotsky dentro de su sistema conceptual. Sin
embargo, Negri pasó más de una década en Francia, país donde el trotskismo
tiene un importante peso político e intelectuales de relevancia
se reivindican de tal tradición, sin que el pensamiento
de Trotsky haya influenciado su obra. Lo cierto es que Trotsky
es, para todo pensador que como él se reclama “antidialéctico”,
una presencia muy incómoda.
3
Al respecto de las posiciones de Trotsky y los trotskistas
frente al conflicto iniciado en 1939 puede consultarse la
muy completa compilación de escritos Guerra y revolución.
Una visión alternativa de la Segunda Guerra Mundial,
editados recientemente por el CEIP León Trotsky de Argentina.
4
León Trotsky, El marxismo y nuestra época, 26 de
febrero de 1939, en Naturaleza y dinámica del capitalismo
y la economía de transición, Ediciones CEIP “León Trotsky”,
Buenos Aires, 1999, págs. 182 y 183. Trotsky sigue aquí un razonamiento similar
al de Lenin cuando en El imperialismo, fase superior
del capitalismo, discute contra las tesis de Kautsky del “ultraimperialismo”.
Según Lenin, era cierto que las tendencias de la economía
capitalista empujaban hacia un “único trust
mundial”. Pero, a su vez, esta tendencia se contraponía
con otras que hacían imposible la materialización de esta
perspectiva.
5
Op. cit. Y continuaba el razonamiento:“Desde
la cumbre de una prosperidad sin precedentes, la economía
de Estados Unidos fue lanzada al abismo de una postración
monstruosa. Nadie podía haber concebido en la época de Marx
convulsiones de tal magnitud. La renta nacional de Estados
Unidos se había elevado por primera vez en 1920 a 69 mil millones de dólares para caer al año
siguiente a 50 mil millones de dólares (un descenso del
27%). Como consecuencia de la prosperidad de los años siguientes,
la renta nacional se elevó de nuevo, en 1929,
a su punto máximo de 81 mil millones de dólares, para descender
en 1932
a 40 mil millones de dólares, es decir, ¡a menos de la mitad!
Durante los nueve años de 1930
a 1938 se perdieron aproximadamente 43 millones de años
de trabajo humano y 133 mil millones de dólares de la renta
nacional, teniendo en cuenta el trabajo y la renta de 1929.
Si todo esto no es anarquía, ¿cuál puede ser el significado
de esta palabra?”.
6
León Trotsky, Historia de la
Revolución Rusa, Sarpe, Madrid,
1985, pág. 33.
7
León Trotsky, La revolución permanente, en La
teoría de la revolución permanente (Comp.), CEIP, Buenos
Aires, 2000, pág. 402.
8
Zigmunt Bauman, La sociedad sitiada, Fondo de Cultura Económica
de Argentina, Buenos Aires, 2004, pág. 92.
9
Op. cit., pág. 31.
10
Antonio Negri, Guías. Cinco
lecciones en torno a Imperio, Editorial Paidós,
Buenos Aires, 2004, pag. 13.
11
En este libro Negri recoge una
tipología original de su compañero de ideas Michael Hardt para construir una tipología de los posicionamientos
teóricos acerca del par “globalización/democracia”:“En
dicho esquema, y para ordenar las diversificadas posiciones
surgidas al respecto, se elige una clasificación cuádruple:
una primer división entre quienes defienden que la globalización
refuerza y desarrolla la democracia y quienes, por el contrario,
sotienen que la bloquea o inhibe.
Esta primera división es, por así decirlo, multiplicada
por dos: ambas concepciones, optimista y pesimista, pueden
considerarse desde la ‘derecha’ o desde la ‘izquierda’”.
Surgen así cuatro puntos de vista:
1) La posición socialdemócrata clásica, cuya
formulación más clara sería la formulada por Paul
Hirst y Grahame Thompson. Ella sostiene
que “la globalización es un mito si excluye al Estado-nación;
la globalización adquiere poder únicamente a partir del
desarrollo del Estado-nación (...) una política democrática
sólo puede llevarse a cabo en el ámbito del Estado-nación.
Esta posición comprende otra, asimismo de origen socialdemócrata,
que sostiene: el declive de la soberanía nacional debilita
o elimina las protecciones que habían sido construídas con anterioridad en el Estado-nación en beneficio
de la sociedad contra las pretensiones capitalistas... He
aquí pues, la tesis que podría denominarse ‘globalización
contra democracia’ vista desde la izquierda”.
2) La posición del cosmopolitismo liberal,
en particular las tesis desarrolladas por Richard Falk,
David Held y Ulrich Beck. Ellos sostienen que
“la democracia es compatible con la globalización. La globalización
permite la extensión de los derechos humanos a todos los
países, y el mestizaje cultural puede promover el entendimiento
humano y la armonía no sólo de las transacciones, sino también
de las costumbres. La aldea global se puede convertir en
una sociedad civil global, atravesada por una gobernanza cosmopolita u organizaca
en un Estado transnacional. Esta es una versión de la izquierda,
liberal y humanista, de la tesis según la cual la globalización
ayuda a la democracia. La sociedad global se concibe
así en términos optimistas como un proceso que puede conducir
a formas de gobierno mundial”.
3) La posición de la democracia capitalista.
“La globalización del capital, sostiene, por ejemplo,
Thomas Friedman, es de por sí
la globalización de la democracia. Esta posición ha sido llevada al extremo, hasta posiciones
caricaturescas, por Francis Fukuyama,
quien ha afirmado que el american
way of
life, esto es, la hegemonía de
EE.UU., constituía en sí mismo el triunfo de la democracia
global, y con ello el fin de la historia”.
4) La posición del conservadurismo tradicionalista.
“Finalmente, la posición pesimista de la relación globalización/democracia
desde el punto de vista de la derecha. Son particularmente interesantes
al respecto las argumentaciones de John Gray, que sostiene, en primer
lugar, que la falta de control del Estado-nación conduce
a la anaquía y a la inestabilidad globales, y, en segundo lugar,
que la expansión global de american
way of life
no puede sino ofender las identidades nacionales y aplastar
la autodeterminación de los pueblos, provocando con ello
las consiguientes inestabilidades. Con esta posición pesimista
... se combina la tesis agresiva de Samuel Huntington,
que propone el ‘choque de civilizaciones’ como solución
a la dificultad de expandir la democracia en la globalización
–el análisis es prescriptivo y
belicoso”.
Frente a estas posiciones, aun concediendo valor
a cada una de ellas, Negri afirma la diferencia del enfoque sostenido en Imperio:
“Cada una de las posiciones mencionadas toma el problema
de la formación del orden global, por así decirlo, por la
conclusión: se trata, bien al contrario, de atender al proceso
de la globalización (y en su interior la relación con la
democracia) visto desde la perspectiva de las dinámicas
que lo producen. La variante metodológica de Imperio, respecto
de las posiciones arriba descritas, consiste en considerar
el proceso de globalización no tanto en su representación
final cuanto en sus dinámicas. Dinámicas éstas esencialmente
determinadas por los conflictos que se originan dentro del
desarrollo capitalista”. Sin embargo, son justamente
los errores metodológicos para comprender estas dinámicas
lo que está en la base de las conclusiones más equivocadas
de Imperio.
12
Ídem, pág. 19.
13
Ídem, pág. 176.
14
Es cierto que bajo el gobierno de Bush parece haber pasado
el momento de esplendor que tuvo esta tesis durante los
dos gobiernos de Clinton, cuando
el interés imperialista estadounidense buscaba cubrirse
con la legitimidad de las Naciones Unidas o la OTAN y el
crecimiento de la economía norteamericana daba base a los
desvaríos sobre la “nueva economía” y la capacidad del capitalismo
para evitar las crisis y, aún, los ciclos económicos. Pero,
en manera alguna, hay que dar estos argumentos por superados:
bastaría que Kerry llegue a la
presidencia y le imprima un tono más “multilateral” a la
política exterior norteamericana, o que el débil crecimiento
de la economía mundial se mantenga un par de años para que
nuevamente posiciones por el estilo sean elevadas al sitial
de verdades sacrosantas.
15
Véase sino la posición de Negri
frente a los gobiernos de Lula y Kirchner y se advertirá
cómo el teórico del “poder constituyente” termina a los
pies de los representantes del “poder constituído”:“Mi juicio sobre la política del gobierno
de Lula es absolutamente positivo. Es evidente que los problemas
de Brasil – y más generalmente los de América Latina, son
enormes, y que en algunos meses no se podrán resolver. Pero
es también evidente que la única manera de resolverlos es
buscar una solución al nivel global. En estos países, la
revolución no es posible: No fue posible en la Unión Soviética, entonces en América
latina… Sería completamente estúpido imaginar un futuro
revolucionario para países como Brasil o Argentina. Yo estoy
muy disgustado con ciertas capas de la izquierda local que
no han comprendido en absoluto lo que procura hacer Lula,
lo que procura hacer Kirchner. Tenemos la impresión de que
perdieron toda facultad crítica. ¡Comprender la decisión
del gobierno argentino de no pagar la deuda, he aquí lo
qué es importante! Comprender que esto no habría sido posible
sin el apoyo del gobierno brasileño. Comprender que para
bloquear Cancún, es decir un proyecto imperial violento
e injusto, había que obtener la alianza de la India y de
China – y es a través de Lula que esto fue posible”
(Entrevista publicada en la revista Le Passant
Ordinaire N ° 48, abril/junio
de 2004)
16
Ver la Introducción de Paula Bach a la compilación
de trabajos de Trotsky con el título Naturaleza y dinámica
del capitalismo y la economía de transición, CEIP, Buenos
Aires, 1999. También el artículo de Christian Castillo
La crisis y la curva de desarrollo capitalista, en
Estrategia Internacional Nº 7.
17
Entre otros, los análisis preñados de economicismo catastrofista característicos del Partido Obrero
de Argentina.
18
Decimos “relativo” porque la estabilidad y el fuerte crecimiento
económico en los centros imperialistas se vio acompañada
por una inédita actividad revolucionaria en el mundo colonial
y semicolonial (que fueron bajo
Yalta los verdaderos “eslabones
débiles” de la revolución mundial) y por el hecho que, tras
la revolución china y la expropiación de la burguesía en
los países del “glacis”, un tercio del mapa mundial quedó
vedado a la explotación directa del capital.
19 Los datos están tomados de: Samanta Paladino y Marco Vivarelli, The employment intensity of economic growth
in the G-7 countries, en International Labour Review
136:2, 1997.
20
David Harvey, Los nuevos rostros
del imperialismo, entrevista publicada en Revista Herramienta
nº 26, julio de 2004.
21 Daniel Bensaïd, Le sourire du Spectre. Nouvel esprit
du communisme, Éditions Michalon, París, 2000 (traducción
propia).
22
Paolo Virno ha debido reconocer
recientemente: “Si identificamos la nueva figura de la
soberanía mundial con los años de Clinton, llamándola ‘Imperio’, nos arriesgamos a enmudecer
cuando entra en escena Bush. Pienso que sólo ahora, con
la guerra de Irak, comienza el verdadero ‘después-del-Muro’,
es decir, la verdadera, larga redefinición de las formas
políticas. Sólo ahora comienza una ‘fase constituyente’.
Terrible, ciertamente, pero con vías abiertas, aunque sólo
sea porque en ella actúa el movimiento de movimientos”,
en Página 12, 18-07-04.
23
Con las obvias diferencias del caso, ¿no será históricamente
el papel jugado por los “anticapitalistas” de nuestros
días similar al de los populistas rusos, que después
del período de reacción mundial que siguió a la derrota
de la Comuna de París, allanaron el camino para la maduración
del movimiento obrero revolucionario que protagonizó las
revoluciones de 1905 y 1917? ¿No será su presencia el anticipo
de la vuelta a escena del único sujeto que puede darle una
perspectiva por la positiva, la socialización general de
los medios de producción y la planificación democrática
de la economía a nivel mundial, a lo que hasta hoy ha sido
“resistencia anticapitalista”?
24
Paolo Virno, Página 12,
18-07-04.
25
En Brasil, estas ideas son planteadas por Francisco de Oliveira,
fundador del PT y primer intelectual de reconocimiento nacional
que rompió públicamente con este partido después de la llegada
de Lula al gobierno federal. Actualmente se encuentra en
el PSOL, partido fundado recientemente por los parlamentarios
que fueron expulsados del PT en 2003 por votar contra la
reforma de las jubilaciones de Lula. En julio de 2003, en
un artículo titulado “Ornitorrinco”, expresión con la cual
caracteriza a Brasil, F. de Oliveira afirma: “Dominada
por la Tercera Revolución Industrial,
o molecular-digital, en combinación con el movimiento de
mundialización del capital, la
productividad del trabajo da un salto en dirección a la
plenitud del trabajo abstracto (...) Aquí, se funden la
plusvalía absoluta y relativa: en la forma absoluta, el
trabajo informal no produce más que una reposición constante,
por producto, de lo que sería el salario; y el capital usa
al trabajador solamente cuando lo necesita; en la forma
relativa, es el avance de la productividad del trabajo en
los sectores hard de la acumulación
molecular digital que permite la utilización del trabajo
informal. (...) Aterrizando en la periferia, el efecto de
este espantoso aumento de la productividad del trabajo,
de este trabajo abstracto virtual, no puede ser menos que
devastador. (...) Entroncado con la llamada reestructuración
productiva, se asiste a lo que Castel
llama ‘desafiliación’, es decir, la deconstrucción
de la relación salarial, que se da en todos los niveles
y sectores. Tercerización, precarización, flexibilización,
desempleo (...): grupos de jóvenes en los cruces de calle
vendiendo cualquier cosa, entregando propaganda de departamentos
nuevos, lavando vidrios de coches, vendedores ambulantes
por todos los lugares (...) Sorprendámonos teóricamente:
se trata del trabajo abstracto virtual. (...) Las fuerzas
del trabajo yo no tienen ‘fuerza’ social, erosionada por
la reestructuración productiva y por el trabajo abstracto-virtual,
ni ‘fuerza’ política, ya que difícilmente tales cambios
en la base técnico material de la producción dejarían de
repercutir en la formación de clase”.
26
Ver Juan Chingo y Julio Sorel,
¿Crisis del trabajo o crisis del capitalismo? en
Estrategia Internacional Nº 10, y Christian Castillo,
¿Comunismo sin transición?, en Estrategia Internacional
Nº 17.
27
Una buena crítica de estas tesis puede encontrarse en Michel
Husson, ¿Hemos entrado al capitalismo
cognitivo?, publicada en español en la
Revista Lucha de Clases Nº 2/3, abril de 2004.
28
Esto puede observarse, por ejemplo, en los análisis que
plantea Ulrich Beck,
quien realiza la falacia de identificar crecimiento de la
precarización del empleo con “extinción
del trabajo asalariado”. En su texto “Políticas alternativas
a la sociedad del trabajo” reconoce que “cuando uno observa
cuáles son las formas de trabajo que surgen en aquellos
ámbitos donde más avanzados están la tecnología de la información
y el trabajo intelectual, en mi opinión, el rasgo más importante
consiste en que en todo el mundo, el mayor índice de crecimiento
del empleo aslariado consiste
en ocupaciones en condiciones precarias, en trabajo flexibilizado.
Asistimos a un proceso en el que el trabajo normado es reemplazado
por trabajo sin normar (...) tanto en términos contractuales
como espaciales y temporales, el trabajo no normado sustituye
al trabajo normado (...) el significado de este desarrollo...es
profundamente ambivalente. No sólo concierne a los trabajos
poco calificados, sino también a los empleos de alta calificación
(...) Quiero resumir mi diagnóstico: el trabajo pierde importancia
y es fragmentado; el conocimiento y el capital cobran mayor
importancia”. Pero sus “respuestas” no van más allá
de una serie de lugares comunes, incluso cuando intercambia
con total liviandad el presupuesto de que el trabajo asalariado
“se precariza” con el de que el trabajo asalariado
“desaparece”. “Ampliar la educación”; “transformar
la falta de trabajo asalariado en una nueva oportunidad
liberadora” ; “transformar la carencia de trabajo
asalariado en bienestar que se mida en tiempo y en una mayor
soberanía para el individuo (a partir de) desvincular
el ingreso básico y las seguridades básicas al estatus de
ciudadano y ya no al del trabajador”; “derecho al
trabajo discontinuo”; “participación del trabajo
en las ganancias del capital”; o el “modelo” con que
Beck se “identifica particularmente”: “la promoción
del tercer sector de la sociedad civil”, no es más que
otra variante de lo propuesto por Jeremy
Rifkin en El fin del trabajo.
Veamos en qué consiste esta última maravilla: “La propuesta
consiste en desarrollar centros autoorganizados en los que
las personas hagan lo que realmente quieran hacer; se ponen
a su disposición los recursos básicos necesarios provistos
por los municipios y las provincias, pero también por auspicios
corporativos. A nivel municipal se discuten cuáles son las
verdaderas prioridades a resolver con el trabajo ciudadano;
entre las actividades también pueden incluirse temas políticos”.
Es decir: la “imaginación” de uno de los sociólogos estrella
del momento no va más allá de pensar “salidas” que son meros
sustentos “progresistas” para la transferencia de funciones
estatales a la “sociedad civil”, es decir, un apoyo encubierto
a la política neoliberal de “reducción de los déficits estatales”.
29
Datos tomados de Labour Force
Statistics 1982-2002 (OCDE 2003),
citados por Mauricio Rojas, Mitos del Milenio. El fin
del trabajo y los nuevos profetas del Apocalipsis, Timbro,
Buenos Aires, marzo 2004. Aunque el texto es un panegírico
del neoliberalismo lleno de interpretaciones falaces, brinda
datos importantes para desmentir ciertas afirmaciones a
la moda.
30
Los otros países considerados en la muestra son: Holanda,
Irlanda, España, Portugal, Estados Unidos, Gran Bretaña,
Canadá, Dinamarca, Australia, Japón, Francia e Italia, agrupados
en orden decreciente según los pocentajes
de la variación porcentual de la relación entre empleo y
población comparando los años 1980/82 y 2000/02.
31
Los otros doce países son: China, Chile, Corea del Sur,
México, Venezuela, Indonesia, Brasil, Tailandia, Taiwan,
Egipto, Malasia y Filipinas, ordenados según el mismo criterio
empleado en la nota anterior.
32 Chris Harman, The workers of the world,
en International Socialism Nº 96, 2002. Del total de empleados asalariados que existen a nivel
mundial están descontados los sectores de la burguesía que
reciben salarios corporativos y los sectores de la “nueva
clase media” que obtiene pagos superiores al valor que crea
a cambio de ayudar a controlar a la masa de trabajadores,
sectores que en conjunto suman alrededor de un 10% del total
de asalariados. El trabajo de Harman
toma como fuente el estudio de Deon
Filmer “Estimating the World at Work”, informe para el Banco
Mundial, Informe del Desarrollo Mundial 1995. El trabajo
está disponible en el sitio web del Banco Mundial, http://monarch.worldbank.org/pub/decweb/WorkingPapers/WPS1400series/wps1488
33
Nótese lo similar de la problemática planteada en este texto
por Trotsky con las reflexiones más habitualmente citadas
de Gramsci sobre las diferencias entre las condiciones estratégicas
de la revolución proletaria en el atrasado “Oriente” ruso
y el más avanzado “Occidente”. Sobre la relación entre ambos
autores puede verse Emilio Albamonte y Manolo Romano, Trotsky y Gramsci: convergencias
y divergencias, y Revolución permanente y guerra
de posiciones: la teoría de la revolución en Trotsky y Gramsci,
en Estrategia Internacional Nº 19, enero de 2003.
34
En otros trabajos hemos señalado que a pesar de haberse
situado a la izquierda de los grandes aparatos reformistas,
las corrientes trotskistas no supieron resistir una situación
a contracorriente y la IV Internacional terminó dispersándose
en una serie de tendencias centristas, que mantuvieron sólo
débiles y episódicos hilos de continuidad con la herencia
dejada por Trotsky.
35
Ver artículo en esta misma revista.
36
Gianni Vattimo, Charles Taylor, Richard Rorty,
Diálogo sobre la globalización.
37
Ya decía Trotsky acerca del New Deal, al antecesor
de las políticas del welfare,
en el citado texto El marxismo y nuestra época: “La
política del New Deal,
que trata de salvar a la democracia imperialista por medio
de regalos a la aristocracia obrera y campesina sólo es
accesible en su gran amplitud a las naciones verdaderamente
ricas, y en tal sentido es una política norteamericana por
excelencia (...) Pero ni siquiera esa nación puede seguir
viviendo indefinidamente a expensas de las generaciones
anteriores. La política del New Deal, con sus resultados ficticios
y su aumento real de la deuda nacional, tiene que culminar
necesariamente en una feroz reacción capitalista y en una
explosión devastadora del imperialismo”.
38
Richard Rorty, Forjar nuestro
país. El pensamiento de izquierdas en los Estados Unidos
del siglo XX, Editorial Paidós Ibérica, Barcelona, 1999, págs. 89 y 90.
39
Helio Jaguaribe, Argentina
y Brasil ante la tercera ola globalizadora, diario Clarín,
40
Ídem.
41
Ídem.
42
Helio Jaguaribe, Argentina
y Brasil ante sus alternativas históricas, en Aldo Ferrer
y Helio Jaguaribe, Argentina
y Brasil en la globalización. ¿Mercosur o ALCA?, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires,
2001, págs. 97 y 98.
43
Jaguaribe, que se esmera en buscar
buenos argumentos económicos para justificar la conveniencia
de la integración regional en el Mercosur
frente al ingreso al ALCA, omite decir que desde la vigencia
de aquél la dominación imperialista sobre la región aumentó
y no disminuyó. Concebido esencialmente como un mercado
de escala para atraer las inversiones multinacionales, el
Mercosur cumplió con creces ese papel durante la primer mitad
de los noventa, cuando atrajo gran parte de las “inversiones
extranjeras directas” que fueron hacia la periferia capitalista
–los famosos “mercados emergentes”- hasta que la crisis
del tequila inició una serie de crisis que las economías
de la región han sufrido en forma heterogénea. Después del
pico de divergencias entre Brasil y Argentina, cuando la
devaluación brasileña en enero del ’99 iba en el sentido
opuesto a la mantención de la
convertibilidad por parte de Argentina, el Mercosur
pareció cobrar nueva fuerza después de la devaluación del
peso. Sin embargo, esto no ha significado hasta el momento
ningún cambio de cualidad en el intercambio económico entre
ambos países, aunque sí una intervención más coordinada
de los gobiernos de Kirchner y Lula en el terreno de la
política internacional, incluido los foros de comercio mundial.
Esto no significa, sin embargo, que esa mayor coordinación
sea necesariamente más autónoma de los intereses estadounidenses,
como lo expresa la vergonzosa participación de tropas brasileñas
y argentinas en la ocupación de Haití, aliviando el esfuerzo
militar norteamericano y legitimando el verdadero golpe
de Estado implementado desde el Pentágono contra Aristide.
Más bien es una forma de lograr un lugar como socio menor
dentro del orden estadounidense en América Latina, un socio
que abunda en actos y gestos para mostrarse “responsable”.
A tal punto que el mismo Jaguaribe
(que brega en Brasil por una alianza socialdemócrata entre
el PT de Lula y el PSDB de Cardoso,
del que fue fundador) se lamenta hoy por la “ortodoxia”
fondomonetarista que muestra el
gobierno del otrora sindicalista metalúrgico del ABC.
44
Luiz Carlos Bresser Pereira, Os três momentos de Hélio Jaguaribe, en Alberto Venâncio
Filho, Israel Klabin e Vicente
Barreto, orgs. Estudos em Homenagem a Hélio Jaguaribe, São Paulo, Editora Paz e Terra,
2000.
45
Recordemos si no que en 2001, en el texto antes citado,
señalaba que pese a la crisis que vivía Argentina poseía
una serie de ventajas, entre las que se incluían llegar
“al final del siglo XX como la mejor educada sociedad
latinoamericana, con un alto nivel de civilidad, magnífica
dotación de recursos naturales y humanos, disponiendo, con
Buenos Aires, de la mejor ciudad de la región, y teniendo
una importante capacitación en industrias livianas y finas
..., un buen sistema interno de comunicaciones y de transporte
y, con Fernando de la Rúa, un gobierno serio y profundamente
responsable” (Op. Cit.,
pág. 91).
46
En La industria nacionalizada y la administración obrera,
Trotsky escribía analizando el gobierno de Cárdenas: “En
los países industrialmente atrasados el capital extranjero
juega un rol decisivo. De ahí la relativa debilidad de la
burguesía nacional en relación al proletariado nacional.
Esto crea condiciones especiales de poder estatal. El gobierno
oscila entre el capital extranjero y el nacional, entre
la relativamente débil burguesía nacional y el relativamente
poderoso proletariado. Esto le da al gobierno un carácter
bonapartista sui generis, de índole particular. Se eleva,
por así decirlo, por encima de las clases. En realidad,
puede gobernar o bien convirtiéndose en instrumento del
capital extranjero y sometiendo al proletariado con las
cadenas de una dictadura policial, o maniobrando con el
proletariado, llegando incluso a hacerle concesiones, ganando
de este modo la posibilidad de disponer de cierta libertad
en relación a los capitalistas extranjeros. La actual política
(del gobierno mexicano, N. del R.) se ubica en la segunda
alternativa; sus mayores conquistas son la expropiación
de los ferrocarriles y de las compañías petroleras. Estas
medidas se encuadran enteramente en los marcos del capitalismo
de estado. Sin embargo, en un país semicolonial, el capitalismo de estado se halla bajo la gran
presión del capital privado extranjero y de sus gobiernos,
y no puede mantenerse sin el apoyo activo de los trabajadores.
Eso es lo que explica por qué, sin dejar que el poder real
escape de sus manos, (el gobierno mexicano) trata de darles
a las organizaciones obreras una considerable parte de responsabilidad
en la marcha de la producción de las ramas nacionalizadas
de la industria” en León Trotsky, Escritos Latinoamericanos,
CEIP “León Trotsky” ediciones, Buenos Aires, 2º edición,
2000.
47
León Trotsky, El futuro de América Latina, mayo 1940,
en Escritos Latinoamericanos, CEIP “León Trotsky
Ediciones, Buenos Aires, 2000, pág. 168.
48
Un ejemplo serían en el plano argentino los promotores del
“Plan Fénix”.
49
Liborio Justo, Argentina y Brasil en la integración continental,
Buenos Aires, 1983.
50 Beck considera que el “riesgo” –que ha ido transformándose
en un concepto “fetiche” desde su utilización original a
mediados de los ’80, a mano para responder frente a fenómenos
muy dispares- es un componente de lo que llama la “segunda
modernidad”, la cual surge a partir de “una serie
de procesos que pueden ser entendidos como una radicalización
de la modernización”. Resumidamente se caracteriza porque
“nos las tenemos que ver con la globalización, la individualización,
la merma del trabajo asalariado y las crisis ecológicas
al mismo tiempo y no sabemos cómo enfrentar todos estos
desafíos” (Ulrich Beck, Políticas alternativas a la sociedad del trabajo,
en Presente y futuro del Estado de Bienestar: el debate
europeo, Miño y Dávila Editores y SIEMPRO, Buenos Aires,
2001, pág. 14 y 15). En el plano de la individualización,
implica que en la sociedad de riesgo los individuos eligen
libremente, pero esto lejos de ser satisfactorio resulta
incluso más frustrante: hay que tomar decisiones constantemente
acerca de materias que afectan de modo fundamental las vidas
de todo el mundo, pero sin contar con una base adecuada
de conocimiento. Es la frustración que deviene de tratar
de dar “salidas biográficas a contradicciones sistémicas”.
Lo que Beck denomina “segunda
Ilustración” se opone a la meta de la “primera”. Si
para esta última el objetivo era crear una sociedad en la
cual las decisiones fundamentales perdieran su carácter
irracional y se basaran por completo en una comprensión
racional del estado de cosas existente, la “segunda Ilustración”
impone a cada sujeto de la sociedad la carga de tomar decisiones
cruciales, que podrían afectar aún nuestra supervivencia,
en el marco de una inevitable incertidumbre acerca de los
resultados que podrán obtenerse; incertidumbre radical cuyo
ocultamiento sería la función principal de los equipos gubernamentales
de “expertos”. Zizek resume bien
esta situación paradójica: “lejos de que la experimentemos
como liberadora, esta compulsión a decidir libremente es
para nosotros un juego obsceno que provoca angustia, una
especie de inversión irónica de la predestinación: soy considerado
responsable por decisiones que me veo obligado a tomar sin
un conocimiento adecuado de la situación. La libertad de decisión de
la que disfruta en la sociedad de riesgo no es la libertad
de alguien que puede escoger libremente su destino, sino
la libertad angustiante de alguien constantemente obligado
a tomar decisiones sin conocer las consecuencias” (
Slavoj Zizek,
El espinoso sujeto, Paidós,
Buenos Aires, 2001, página 359). Zizek
va en un sentido correcto cuando señala que si uno analiza
las tesis de Beck atentamente
puede concluir que estas están formuladas bajo el modelo
del uso incontrolado de la ciencia y de la técnica bajo
las condiciones del capitalismo: “El caso paradigmático
del ‘riesgo’... es el de la nueva invención científico-tecnológica
aplicada por una empresa privada sin que medie el debate
y el control público y democrático adecuado, suscitando
de tal modo el espectro de consecuencias imprevistas y catastróficas
en el largo plazo. No obstante, ¿no arraiga este tipo de
riesgo en el hecho de que la lógica del mercado y el lucro
está impulsando a las empresas de propiedad privada a seguir
su camino y utilizar las innovaciones científicas y tecnológicas
(o simplemente aumentar su producción) sin tomar realmente
en cuenta los efectos en el largo plazo sobre el ambiente,
y también sobre la salud de la humanidad? (...) la conclusión
que hay que extraer, ¿no es que en la actual situación global,
en la cual las empresas privadas no alcanzadas por el control
político público están tomando decisiones que pueden afectarnos
a todos, incluso al punto de amenazar nuestra superviviencia,
la única solución consiste en una especie de socialización
directa del proceso productivo? ¿No es la única solución
avanzar hacia una sociedad en la cual las decisiones globales
sobre las orientaciones fundamentales acerca del desarrollo
y el empleo de la capacidad productiva estén de algún modo
en las manos de todo el colectivo de las personas afectadas
por esas decisiones?” Al no señalar nada de esto los
teóricos de la sociedad de riesgo no hacen otra cosa que
abstenerse “de cuestionar los principios básicos de la
lógica anómica de las relaciones
de mercado y el capitalismo global”. Sin embargo, a
la hora de pensar cómo llegar hacia una “socialización
directa del proceso productivo”, Zizek
(un intelectual caracterizado por el eclecticismo teórico
y fuertes oscilaciones políticas) no dice, como era de esperar
en quien acepta muchos de los prespuestos
de los teóricos posmodernos sobre la pérdida de peso estructural
del proletariado, más que balbuceos.
51
Si bien Toni Negri opina que las posiciones de Beck
pueden ser emblocadas con aquéllas
que desde un “cosmopolitismo liberal” simplemente ven que
la “globalización beneficia la democracia”, creemos que
más bien sus tesis combinan aspectos de los dos tipos antes
considerados. Como los “globalizadores”,
opina que han sucedido cambios trascendentales que han dejado
atrás la “modernidad clásica”. Pero es forzar las cosas
señalar que su visión de la “segunda modernidad” es simplemente
celebratoria. Es más bien ambigua,
ora “optimista” por las posibilidades que abre, ora “pesimista”
por los peligros que acarrea. Y además Beck
no cree que puede prescindirse de los estados y la política
sino que se coloca entre los que alientan la formación de
“estados posnacionales”, con la
Unión Europea como modelo a desarrollar.
52
León Trotsky, El nacionalismo y la economía, en Naturaleza
y dinámica del capitalismo y la economía de transición,
op. cit., pág. 138.
53
Esta imposibilidad de la UE de actuar como un bloque imperialista
unificado es un factor que lentifica en parte la decadencia
estadounidense en la escena internacional, permitiéndole
más margen de maniobra, si lo comparamos con la situación
de las décadas del ’20 y el ’30 del siglo pasado, cuando
los Estados Unidos en ascenso desafiaban a una Europa estancada.
54
León Trotsky, La revolución permanente, op.
cit., pág. 418.
55
León Trotsky, El marxismo y nuestra época, op.
cit., págs. 196 y 197.
56
Ídem. |